El filo de la espada
Lentamente pasaron los meses. Mimosa tuvo que volver al trabajo; de otro modo, se hubiera acabado el alimento para la familia. Su esposo, tendido todo el día en la estera, era una boca más para alimentar. Se podía confiar en Kinglet, quien lo cuidaba y también se ocupaba de Mayil y Music mientras la madre estaba ausente.
Un día, los hermanos de Mimosa visitaron a la hermana mayor, una viuda que vivía no muy lejos, y se llevaron al pequeño Mayil para pasar el día con ellos.
Al atardecer, cuando Mimosa regresó para preparar la cena, de repente se sintió terriblemente angustiada por su hijo. Entonces corrió a casa de su hermana y, forzando la entrada entre la gente reunida allí, encontró a sus hermanos haciendo una partida de cartas tranquilamente, mientras que, en un rincón de la habitación, su hijo se retorcía presa de horribles convulsiones.
–¿Cómo pueden jugar tranquilos cerca de mi hijo que se muere? –exclamó dirigiéndoles una mirada llena de indignación. Y huyó llevando en brazos el cuerpo ya casi rígido de su pequeño.
Nunca supo lo que sucedió, y los que lo supieron nunca se lo dijeron. Durante quince días el niño estuvo a las puertas de la muerte; luego se produjo una pequeña mejoría. Pero estaba tan débil que los vecinos, al ver la inquietud de la madre, le suplicaron que ofreciera a los dioses un pollo y unas nueces de coco. Es tan poca cosa, decían, que ella no lo negaría. Le predijeron la muerte del niño si no lo hacía. Luego observaron cómo se arrodilló delante de su Dios, el Dios invisible, el sólo verdadero Dios, según decía ella.
–Sin duda no te oye, o si te oye, no se preocupa por intervenir –repetían–, pues tu Dios no te socorre. Se esconde en su lejano retiro donde las oraciones no llegan si no están acompañadas por ofrendas.
No había médico, ni hospital misionero en aquella región, ni ningún otro lugar donde una criatura pudiese ser atendida como correspondía. Mimosa, pues, no podía contar con ningún recurso. El pequeño Mayil quedó tendido, con sus deditos en la boca, como siempre lo había hecho, a manera de consuelo; su madre, mientras tanto, con el corazón angustiado, no veía que recobrara fuerzas. Con gran pesar, Mimosa tenía que dejar al niño para ir a trabajar y ganar algunas rupias para dar de comer a su familia. Durante su ausencia, inquieto, suspiraba por su madre. ¡Oh, si pudiera reponerse pronto! ¡Entonces lo llevaría consigo! ¡Qué horrible era abandonarlo así, sabiendo que la echaba de menos todo el día!
Sucedió entonces lo más triste de esta historia. Mayil parecía estar en vías de recuperación cuando una vecina sagaz aconsejó a su madre darle dos huevos de pata preparados según una receta casera. Con esto se recuperaría completamente, le aseguró. Mimosa, impresionada por el aplomo tan seguro de la mujer, creyó hacer bien escuchando los consejos, e hizo comer al pequeño la mezcla preparada. Casi esperaba ver volver instantáneamente las fuerzas del niño. No fue así. Se le declaró una crisis de disentería y el estado de Mayil empeoró de hora en hora.
Para colmo de males, comenzaba la estación de las lluvias. El techo de la casa que necesitaba urgentes reparaciones empezó a gotear y las paredes de barro se derrumbaron una tras otra. Mimosa no recordó nunca cómo su esposo pudo salir vivo de allí. Bajo un fuerte chaparrón tuvo que buscar adonde ir. Cerca de su casa vivía su hermana viuda. Ésta no amaba a Mimosa a causa de su fe. Sin embargo, temiendo las críticas de los vecinos si se negaba a socorrer a su hermana en tales circunstancias, abrió la casa a los desventurados. Además de trabajar para el sustento diario, Mimosa tuvo que reparar su casa. Poco a poco, juntó el barro caído y volvió a levantar las paredes. Y eso lo cubrió con hojas de palmeras.
Pero antes que terminara su tarea, tuvo que admitir que su pequeño Mayil se moría. Entonces, tomó al niño en sus brazos con toda la ternura de una madre y le dijo:
–Escucha, querido, yo te enseñé a orar. ¿Quieres que ahora yo pida a Dios que no sufras más?
Oró, pues, diciendo:
–Está bien, ¡oh Dios! todo lo que usted haga está bien.
Mayil no dijo nada; estaba acostado con sus dos deditos en la boca. Era su costumbre cuando necesitaba consuelo. Así fue cómo el Señor Jesús lo llevó tiernamente a Él.