El oso blanco
Hace muchos años, una familia de Inglaterra recibía de vez en cuando la visita de un misionero, es decir, de un siervo de Dios, quien trabajaba en el Labrador, un lugar donde hace tanto frío que la tierra y parte del mar están cubiertos de hielo. Este hombre acostumbraba contar muchas cosas del país en el que obraba llevando almas al Salvador. Todos los niños de la casa lo escuchaban con interés; Fred era el más atento. Después de la última visita del misionero, Fred decidió no olvidarlo en sus oraciones. Lo que más le había llamado la atención eran los animales peligrosos que vivían en el Labrador; por eso todas las noches, al acostarse, Fred no dejaba de pedir: «Señor Jesús, cuida a nuestro amigo y no permitas que los osos blancos le hagan daño».
Noche tras noche, el pequeño repetía su pedido a Dios. Pasó un año. El padre de Fred escribió al misionero para contarle cuál era la gran preocupación de su hijo, y le preguntó si alguna vez se había encontrado frente a un oso blanco. Después de un tiempo llegó la respuesta. Hasta entonces el misionero nunca se había visto frente a un oso blanco; no obstante, rogaba al pequeño que siguiera pidiendo al Señor que lo protegiera.
Poco después el misionero viajó a un lugar lejano, donde vivía un grupo de creyentes deseosos de conocer mejor la Palabra de Dios. Se embarcó en una canoa con dos remeros. Al principio todo anduvo bien; pero, de repente, se hallaron frente a un enorme oso blanco, el cual estaba sobre una roca junto al canal por donde ellos debían pasar.
–Patrón –preguntaron los remeros– ¿no sería mejor que volviéramos atrás? Si esa bestia se tira al agua volcará la canoa y nos destrozará.
El misionero dudó un rato, pero finalmente dijo: –No, no huiremos. Desde hace más de un año un niño, amigo mío, pide al Señor que me proteja de los osos blancos. Y Dios lo hará.
Siguieron adelante tratando de pasar por la orilla más lejana a la roca en que se hallaba el oso. Pero la bestia dio un salto formidable, se echó al agua y nadó hacia la canoa. Uno de los remeros estaba armado; apretó dos veces el gatillo y una de las balas hirió al animal. El oso, rugiendo de dolor, buscó llegar a la orilla. Cuando lo consiguió, un nuevo tiro del fusil acabó con su vida.
Este suceso fue muy sorprendente, pues lo más común es que los osos, cuando se sienten heridos, se echen sobre sus atacantes y no se vuelvan atrás. Si el misionero y sus acompañantes se salvaron, fue porque Dios había escuchado las oraciones de un niño, quien desde muy lejos oraba sin cesar por la protección del siervo de Dios.
Una de las patas del oso fue embalsamada y enviada a Fred junto con una carta del misionero. Fred es ahora un hombre adulto que sigue orando fervientemente. ¿Haces tú lo mismo?
También les refirió Jesús una parábola sobre la necesidad de orar siempre, y no desmayar
(Lucas 18:1).