Mimosa

La joven hindú

¿Es Mimosa?

Yo estaba en un apartado rincón de la misión, cuando un niño llegó corriendo para anunciarme la llegada de Mimosa. Mientras atravesaba apresurada el patio recordaba del pasado una jovencita, delgada, con su traje anaranjado y carmesí, con lindos anillos de plata en los brazos. Recordaba sus ojos negros que trataban de sonreírme a través de sus lágrimas, y sus pequeñas manos que nos decían adiós. Los veintidós años pasados parecían nada más que veintidós minutos: ¡Mimosa había vuelto!

–¿Dónde está? –pregunté al niño que corría a mi lado.

–En la galería, con Star.

Un instante después, llegué. Delante de la puerta estaba el hermano de Mimosa; al verlo experimenté dos sentimientos contrarios: tristeza y alegría, pero el primero prevaleció.

–¡Oh, Siervo de la justicia! (era el nombre que recibió el día de su bautismo), ¿eres tú?

Entonces la mujer que estaba a su lado se volvió bruscamente, una mujer vieja, muy vieja, y ¡tan cansada! ¿Mimosa? ¿Era realmente Mimosa? La jovencita de vestido rojo, de joyas relucientes, de brillantes ojos negros, ¿dónde había quedado?

Un momento después estaba en mis brazos como una hija perdida durante mucho tiempo y al fin hallada. ¿Lágrimas? Sí, las hubo. ¿Quién las hubiera podido retener? A través de las mías, vi una mujer tan gastada, que parecía ser mucho mayor que yo.

A su lado estaban dos varones robustos y hermosos, pero muy cansados; apretaba en sus brazos un bebé que no quería saber nada de nosotros. Sus señales de protesta cuando nos acercábamos a él brindaron alguna diversión; su madre se secó los ojos con el revés de la mano, consoló al bebé y la tranquilidad reinó de nuevo.

Al principio, no se podía recordar en ella a la jovencita de antes, salvo sus dulces ojos negros, pero poco a poco, a medida que descansaba, volvimos a encontrar en ella lo que nos era tan querido y familiar. Sus modales no habían cambiado, su inteligencia era vivaz, tenía la misma comprensión de las cosas espirituales que nos impresionó en las dos hermanas. Su aire avejentado ocultaba estas características. Star, quien tenía dos años más que ella, parecía mucho más joven. Había estado cuatro veces a las puertas de la muerte. Los médicos creían que no sobreviviría; sólo nuestra confianza en Dios nos sostuvo. Star nunca sería muy fuerte, pero al lado de Mimosa, tan gastada y cansada, parecía como si su vida se hubiese deslizado sobre aguas tranquilas. Sin embargo, los ojos de Mimosa hablaban de victoria y de paz: «Como muertos y he aquí vivimos».

¿Qué será de tales seres cuando se hayan revestido de la inmortalidad? Liberados de todas sus trabas, la vida del Espíritu aparecerá entonces en todo su esplendor. ¿Cómo será para ellos cuando, escapando del tiempo y del espacio, se encuentren en lo infinito? Les “será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Salvador Jesucristo” (2 Pedro 1:11). ¡Qué contraste entre las pruebas y los dolores de la vida terrenal y la alegría que llenará las moradas eternas!