El silbido y el suspiro
Un campesino, siervo de Dios, había ahorrado algún dinero, el cual deseaba repartir entre los pobres. Cuando llegó el día previsto para ello, salió a caballo en dirección a la ciudad vecina en donde quería entregar su ayuda a algunas familias necesitadas. El camino pasaba por un bosque oscuro a través del cual el aldeano proseguía su marcha tranquilamente. De repente, un hombre grande y fuerte saltó delante de él, tomó las riendas del caballo y le ordenó que le entregara todo el dinero que llevaba. El creyente quedó muy asustado. ¿Qué debía hacer?, ya que no deseaba entregar su dinero en manos del bandido. En su corazón oró:
–Señor, tú sabes que yo había preparado este dinero para darlo en tu nombre. Ayúdame.
–¡Y bien! ¿dónde está el dinero? –dijo el bandido con voz amenazadora–. A lo mejor quieres defenderte. Te aviso que puedo dar un silbido y diez hombres vendrán a ayudarme.
–Y yo –respondió el campesino– puedo dar un suspiro para que el Señor mande miles de ángeles que no te dejen hacerme daño.
El ladrón, asustado, huyó a toda prisa. No había pensado en los ángeles enviados por Dios para proteger a sus hijos.
El campesino siguió alegre su camino y dio gracias a Dios por haber oído su suspiro.
Los guió con seguridad, de modo que no tuvieran temor; y el mar cubrió a sus enemigos
(Salmo 78:53).