El castigo
Un rey, quien quería el bien para su pueblo, deseaba que todos fueran felices y le sirvieran con gusto. Se entristecía al ver que muchos de sus súbditos eran esclavos del opio. Cuando alguien usa esta droga, es muy difícil que ella lo deje en libertad. Esta sustancia va dañando la salud y lleva a sus esclavos a hacer cosas malas con tal de conseguirla. Es peor que tomar bebidas alcohólicas.
El rey se preguntaba qué podría hacer para que esas personas dejaran la droga. Sus consejos no servían para nada. Entonces tuvo una idea: si las palabras dulces no daban resultado, usaría la fuerza; era necesario un castigo ejemplar.
Por eso ordenó que toda persona que usara la droga recibiese treinta latigazos en su espalda desnuda.
Era un terrible castigo que asustaba a la gente. Sin embargo, algunos días más tarde se llevó ante el rey a una persona que había desobedecido la orden; era una anciana. ¡Qué dolor sintió el rey cuando vio que esa anciana era su propia madre! ¿Qué podía hacer ahora? ¿Dejarla en libertad? Eso no sería justo. Si el rey quería ser justo, el castigo debía ser cumplido. Se levantó, pues, un tablado en la plaza de la ciudad y al día siguiente trajeron a la anciana para que recibiera el castigo. Había mucha gente en el lugar; el rey también estaba presente. Cuando el hombre encargado del castigo levantó el brazo con el látigo, el rey exclamó:
–¡Un momento! Y, desnudando su espalda, tomó el lugar de su madre. Él sufrió el castigo, y así su progenitora quedó libre. Desde ese día ella amó aún más a su hijo y nunca volvió a usar la droga.
Tú también, amigo o amiga, eres un esclavo, no de la droga, sino de Satanás. Tú y yo también hicimos cosas que no debíamos, y por eso Dios deberá castigarnos. Hemos pecado, y Dios odia el pecado. Pero no nos odia a nosotros. Él nos ama, y no quiere que tengamos que sufrir el castigo. Mas Dios es justo, y el castigo debe ser ejecutado. Entonces ¿qué hacer? Dios halló la forma en que pudiéramos ser librados del castigo. Como el rey de nuestra historia, Dios encontró una solución: dio a su Hijo único para que ocupara nuestro lugar. El Señor Jesús vino a la tierra, pagó en la cruz el castigo que nosotros merecíamos, murió, resucitó después de tres días y subió al cielo, donde está junto a su Padre. Por su sufrimiento y su muerte podemos ser librados de la condenación si confesamos nuestros pecados y le pedimos que nos perdone. Él te dirá entonces: Yo sufrí el castigo por ti; ahora eres libre. Ya no estás bajo la esclavitud de Satanás. ¡Qué mensaje más importante para ti! Elige pues la buena parte: el Señor Jesús. Ve a él con tus pecados. Él te los perdonará.
Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados
(Isaías 53:5).