Mimosa

La joven hindú

El remedio mágico

En aquella época, Mimosa y su esposo eran muy pobres. Por lo tanto, cuando él estuvo bastante bien como para hacer un trabajo ligero, ella le suplicó que aceptara lo que le ofrecían, pues ella se sentía sumamente cansada. El marido ya veía lo suficiente para realizar aquella tarea. Debía acompañar a un pariente que iba a uno de esos lugares santos al sur del país. Era un lugar magnífico; un viento fresco soplaba desde las colinas, numerosos peregrinos iban a buscar allí la purificación de sus pecados bañándose a diario en las aguas de una cascada. Emocionantes escenas se desarrollaban constantemente en las pintorescas riberas del arroyo. Era un espectáculo tristísimo ver a esos pobres ignorantes que creían que podían expiar el pecado de sus almas purificando sus cuerpos.

El marido de Mimosa se bañó como los demás, pero sin pensar ni siquiera por un instante en sus pecados. Para él, como para todos los peregrinos, el pecado consistía solamente en las involuntarias contaminaciones exteriores, como tocar alguna persona de otra casta aunque sea por compasión. En cambio, su egoísmo y su pereza no eran para él nada malo.

–Quizá, entre todos ellos se encontrara uno de mil que tuviera un espíritu más iluminado –dijo cierto peregrino quien, tras buscar largo tiempo, terminó por hallar el perdón, la purificación y la paz.

En aquel lugar de peregrinaje, el marido de Mimosa encontró un brujo, el cual le dio un remedio mágico. Era algo pegajoso, negro como tinta de imprenta, envuelto en la hoja de un árbol.

–Traga la tercera parte de esto con un pedacito de hoja durante tres días seguidos. Después, durante cuarenta días comerás en una olla nueva, con una cuchara de madera también nueva. A los cuarenta días tus ojos estarán curados.

Y fue así. El marido de Mimosa volvió curado de su viaje. La India es el país de la sugestión y de la autosugestión.

Cuando volvió, tuvo mucho que contar acerca de las propiedades de esa medicina. Y las vecinas de Mimosa tenían mucho que decirle:

–¿No te dijimos que todas tus desgracias se acabarían si tuvieras el buen sentido de tu marido? Míralo, ya está bien, ¿por quién? ¿con qué? Y tu pequeño Mayil, ¿dónde está? Si hubieses utilizado la cabeza, si hubieses escuchado nuestros consejos, ¿no estaría ahora en tus brazos? Es tu culpa si ya no puedes estrecharlo contra tu corazón. Debes ser una mujer sin corazón por rechazar lo que hubiese salvado la vida de tu hijo. ¿No te lo dijimos? ¿No te lo repetimos? ¿Por qué rechazas las costumbres de tu país?

Y siguieron de esa manera hasta que Mimosa se cansó.

Mucha gente instruida tiene fe en esos talismanes, sortilegios y otros inventos. Hombres de negocios afirman que por la virtud de cierto talismán, aumentaron sus ganancias. Otros dicen haber ganado procesos por ese medio. Los médicos de dos maharajaes muy conocidos aseguran que el talismán curó varias enfermedades. Un niñito de la edad de Mayil no murió gracias a un talismán.

Al escuchar estas afirmaciones, Mimosa meditó largamente. Cuán terrible era para ella pensar: «Si tan sólo hubiese hecho esto o aquello…» ¿Quién puede comprender tanto dolor? ¿Se habría equivocado? ¿Era verdaderamente culpable de la muerte de su hijito? Sin embargo, no se quedó mucho tiempo con esa duda. No comprendía muchas cosas, pero sí sabía una cosa: su Dios era el verdadero Dios, por lo tanto era todopoderoso y todo le estaba sujeto. Los encantamientos eran inferiores. ¿Para qué dirigirse a lo inferior cuando podía hacerlo a Quien está por encima de todos? ¿Llamaría al siervo cuando podía recurrir al dueño de la casa?

–Yo no sé nada de estas cosas, Padre mío –dijo–, pero me basta con depositarlas en sus manos. Y prosiguió su camino en paz.