Mis cuentitos

Relatos para niños

Un monte echado en el mar

En un día muy frío, el propietario de una granja y el arrendatario volvían a sus casas caminando a orillas del mar. Conversaban tan animadamente que ni prestaban atención al fuerte viento que levantaba olas enormes. Hablaban de la Biblia.

–No, señor –decía el campesino–; usted dirá lo que quiera, pero yo no creo todo lo que dice la Biblia. En ella hay cosas que no pueden ser verdad.

–Bueno, vecino, nombre algunas de esas cosas, si puede.

–Pues es muy sencillo –respondió el arrendatario–. En alguna parte está escrito: “Si a este monte dijereis: Quítate y échate en el mar, será hecho”. Pero hasta un niño sabe que eso no es posible.

–¿Por qué no? Nada es imposible para Dios. Él creó el cielo y la tierra, puede hacer todo lo que quiera.

–Entonces, ¿usted cree que aquella gran duna, por ejemplo, detrás de la cual está edificada mi casa y mi granero, podría ser simplemente echada al mar?

–Seguro –dijo el propietario–. Dios es el rey de toda la tierra. Es el Todopoderoso.

–Entonces, pruébelo –se burló el campesino–. Usted puede asegurar lo que quiera, pero la duna seguirá estando en su lugar.

–Yo no diré nada. Eso, como está escrito en Marcos 11, solo puede ser real para alguien que no dude sino que tenga una fe grande. La Biblia me prohíbe tentar a Dios.

–En ese caso, yo mismo lo haré. Me divertirá mucho ver cómo la duna cae en el mar.

Y con risa burlona el campesino extendió la mano derecha hacia la duna y exclamó:

–Como usted ve, ese pasaje de la Biblia no es verdad. Pero yo le doy a su monte un plazo de un día; si mañana por la tarde él está en el fondo del mar, me sentiré vencido y creeré todo lo que dice la Biblia, de punta a punta.

El propietario no se rio.

–Tenga cuidado, mi amigo. Uno no se burla de Dios.

El campesino se encogió de hombros y los dos vecinos se separaron.

La tempestad aumentó cada vez más durante la tarde. Pero eso no fue nada comparado con la furia que alcanzó en la noche. Las olas caían sobre la playa con un ruido estridente y la lluvia era una cortina de agua. El campesino estaba contento de hallarse bajo techo con ese tiempo.

A la hora de costumbre se acostó, sin pensar en pedirle a Dios que lo protegiera durante la noche. Poco después dormía profundamente.

En medio de la noche se despertó sobresaltado. Nunca había presenciado semejante tempestad. Era como para quedar sordo. A pesar de esto, todavía no sentía temor por sus cosas. Se decía: Mi casa es fuerte y puede aguantar la tormenta más grande. Pero algunas horas más tarde vio que sus peones venían corriendo y gritando:

–¡Rápido, señor, salga de la casa! La gran duna no resiste; la mitad del pueblo está bajo el agua.

Enseguida salió el aldeano y vio con horror cómo el agua cubría sus animales hasta el pecho.

–Suelten las vacas del establo y échenlas tierra adentro –gritó–. Y tengan los caballos listos para usarlos si es necesario.

Pero ya no era posible escapar. El agua subía cada vez más. El campesino y sus peones se vieron obligados a volver a casa, la cual estaba edificada en un terreno más alto que el de los establos. Por lo menos ahora estaba de nuevo con su mujer y sus hijos.

La tempestad era más y más violenta. El agua entraba por las puertas y empezaba a inundar el piso bajo. Por eso, entre todos llevaron los mejores muebles al piso alto. De repente, un enorme golpe de viento sacudió la casa; los vidrios volaron en pedazos y el agua se metió por todos lados. Todo tambaleaba y crujía. La casa estaba a punto de hundirse. El campesino parecía clavado en su lugar por el terror, su cara estaba blanca de miedo. Al fin, desesperado, exclamó:

–¡Estamos perdidos!

Sin una palabra, su mujer abrazó a sus dos hijos como para protegerlos. La hija menor miró al padre, luego a la madre y, cuando otro golpe de viento sacudió la casa, exclamó:

–¡Papá, es necesario orar! La oración ayuda.

Ella fue la primera en pensar en Dios.

–Sí, tiene razón –agregó la madre. Dios dijo: “Invócame en el día de la angustia; te libraré”.

–Eso es todo lo que pido –dijo el padre. Su corazón duro se había deshecho. Con los ojos llenos de lágrimas suplicó:

–Señor Dios, sálvanos, no por mí, sino por amor a mis hijos.

La noche de amargura llegó a su fin. Cuando aclaró y el campesino pudo salir ¿qué vio? La gran duna, objeto señalado para burlarse, había desaparecido. Las olas la habían deshecho y el mar la tragó. También casi todo el granero había desaparecido; solo quedaba el techo, el cual fue arrastrado hasta que se apoyó fuertemente contra la casa y sirvió de pared para aguantar el empuje del agua.

Todo eso conmovió grandemente el alma del campesino. Se echó de rodillas y, sollozando, dijo con voz entrecortada:

–¡Oh, Dios, tú eres todopoderoso y lleno de gracia! Perdona mis pecados y enséñame, desde hoy, a creer en ti y en tu Palabra.

Es hombre y… no puede contender con Aquel que es más poderoso que él
(Eclesiastés 6:10).