Perdidos en la nieve
Había caído mucha nieve. Dos niños y su maestra subieron, pues, a lo alto de la montaña para patinar en un pequeño trineo. Mientras hacían el último descenso, se iba haciendo de noche. De repente el trineo se les escapó de las manos y siguió bajando solo hasta chocar contra un árbol. Tenían que ir a buscarlo, en tanto que la oscuridad avanzaba. Después de haber recuperado el pequeño trineo, se apresuraron a emprender el camino de vuelta al hogar. Ya todo se había hecho solitario y, en la lejanía, una tras otra se encendían las luces de una aldea. ¿Cuándo llegarían a ella?
El frío era muy intenso. Las piernas se cansaban, y el silencio era abrumador. La montaña, tan hermosa con el sol brillante, se había vuelto opresiva. La maestra sabía que estaban en gran peligro, pues podían morir de frío. Sentía ganas de llorar, pero se contenía para evitar que los niños se asustaran más. Solo en su corazón ella rogaba a Dios que los ayudase.
Como los chicos estaban muy cansados, le pidieron a la maestra que descansaran un rato junto a un árbol grande. Allí el mayor de los niños dijo: –Escúchenme: debemos orar al Señor Jesús para que nos mande ayuda.
Entonces allí, en el silencio de la noche, en medio de la nieve y el frío, una fervorosa oración subió a Dios.
En la aldea, los padres de los niños estaban muy preocupados. La madre ocultaba su angustia, mientras que el padre no hacía más que mirar por la ventana hacia la montaña. Pensaba en lo que dice la Palabra de Dios: “Alzaré mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene del Señor, que hizo los cielos y la tierra” (Salmo 121:1-2).
Dios oyó la oración de los que se dirigieron a él y respondió. Unos esquiadores ingleses regresaban a la aldea. Uno de ellos propuso a sus compañeros que, en vez de ir por la pista acostumbrada, fueran por el camino de abajo. Todos estuvieron de acuerdo.
De repente, en una curva vieron una sorprendente escena: en la nieve, dos niños tomados de la mano oraban. Sus caras reflejaban la angustia por la que pasaban. Los esquiadores se acercaron, se quitaron las bufandas y otras ropas para envolver a los niños que tiritaban de frío. Luego, los pusieron en sus espaldas y animaron a la maestra a ponerse en marcha hacia la aldea. Una hora más tarde, los chicos estaban sanos y salvos en brazos de sus padres. Del corazón de todos subían a Dios las gracias por su ayuda.
Los esquiadores ingleses también eran cristianos. Uno de ellos fue misionero en la India durante mucho tiempo. En cuanto a los niños, comprendieron más tarde que sus vidas habían sido salvadas para que hablaran a otras personas del Señor Jesús, quien contesta la oración de los que le invocan.
Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Mi esperanza está en ti… Oye mi oración, oh Señor
(Salmo 39:7, 12).