Mimosa

La joven hindú

Átate las sandalias

En ese tiempo, el marido de Mimosa vivía en una ciudad situada a unos 16 km de su pueblo. Ella podía haber venido a la misión sin que él lo supiera, pero era tan honrada que ni se le ocurrió hacerlo. Jamás flaqueó su fidelidad para con ese hombre falto de inteligencia, quien pasaba su tiempo soñando en vez de trabajar para mantener a su familia. Las mujeres hindúes son únicas en esto: aprendieron desde muchas generaciones atrás una abnegación y sumisión voluntaria incomparable.

De repente, Mimosa comprendió que debía partir. No podía explicar de dónde provenía esta intuición; sólo sabía que debía hacerlo. Lo mismo que Pedro, cuando fue liberado de sus ligaduras por un ángel, sintió que las cadenas que lo retenían cayeron milagrosamente. “Átate las sandalias”, había dicho con calma el ángel a Pedro, aunque cada minuto que pasaba era precioso (Hechos 12:8). Ella también preparó con tranquilidad lo necesario para el viaje. Conducida, visiblemente por el hermano que tantas veces la había maltratado, pero invisiblemente por la gracia de Dios, atravesó los diferentes barrios del pueblo, y las puertas de hierro se abrieron delante de ella, como se abrieron delante del ángel. Con su bebé en brazos, sus tres varoncitos y el tío caminando a su lado, tomó el camino que conducía a la localidad donde vivía su marido, sin saber lo que le esperaba allí.

Estaban muy cansados cuando llegaron a la ciudad del gran templo. ¡Qué terrible impresión causa recorrer esas calles! Los orgullosos brahmanes lo miran a uno de hito en hito, escondidos tras las rejas de hierro de las galerías donde duermen sobre tablas pulidas. Alzándose sobre sus codos examinan a los que pasan con una mirada que hay que haberla visto para comprender lo que se siente. Se los ve íntimamente persuadidos de su superioridad.

Caminando a través de los maravillosos claustros de ese templo extraordinario, se necesita mucha fe para no dudar de que llegará el día para ese pueblo hundido en tal paganismo, en que “corra el juicio como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo” (Amós 5:24).

Mimosa, objeto de la vergüenza de su pueblo, llegó a esta ciudad. Al pasar cerca de los muros del templo, los contempló con cierto temor. Son pocos, aun los más valientes, los que se atreven a mirar largamente esas aterradoras murallas; se sienten obligados a volver el rostro.

Mimosa sentía que su fe desfallecía al pasar delante del famoso monumento; estaba impresionada por todo lo que la rodeaba y la presencia de su hermano aumentaba su sensación de impotencia. Él había gustado la buena Palabra de Dios, pero no hubo ningún cambio en él. ¿Quién triunfaría en la larga lucha entre el bien y el mal? El diablo, podía pensar la pobre Mimosa.