Mimosa

La joven hindú

El regreso de Mimosa

Cierto día recibimos una carta de Mimosa en la que nos decía: «Les ruego que me vengan a buscar, puedo ir». ¿Cómo era posible? ¿Qué había sucedido?

Mucho tiempo después, supimos cómo Mimosa había hecho el viaje de regreso a su casa. No nos había dicho que se iba sin un centavo. Después de su salida, sentimos temor y mandamos a un empleado tras ella con lo necesario para que pudiera llegar a su casa. Pero él no se dio prisa y no la encontró.

Durante el primer tramo fue bien, pues uno de nuestros familiares la acompañó. Pero cuando la dejó, después de recorrer aproximadamente 25 km en carreta de bueyes y en tren, todavía le quedaban unos 8 km que caminar, llevando al bebé y un paquetito de ropa. De repente se sintió muy cansada. Se sentó a la vera del camino, sola, desolada, pues una mujer hindú nunca se queda sola en una ruta. Su hermano, al que había pagado para que la acompañara, se había vuelto una semana antes.

–Padre –dijo levantando los ojos al cielo–, estoy cansada, gasté todo lo que tenía para llevar a mis hijos a Dohnavur, no puedo tomar una carreta. Usted sabe que debo volver a casa. En su gran bondad, deme la fuerza para seguir caminando.

Se quedó unos instantes allí, repitiendo en voz baja: «¡Padre, padre!». Esta palabra le trajo consuelo; se levantó, caminó lentamente deteniéndose de cuando en cuando, para llegar, al fin, andados los 8 km. Ya sin fuerzas, se recostó sobre su estera, su bebé a su lado, suspirando por un vaso de agua.

Poco después, para su gran alivio, vio entrar a una parienta que supo de su regreso. Emocionada al ver a Mimosa en ese estado, sacó agua, encendió el fuego y preparó la cena.

Desde su estera Mimosa la observaba. Aumentaba la oscuridad y, junto con su fatiga, aumentaba su tristeza. Pronto la casa quedó oscura, excepto la luz del pequeño fuego hecho con las ramas que había preparado antes de irse. Se sentía en una oscuridad completa, le faltaba su pequeño Music; el bebé estaba cansado y rezongón. ¡Pobre niño! Normalmente no era así, pero había soportado tanta rudeza últimamente. El cansancio de la madre era más grande aún, pero en el fondo de su corazón se alegraba al pensar en sus hijos. «¡Si pudiera estar segura de verlos al menos una vez al año!», había dicho a Star en un momento de debilidad. Pronto se había serenado, porque sabía que le sería imposible. Sus hijos conocerían la verdad y podrían ser felices, ¿qué importaba todo lo demás? Estaría junto a ellos con el pensamiento, con amor, imaginando sus ocupaciones. Una vez más los encomendó en las manos de su Padre celestial, de la misma manera que lo había hecho tantas veces, lo cual traía paz a su corazón: «Para usted, padre». Con estas palabras expresaba lo que siente un niño que aprendió a dar algo que quisiera conservar.

Al día siguiente le trajeron a «El que trae suerte». Este hombrecito tan decidido había resuelto volver a su madre y esta voluntad allanaba muchas dificultades.

Los días pasaron, y como el marido hacía caso omiso de su mujer, ella dedujo que no quería reconocer como propia a una mujer con tendencias religiosas tan extrañas para su entorno. Ésta fue la razón por la cual se sintió libre para reunirse con nosotros. Poco a poco una idea se forjó en su espíritu: iría a Dohnavur y aprendería a leer. El Libro divino no sería letra muerta para ella. Encontraría esa agua viva por la cual suspiraba tanto. Entonces, decidió escribirnos.

En cuanto recibimos su carta, enviamos a nuestra fiel compañera Perla a buscarla; ésta trabajaba con nosotros desde hacía casi treinta años.

Volvió con Mimosa, su fuerte hijo de cuatro años, su bebé de diez meses y una pobre sobrinita abandonada que Mimosa había recogido.

–No la podía dejar –nos dijo–, puesto que no podría abandonar ni siquiera a un perrito vagabundo.

La alegría de Mimosa al estar con nosotros estaba empañada por el temor, pues le parecía que no podía durar tanta felicidad. Pasó un mes antes de que desapareciera su inquietud.

Un día, su marido vino a visitarla a Dohnavur. Ella le dijo que volvería a casa, si él lo deseaba, cuando supiera leer, ya que no quería estar más tiempo sin poder leer la Biblia. Había vivido muchos años andando a tientas, ciega, tropezando. Ahora sus ojos se abrían, quería ver, y ver con claridad. Cuando estuviera lista, volvería.

Aunque su marido no aprobaba esta decisión, la dejó libre y se fue. Desde entonces, la esperanza de Mimosa fue que su marido volviera y deseara aprender él mismo.

El había observado con asombro que allí reinaba la alegría. A su llegada, había encontrado a sus hijos jugando. Kinglet practicaba fútbol con los más grandes. Music y un compañerito jugaban con un viejo triciclo, mientras que «El que trae suerte» montaba un caballito de madera. El padre los llevó aparte y les preguntó:

–¿No quieren volver conmigo?

Los niños permanecieron silenciosos. No querían afligir al padre, pero tampoco deseaban volver. Music tuvo una feliz inspiración para resolver el problema.

–Hágase un hombre de Dios y quédese con nosotros –le dijo.

Music tenía una hermosa mirada, como la de su madre. Frente a esos ojos clavados en los suyos, el padre no encontró respuesta alguna. Tal vez esa mirada lo haya perseguido durante mucho tiempo. Se fue, sin probar bocado para no manchar su casta.