Mimosa

La joven hindú

¿No quemó la planta de tulasi?

El pequeño Music, alegre y regordete, empezaba a correr por toda la casa, cuando una tarde al crepúsculo, mientras Mimosa preparaba la cena, se sobresaltó al oír gritar a su marido. Corrió hacia la galería.

–¡Mira, mira! ¡se me clavó una espina en el tobillo del pie derecho!

Pero no había ninguna espina; sin duda era la mordedura de una serpiente. No se pudo encontrar al reptil; había desaparecido en la penumbra.

¡Una serpiente! ¡Una serpiente! En la India, al oír ese grito se junta más rápido que nunca una muchedumbre. En un abrir y cerrar de ojos la casa se llenó de gente, pidiendo informaciones, aconsejando, simpatizando, profetizando muerte y destrucción; es la costumbre correr siempre a todos lados, donde hay algo nuevo para ver, y esto no hace más que aumentar la confusión. Sin embargo, esa gente sentía verdadera congoja y emoción. Los parientes se lamentaban, las mujeres se arrancaban el cabello y se golpeaban violentamente la cabeza contra la pared. Para todos, el marido de Mimosa ya estaba muerto.

Mientras tanto, el veneno seguía su curso y no tardó en llegar al cerebro del pobre hombre. Sufría atrozmente, le parecía que sus huesos se rompían. El clamor de simpatía aumentaba y la calle se llenó de curiosos. La mitad del pueblo se preparaba para llorar la muerte del herido.

Durante ese tiempo, Mimosa se las ingeniaba para aliviar a su esposo sin tener en cuenta lo que oía murmurar a su alrededor.

–Ella tiene la culpa –repetían–. ¿Acaso no quemó el tulasi?       

La excitación terminó por apaciguarse poco a poco, pues el marido no murió. Estuvo mucho tiempo enfermo. Su esposa, arrodillada constantemente a su lado, clamaba a su Dios, el Dios del cielo. A veces entraba en su pequeño santuario, extendía su sari y le suplicaba que interviniera a su favor. Cuidó del enfermo con toda la habilidad de que era capaz; puso cataplasmas de paja de arroz desmenuzado y trató de proveerle un alimento sustancioso. Su fiel corazón se llenó de alegría cuando por fin estuvo fuera de peligro; pero, ¡ay! era un hombre ciego, privado de razón, quien desde entonces requeriría sus cuidados.