Mimosa

La joven hindú

El que trae desgracias

Le esperaba un nuevo dolor. Su quinto hijo también fue un varón.

Los vecinos vinieron a verla; zumbaban a su alrededor como abejas. La compadecían o la censuraban, según sus antojos. Pero todos sacudían sus cabezas y volvían las palmas de sus manos al cielo profetizando cosas terribles.

¡Pobre Mimosa! ni ella sabía qué pensar. Cuando nació el quinto hijo de su hermana, ¿no había traído desgracias? ¿No trajo prosperidad el nacimiento de su hermana Star en su propia familia? Era la quinta, la que trae suerte. Y sin ir más lejos, cuando nació su cuarto hijo, su marido había encontrado la joya, y los campos habían traído prosperidad a su hogar.

Abatida, y sin poder protestar, escuchaba lo que decían a su alrededor.

–Déjalo morir, es lo único que hay que hacer.

–Deshácete de él, déjalo a alguien y se alejará el peligro.

En la India, muchas personas aceptan el regalo de un niño; lo crían para tenerlo después como criado.

–Mátalo –le sugerían también.

En las afueras del pueblo había un seto de cactus tras el cual tiraban a esos niños; los cuervos y los perros los hallaban. Mimosa como verdadera madre no quiso escuchar nada más.

–¿Dejar perecer a mi hijo? ¿Darlo a un desconocido? ¿Matarlo? –Y su voz subía cada vez más–. Váyanse, mujeres de malos consejos. Aunque fuese un hijo de desgracias, es un don de mi Dios. Y ocultó a su hijo de las miradas malvadas apretándolo contra su pecho.

Cuando se fueron, Mimosa se volvió hacia su Dios. Las voces de las mujeres la habían ensordecido y trastornado como cuando se pasa por una emoción muy fuerte. Por un momento, no pudo hablar; finalmente encontró las palabras para rogar que su quinto hijo pudiera crecer fuerte y hermoso, de modo que todos vieran que había encontrado gracia a los ojos de Dios. Que todos pudieran ver y admitir que su Dios sobrepasaba en poder a todos los dioses, aún a los dioses de desgracias.

No le puso nombre a su hijito. ¿Cómo llamar a ese niño? Todos los nombres hindúes tienen un significado. De acuerdo a su habitual instinto, Mimosa esperó. Cuando más tarde le sugerimos «Don de Dios», quedó encantada. Él era verdaderamente un don de Dios.

Su oración fue contestada, y el niño creció fuerte y hermoso. A los seis meses se podía sentar y raramente lloraba. Pero llegó el sarampión a la ciudad, los niños se enfermaron; el penúltimo estuvo al borde de la muerte, y el bebé era sólo piel y huesos. ¡Qué prueba de fe para la madre! Su esposo, aunque restablecido por completo, parecía totalmente indiferente a su pena, y no tenía ningún interés por su último hijo. Mimosa no tenía dinero para comprar los medicamentos indicados por el barbero, quien en esos pueblos hacía las veces de médico. Y lo peor de todo era que no podía comprar alimentos que ayudasen a combatir la enfermedad de sus pobres criaturas que cada día estaban más débiles. Como no podía trabajar, tenía aún menos dinero que de costumbre. Se sintió tentada a abandonar su fe y a volver a lo que había dejado. Sólo tenía que apaciguar dos clases de dioses, los de las enfermedades y los de la mala suerte, con una nuez de coco y algunas flores. ¿Era demasiado a cambio de la salud de sus cuatro hijos?, le repetían. Y de nuevo le hablaban de comprar un talismán. Había uno muy inocente, además ¡costaba tan poco! Una rana atada en una bolsita al cuello del enfermo le daría poco a poco la fuerza que ella iba perdiendo por falta de alimento. ¿Por qué no probar? Había muchos brujos en el pueblo; sabían cómo conseguir ayuda. Mimosa no lo dudaba. Los que han visto sus obras, tampoco lo ponen en duda. Ante el Faraón, Moisés y Aarón, por el poder y el mandato de Dios hicieron milagros. Sin embargo, se ve que “hicieron también lo mismo los hechiceros de Egipto con sus encantamientos” (Éxodo 7:22). En el Libro divino no hay palabras inútiles; están escritas para todos los pueblos en todo tiempo. Como quiera que se llame, el poder del maligno está al servicio de los que se entregan al mal.

Mimosa sabía cuál era el precio para obtener socorro. Pero, no quiso pagarlo. Todo el mundo la aconsejaba:

–Vuelve a tus dioses, y tus penas se acabarán.

–No temas, pobre mujer, los dioses son misericordiosos. Ofréceles los sacrificios que se les debe y todo saldrá bien.

–¿Por qué te detienes? Tus días son como las aguas agitadas por el viento; tus desgracias se suceden como las olas del mar. No puede ser de otra manera, ya que despreciaste a los dioses antiguos. ¿Vales más que tu padre? ¿Eres más sabia que él? ¿Abandonó él a los dioses de su pueblo? ¿Acaso no oyó la nueva doctrina y la rehusó? ¿Eres tú superior a tu padre?

A nadie se le ocurrió que las últimas palabras de su padre fueran el testimonio de una nueva fe.

–Miren, pues, a esa insensata –continuaban diciendo los vecinos. Y añadían palabras aún más duras.

Ella se parecía a la planta de mimosa en distintos aspectos: pisoteada junto al camino por donde vuelven los rebaños al establo; agitada por el menor soplo, percibiendo las vibraciones causadas por el trueno. Basta tocar la mimosa para que las hojas se cierren una tras otra, y el tallo se incline bruscamente. Sólo las pequeñas borlas amarillas de sus flores se yerguen hacia la luz del sol.

Quien ve por primera vez la planta de mimosa en ese estado, dice: «Está marchita», desconociendo la particularidad que tiene de replegarse sobre sí misma al menor contacto. Pronto se dará cuenta de su error. El arbusto, que crece en una zanja, extiende sus raíces hacia un hilo de agua proveniente de los campos de arroz. Fortalecida por el contacto bienhechor de la corriente, la mimosa vuelve a mostrarse vigorosa y endereza su tallo caído como si ya no existiera para ella otro peligro en el mundo que el ser rozado por las frágiles alas de una mariposa.

Dios tuvo compasión de Mimosa, y como la planta a orillas del camino, cobró nuevos ánimos tomando de las fuentes eternas de Vida. Las pruebas por las cuales hubo de pasar, fueron un medio en las manos de Dios para fortalecerla y enseñarle a conocer mejor a su Padre. Dios incluso puede servirse de lo que Satanás hace para que progrese Su obra.

Los cuatro niños se restablecieron. «Fue obra de mi Dios», nos dijo más tarde al contar su historia, «y sólo obra suya, porque yo no pude hacer nada para ellos de lo que hubiera querido».

Llena de amor y de agradecimiento, sin preguntarse siquiera cómo el Dios del Universo haría caso de ofrendas tan ínfimas, puso aparte para Él las primicias de sus ganancias, las que entregó a la iglesia cristiana vecina por medio de sus hijos.