Mimosa

La joven hindú

Mayil

Su segundo hijo, un niño precioso, nació dos años después de Kinglet. Lo llamó Mayil, que significa: «Pavito real». Esa gente tan amante de los colores vivos no piensa en la vanidad. Para ellos, el pavo real representa sencillamente la hermosura. Mimosa lo llamaba a veces: «Mi hijo dorado», pues la piel aterciopelada de esos pequeños indígenas es más bien dorada que morena. Parece desprenderse de ella una cálida luz, como la del sol a través del agua sobre las piedras amarronadas.

Los ojos de Mayil, con sus largas pestañas arqueadas y su pequeña boca de labios rojos, lo hacían aún más hermoso. ¿Qué podría importarle ahora a Mimosa el desprecio del pueblo? Durante seis meses cuidó a su pequeño tesoro, llevándolo con ella a los campos, suspendiendo su hamaca en la rama de un árbol, y dejando su trabajo de vez en cuando para atenderlo. El niño crecía al aire puro, rodeado del amor de su madre.

Luego llegó la estación de las lluvias y Mayil ya no pudo ir con su madre. El mayor tenía ahora dos años y medio. Cuando Mimosa terminaba de poner la casa en orden, ponía a Mayil en su hamaca, ataba una cuerda, colocaba una almohada en el suelo, un tazón de arroz al lado de Kinglet y le decía:

–Toma, pequeño, siéntate acá; aquí hay arroz, come cuando tengas hambre. Si tu hermanito llora, mira, aquí hay una cuerda, podrás balancear su hamaca y se callará. Sé muy bueno hasta que yo vuelva.

¿Qué otra cosa podía haber hecho? Con el corazón lleno de dolor, se iba al campo, y desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde los dos pequeños permanecían solos.

Mojada de abajo arriba, rendida por el cansancio, Mimosa dejaba el trabajo a la puesta del sol y corría a buscar a su bebé. Pero esas nueve largas horas pasadas sin tomar alimento iban debilitando mucho al pequeño; las lágrimas de la madre corrían mientras lo apretaba entre sus brazos tratando de hacerle olvidar lo que le había faltado.

Fue así todo el tiempo de la estación lluviosa. Ni una vecina, ni un pariente se ofreció para cuidar de esos pequeñitos mientras Mimosa estaba ausente. No se extrañó por ello. No era como ellos, y esta razón le bastaba. ¿Por qué la ayudarían? No era de los suyos. Estas experiencias habían dejado en su rostro una expresión de notable paciencia. Hacía pensar en la tranquila hermosura del valle inundado por el sol poniente mientras las montañas se cubren de nubes doradas.

La salud del pequeño Mayil se resintió por esos largos días pasados lejos de la madre. Era tan frágil como una flor exótica trasplantada en un terreno extraño. El niño era grande, delgado, y sus ojos brillaban como estrellas. Nunca quería dejar a su madre; cada vez que ella se alejaba, el niño se aferraba a ella sollozando. Mimosa temía separarse de él, aunque fuese por una hora. Cuando Mayil fue bastante grande como para sentarse a su lado mientras ella trabajaba en casa, estaba feliz, con tal de que pudiera tener la punta de su sari entre sus deditos.

Alegre como un pajarillo, tarareaba pequeñas canciones que él mismo improvisaba.

–¿Qué clase de arroz comeremos hoy mamá? –preguntaba. Luego empezaba a canturrear.

–¿Qué cantas Mayil? –le preguntaba ella.

–La canción del arroz.

Luego tomaba tres piedritas como las que la mamá colocaba debajo de la olla para cocer la comida.

–Mira, yo también cocino el arroz, soplo el fuego, lleno la olla y lo cocino cantándole.

Y haciendo eso era feliz porque estaba a su lado.

–Sin mí, no sabría vivir –pensaba muchas veces su madre.

Mayil caminó tarde. Para obligarlo a hacer los primeros pasos, alguien sugirió que plantaran sus piernitas en la tierra como dos pequeños troncos de árbol.

–Plántalo profundamente –le dijeron–, que sus rodillas estén tapadas; aprieta la tierra para obligarle a mantenerse derecho. Finalmente caminará.

A Mimosa le pareció que este procedimiento era muy cruel; prefirió unir algunas tablas con las que hizo un carrito que el niño aprendió a empujar delante de él.