El látigo
–¿Qué pasa con esta criatura? ¿Qué tiene?
Quien hablaba así era la madre de Mimosa; estaba muy enfadada. Y cuando esa mujer estaba enojada, usaba el látigo sin titubear.
–¡Mírenla! ¡No hay ni rastro de ceniza sagrada en su frente!
–¿Qué dirán los vecinos? –dijo la tía.
–¡Ven acá, ingrata! ¡Apresúrate!
La niña se acercó sin decir palabra; la madre, la tía, las hermanas, todos los que pasaban por la calle se metieron en el asunto, gritando a porfía, injuriándola.
–¡Está embrujada! ¡Mírenla!
–¡Tomó alguna droga de los blancos!
–Está bajo el poder de alguna brujería; los blancos tienen poderes mágicos. Les basta decir unas palabras para atraer a nuestros hijos. ¡La han seducido!
–¡Que sienta el rigor del látigo!
Y todos decían a coro:
–La criatura que no teme la mirada severa, ¿temerá la mano que castiga? No importa, la sentirá. La ramita que no fue doblegada en sus primeros años, ¿lo será más tarde? El toro que no fue domado, ¿será capaz de trabajar?1)
Al fin, exasperada por el silencio de Mimosa, la madre la llevó y le dio la paliza tan deseada por las vecinas. La pequeña lloró en silencio sin comprender nada. En vano había tratado de explicar sus sentimientos. ¿Qué había intentado hacerles comprender? Era tan difícil decirlo. Algo había sucedido en su corazón de niña esa tarde en que por primera vez oyó hablar de un Dios viviente, un Dios de amor a quien podemos llamar Padre, un Dios que creó todas las cosas en el universo, el sol, la luna, las estrellas; y lo más maravilloso aún, ahora comprendía que ese Dios la amaba. Aunque no habíamos tenido tiempo para hablarle detalladamente del Señor Jesús y explicarle su obra en la cruz, había comprendido algo de su amor infinito. Lo había sentido como se siente un gran amor y su corazón había respondido; ahora amaba a Aquel que es amor, aunque ignoraba completamente cómo ese amor fue revelado a los hombres. Pero, como aquel día, cuando volvió a casa con su padre, perdía su mirada en las profundidades del cielo luminoso cuyo brillo la envolvía totalmente, ahora sentía que el amor de Dios la envolvía de la misma manera. Tratar de expresar esos sentimientos en nuestro lenguaje corriente sería como sondear un océano sin límites.
Ese día, Mimosa había comprendido algo del amor divino y eterno. Este libro es, pues, la historia de un alma que ha sido colmada por el amor de Dios.
No habíamos tocado con ella la cuestión de las cenizas de Siva con las que todo niño hindú debe frotarse la frente. Pero al día siguiente de su visita a la misión, cuando le presentaron, según las costumbres de la familia, el canasto que contenía el símbolo sagrado, lo rechazó instintivamente sintiendo que no podía conformarse más con el rito habitual. Esas cenizas significaban obedecer a Siva, y Siva no era más su dios. Ella tenía ahora otro Dios: «El Dios de amor».
Este inexplicable rechazo primero dejó perpleja a su familia, luego, los enojó mucho. La canasta que contenía las cenizas traídas del templo por su padre, una vez al mes, estaba suspendida de una viga de la pieza principal; cada mañana, el padre y los hijos se frotaban con ellas la frente, los brazos y el pecho, mientras que madre e hijas sólo se untaban la frente. No podían franquear el umbral de la puerta sin la ceniza en sus frentes.
Un día o dos toleraron la actitud de Mimosa; pero, aprovechando la ausencia del padre, que era menos estricto, las mujeres decidieron ponerle fin. Se burlaron de ella, la despreciaron ante todos, y aunque Mimosa trató de explicarles el porqué de su rechazo, no pudo persuadir a nadie con su lógica infantil. Muda ante tanto desprecio, les respondió con una mirada demasiado seria para esos ojos de niña; mirada que las mujeres ni siquiera trataron de comprender.
Finalmente los que la rodeaban concluyeron en que Mimosa actuaba con toda evidencia por maldad o por algún poder de brujería. Sólo el látigo tendría más poder que esa conducta tan irracional para su familia. Y Mimosa tuvo que pasar por esa dura experiencia.