La mano herida
Un edificio ardía en llamas. En la calle, la gente observaba aterrorizada y se preguntaba cómo habría empezado el incendio. De repente, en medio de las llamas, por una ventana del primer piso apareció un pequeño gritando espantado. Dixon, un joven que pasaba por el lugar, al ver al chico, no lo pensó dos veces: entró al edificio y un momento después salió con el niño en brazos, pero también con una mano horriblemente quemada.
Freddy –el niño salvado– quedó solo pues toda su familia murió en el incendio. Ahora ¿quién cuidaría de él? James Lovatt y su esposa, una pareja muy conocida por su vida ejemplar, querían adoptarlo como hijo suyo. Sin embargo, Dixon también se presentó queriendo hacerse cargo del huérfano. Sus condiciones le eran desfavorables: era soltero y no creía en Dios. Entonces, ¿quién haría el papel de madre y quién le enseñaría a conocer a Dios? Cuando se le preguntó a Dixon qué podía decir en su favor, solo mostró su mano quemada. Esas llagas demostraban que él había arriesgado su propia vida para salvar la del niño. Esto era suficiente. Freddy le fue entregado para que lo cuidara como hijo suyo.
Un día, los dos, padre e hijo, visitaron una exposición de cuadros. Allí vieron uno que mostraba a Jesús cuando le dice a Tomás: “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos” (Juan 20:27).
–Papá, cuéntame esa historia.
–No, hijito; esa no; es una historia en la que no creo.
–No importa; cuéntamela.
Y el padre se la contó.
–¡Oh, papá!, es como tú y yo. Me muestras tu mano y sé cuánto me amaste.
Dixon guardó silencio, pero las palabras de Jesús le perseguían: “Mira mis manos… y no seas incrédulo, sino creyente”.
Luego sucedió algo maravilloso que nadie habría esperado: esa misma noche Dixon pudo contestar, como Tomás: “¡Señor mío, y Dios mío!”.
Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados
(Isaías 53:5).