Mimosa

La joven hindú

El torito gris

Un día, mientras Mimosa me contaba sus experiencias y su vida pasada, de repente expresó: «Entonces el torito gris se fue al cielo». Sabía algo de ese lugar, de sus puertas de perlas, sus muros, sus calles de oro puro, su río y árbol de vida. Este cuadro de hermosura y de gloria había llamado la atención de esta joven. Veía en la imaginación al toro hollar las calles de oro, como en la India hollaban las calles de las ciudades y los pueblos. Y como en el cielo había un río y árboles, pensó que sin lugar a dudas había campos y toros. «Sí», continuó diciendo con tono soñador y como reviviendo aquel atardecer, «hace mucho tiempo, en un día muy triste para mí, estaba trabajando en un campo de propiedad de mi madre; ese campo se llamaba ‘el campo del agua preciosa’ pues cerca había agua donde los obreros podían refrescarse; en ese lugar el algodón siempre crecía más abundante. Yo también encontré en aquel campo el agua preciosa para calmar mi sed, no el agua de la tierra, sino el agua de vida. Allí fue donde mi verdadero Dios me habló y me enseñó algo más de su amor.

»En esa época las plantas de algodón eran jóvenes todavía. Colgué la hamaca de mi bebé en una rama de acacia que estaba cubierta de flores amarillas, estas bolitas amarillas de olor tan suave.

»El usufructo de ese campo me pertenecía durante un año y la venta de sal prosperaba. Compramos un par de toros para el arado: uno era gris, el otro color marrón; fue el gris, Mylo, el que Dios nos quitó.

»Pero antes habíamos ganado mucho dinero gracias a él. Yo cultivaba el campo sin hacerme ayudar por perezosos boyeros. Con mis propias manos cuidaba las plantas, juntaba el algodón y lo cardaba. De esa forma toda ganancia era para nosotros. Aquel año, la cosecha fue más abundante que nunca y todo el mundo se asombró. Mi esposo quiso que el dinero de la primera venta se destinara a la compra de mis pendientes, y yo consentí en ello.

»Después, una tarde, sin que supiéramos por qué, Mylo, el toro gris, no quiso comer, se echó y murió. Estuvimos muy afligidos pues era una gran pérdida para nosotros; ¡habíamos hecho tantos proyectos!

»Aquella tarde, en ‘el campo del agua preciosa’, pensaba tristemente en esas cosas, cuando de pronto, me vino un pensamiento como si fuese una luz reveladora: todo lo que Dios, en su bondad, hace para sus hijos ¿acaso no es bueno? Entonces esto también debe ser bueno. Si Mylo viviese, ¿no estaríamos tentados a agregar campo tras campo y enmarañarnos en el amor a las cosas terrenales? Pensé luego en el hermano mayor de mi esposo, ¿no hubiese querido manejar él la situación? Hubiéramos tenido peleas, y caído en nuevas desgracias. Dios, en su sabia previsión, ¿no prepara el camino de los suyos para que no caigan en la red del enemigo?

»La pérdida de Mylo era, pues, una bendición y debíamos aceptarlo con tranquilidad. Admiré la sabiduría de Dios y me acordé de lo que decía la anciana abuela: ‘Serás maravillosamente conducida, hasta en los más pequeños detalles’».

El esposo de Mimosa tomó este contratiempo con calma; para él era la suerte, y la suerte nunca le había favorecido. Además, poseer campos significaba trabajo, y el trabajo no era de desear. Ahora estaban tranquilos. Ella, tan activa y emprendedora, al principio sintió mucho esta pérdida, porque en aquel momento aún no sabía de esa gracia de Dios tan maravillosa que nos vuelve capaces de atravesar pruebas temporales, de manera que al final no perdemos nada de los bienes eternos. Así, pues, este pensamiento fue para ella como una verdadera luz; entonces pudo recordar agradecida al pequeño toro gris y la lección recibida por su medio.