Mimosa

La joven hindú

Parpom

Pasaron los años. Mimosa había crecido. Ya no era la niña a la que habíamos conocido. Había llegado el día de su casamiento y todo estaba listo para la ceremonia.

Temprano en ese caluroso día, se hallaba junto al pozo de agua, con sus cabellos negros primorosamente arreglados, como es la costumbre hindú, con sus vestidos de brillantes colores y las numerosas joyas que llevaba. Más que nunca se parecía a un pájaro de hermoso plumaje. ¡Qué cuadro iluminaron los primeros rayos de sol!

Mimosa, con toda la gracia de sus diecisiete años, apoyada contra el brocal del viejo pozo, se destacaba sobre el gran cielo azul.

Sin embargo, aquel cuadro no tardó en ensombrecerse por rumores de mal augurio. Decían que Mimosa era pobre, y era verdad. Su marido, aconsejado por su hermano mayor, había engañado a la madre de Mimosa; no sólo no poseía nada, sino que estaba lleno de deudas.

En la familia de Mimosa era costumbre que el novio ofreciera a su futura esposa una tierra de valor. Él cumplió su promesa; pero era todo lo que poseía, y la madre de Mimosa lo ignoraba totalmente.

Mimosa fue a vivir con su esposo. Cuando él estaba a su lado, ella hacía lo que quería con él; según su expresión, «besaba el suelo donde ella caminaba». Sin embargo, por desgracia, el esposo siempre dejaba a su esposa para ir con su hermano mayor, quien quería tomar las riendas del nuevo hogar. A Mimosa, quien tenía mucho carácter, no se le imponía silencio fácilmente.

–No dormiré tranquila mientras debamos aunque más no sea un centavo –dijo.

–¡Qué absurdo! ¿Por qué no dormirías? ¡Estás loca! –exclamó su marido escandalizado.

En cuanto a los vecinos, aunque se quedaron tranquilos por un tiempo, no olvidaron que Mimosa no adoraba más a los ídolos. Estaban seguros de que algo malo iba a suceder, y que esta unión sería un desastre. «Parpom» –repetían–, es decir, «ya veremos». Y diciendo esto, extendían las palmas de sus manos en una forma imposible de describir, como si quisieran ahuyentar la mala suerte.

Entonces el hermano mayor, lleno de buena voluntad, vino a ayudarlos. Si Mimosa pensaba así, no tenían más remedio que vender el lote de tierra que su marido le había dado. Ella consintió en el acto. Su cuñado se prestó para la transacción… y no perdió nada en el negocio. Pero no se puede vivir sin tener una propiedad. Mimosa propuso a su esposo algo que lo trastornó.

–Trabajemos –sugirió.

Su esposo la miró con una mezcla de dolor y admiración. Con su rostro animado, sus brillantes joyas, sus bonitas manos y pies, sus brazos y tobillos adornados con anillos y campanillas que sonaban a cada movimiento, era verdaderamente seductora. A pesar de su encanto, le pareció que su mujer tenía ideas extrañas.

¿Qué le proponía? ¿Trabajar? Jamás se le había ocurrido algo semejante. ¡Qué monstruosidad! ¿Qué importaban las deudas? Los hijos podrían pagarlas. ¿Los intereses? Podían dejar que se acumularan.

Hasta entonces, el marido había dejado que las cosas marcharan lo más tranquilamente posible. El hecho de tener deudas lo hacía más importante a sus propios ojos. Si uno no tiene deudas, se sobreentiende que nadie confía suficientemente en él como para prestarle algo. Por consiguiente, se vuelve una persona con poco crédito. ¿Debía perder su prestigio a causa de la nueva opinión de su mujer? Incapaz de resistirle, consintió en trabajar.

Su hermano sugirió un comercio. Esta idea le gustó. Estar sentado detrás del mostrador esperando a los clientes, ¡qué vida más dulce! La sal se vende bien, ocupa poco lugar, y la venta es segura. Así, pues, aceptó. Pero, hasta para eso se necesita dinero. ¿Cómo obtenerlo? Al hermano complaciente se le ocurrió que Mimosa podía vender sus joyas. Eran las de su dote, para la compra de las cuales su padre había ahorrado cuidadosamente durante años. Tenía un collar de oro de considerable valor. Vendiéndolo podría comenzar el comercio.

Mimosa se separó de todas sus joyas a fin de ganar su vida con honradez. Perdió todos sus tesoros. Su cuñado sabía cómo hacer las cosas. En vano trató Mimosa de volver a tomar posesión de lo que le había pertenecido.

Aumentaba la miseria. ¿Qué le sobrevendría? Juntó lo poco que le quedaba y lo trajo a su madre, pues ni su esposo ni su cuñado eran dignos de confianza. Su madre prometió entregarle cada mes una suma mínima a cambio de ese depósito. Pero llegado el día, la madre no quiso.

–¿Diste todas las joyas de tu dote? ¿Hasta el collar de oro? No eres digna de ser mi hija. No recibirás auxilio de mi parte. ¡Que tu Dios te ayude!

En el pueblo, al oír estas cosas, sonreían, diciendo:

–¿No habíamos dicho «parpom»?