Mimosa

La joven hindú

Un vistazo al pasado

Durante los días siguientes pudimos disfrutar de largas conversaciones; eran como miradas a través de ventanas abiertas al pasado. No creo que en la India se mire con frecuencia de esa manera en la vida de alguna persona. Cierta timidez se desliza, como si se hablara detrás de un vidrio. Así que es poco lo que se puede ver de esas vidas. Estamos, pues, agradecidos por haber podido acceder, aunque no mucho, a la intimidad de un alma.

Al recordar esas pláticas, me pareció que se nos había comunicado algo desconocido; era una historia demasiado hermosa para guardarla sólo para nosotros.

Una tarde, estábamos sentadas en una roca, mirando en silencio los tintes rosados del sol poniente que se extendía sobre las montañas. Le pregunté a Mimosa cómo logró saber lo que debía hacer y lo que no debía hacer en cada circunstancia de su vida, mientras que actuando en contra de su conciencia, se hubiera allanado considerablemente el camino. ¿No hería siempre a los que la rodeaban con principios que no podían comprender?

Las festividades, por ejemplo, son para los hindúes como la trama de una alfombra, de tal modo que sin ellas no existen ni la religión, ni las costumbres, ni todas esas cortesías que hacen agradables sus vidas, como los colores y los diseños que adornan la alfombra. ¿Cómo concebir la vida de los hindúes sin esas festividades? ¿Cómo dejarlas de lado sin ofender a su prójimo?

–Cuando Kinglet era todavía un bebé –contó Mimosa–, mi cuñada me rogó que la acompañara a una fiesta en el templo. Todos mis vecinos y familiares iban, yo también fui. Hubo mucho ruido y algarabía; al atardecer, el ruido del tambor y otros sonidos extraños me dieron tan penosa impresión que no volví nunca más.

–¿Y las ceremonias y las fiestas de familia?

–Asistía a ellas cada vez que podía. Pero durante los ritos y las ceremonias del Rincón, cuando las mujeres balanceaban los incensarios, yo me quedaba afuera. Esperaba a que colocaran las cenizas de Siva en sus frentes y volvía hacia ellas para demostrarles que, a pesar de todo, las amaba.

De esa manera solía obrar Mimosa. No supo explicarme por qué sintió que le era posible asistir a ciertas ceremonias. Solamente me dijo que no se sentía a gusto en esos medios, le daba la impresión de ser una extranjera entre ellos.

Nosotros los cristianos poseemos la Palabra de Dios como guía de cada día; Mimosa no tenía Biblia, ¿cómo pudo seguir el camino sin perderse?

Mientras conversábamos, el sol se puso, y el cielo mantuvo un tinte rosado; una sola estrella iluminaba el espacio con su claridad. Pensé que Mimosa había tenido también una estrella para guiarla, y muy brillante, por cierto. Aquellas palabras preciosamente conservadas en su corazón, las que le habían revelado el amor de Dios para con ella, fueron suficientes para protegerla en medio de tanto peligro; le dieron gozo y esa paz que sobrepasa todo entendimiento.