Mimosa
Estaba de pie al sol de mediodía cuando la vi por primera vez, radiante en su sari1) rojo y anaranjado, los brazos adornados con pulseras pulidas, como los usan las mujeres hindúes. Parecía un pájaro de los bosques, tan perfecta era la armonía de sus formas y colores; en sus ojos grandes y dulces se leía algo de lo que escondía su alma de niña.
Estaba de pie a la puerta de la casa misionera, aquí en Dohnavur, acompañada por su padre. Les dimos la bienvenida con alegría, pero también con cierto temor, pues ese hombre, un hindú alto y de mirada penetrante, nos causaba inquietud. Hacía algún tiempo había consentido dejar a su hija mayor, Star, para ser educada en nuestra casa; pero tenía todo el derecho de llevársela cuando quisiera.
Ese día, nuestro amigo el señor Walker fue a su encuentro con un gesto amistoso de bienvenida, pues darle un apretón de manos era imposible; habría significado una mancha para el indígena.
Los dos hombres pasaron al escritorio para conversar, mientras que me quedé con las dos niñas. Poco tiempo después, nos llamaron. La escena que contemplamos durante media hora nos llenó de angustia. Como en sus visitas anteriores, el hindú se levantó, fue hacia su hija mayor, extendió la mano para tomarla y llevársela, pero su brazo volvió a caer con una lasitud incomprensible. En otras ocasiones se había ido sin más; esta vez, en cambio, no pudo contenerse y exclamó:
–¿Qué pasa? ¿Qué fuerza es ésta que me impide llevar a mi hija? Es como una parálisis que se apodera de mí…
–El Dios del cielo y de la tierra puso su sello sobre esta niña –le respondimos–, y su voluntad es que aprenda a conocerle.
El padre se sometió ante estas palabras permitiendo que la niña se quedase todavía con nosotros; pero no quiso dejarnos a la pequeña Mimosa. Con respecto a Star, observábamos escrupulosamente las costumbres de su casta, pues no podíamos actuar de otro modo frente a las ideas religiosas de su familia. Habríamos hecho lo mismo con la hermana menor, pero nos encontramos con un rechazo absoluto.
La niña, que había oído algo del amor de Dios durante ese día y que deseaba ardientemente saber más, suplicó:
–Padre, déjeme solamente algunos días para comprender un poco, sólo un poco, y luego volveré a casa.
–¡Qué locura! ¿Quieres avergonzarme? ¿No es suficiente el tener una hija aquí?
Todo el miedo que le tenía a ese padre severo, todo su temor de ofenderlo desaparecieron, y en su sed de saber, rogó otra vez:
–¡Oh padre!, ¡Padre!
Más indignado aún, el hombre repitió:
–¡Basta de avergonzarme, mira tu hermana! –y la aterrorizó con una mirada enfurecida.
Hubo un momento de doloroso silencio. Luego, mientras los despedíamos, Mimosa estalló en sollozos. Dieron unos pasos, la niña se volvió y, secando sus lágrimas, trató de sonreír…
Aunque han pasado veintidós años desde entonces, siempre me acuerdo de esa sonrisa y aquellos hermosos ojos negros mirándome a través de las lágrimas.
Ese día retomamos nuestro trabajo luchando contra la tristeza que nos embargaba. Mimosa era excepcionalmente inteligente; había escuchado con tanta atención, con tanto interés lo poco que pudimos contarle, que sólo nos restaba apoyarnos en las palabras de Aquel que dijo: “Dejad a los niños venir a mí”. El padre, ¿la dejaría venir?
Si al menos hubiéramos tenido tiempo para hablarle más del amor divino. ¡Imposible que recordara lo que había oído! ¿Imposible? La palabra imposible no existe para Dios.