Mimosa

La joven hindú

He aprendido a conocerlo mediante el sufrimiento

Pasaron algunos meses. El primo de Mimosa seguía demostrándole su bondad, pero la gente del pueblo la miraba con malos ojos; ya le resultaba casi imposible mantener a sus hijos alejados de las influencias externas. Empezaban a comprender muchas cosas y hacer preguntas; se daban cuenta de que su hogar estaba dividido. La madre anhelaba darles lo que ella nunca pudo tener: la ocasión de aprender a conocer al Dios vivo y santo para que pudieran servirle. ¿Cómo hacerlo? La mejor manera era orar. De noche y de día, en medio de su actividad, su alma se derramaba en súplicas por sus hijos. Su actitud no podía pasar desapercibida entre los que la rodeaban. Un día su hermano –el que había sido educado en la misión– se burló de ella con estas palabras:

–¡Crees que sabes orar! ¿Quién te enseñó a hacerlo? Si no sabes ni la primera letra del alfabeto, ¿cómo te atreves a orar?

Mimosa lo miró pensativa. Él podría enseñarla, ¡había aprendido tanto! Pero el hermano estaba lejos de pensar en tal posibilidad.

–Yo no soy más que una pobre mujer, no sé nada –se decía–; tal vez él tenga razón y sea yo quien me equivoque.

El hermano no dejaba de avivar la llaga, acompañando sus palabras con una risa burlona que resonaba por la calle.

“¿He sido yo un desierto para ti?” (Jeremías 2:31).

“Yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lucas 22:32).

Mimosa no había escuchado nunca estas palabras, ni sabía nada de las verdades que dan fuerzas al corazón fatigado. No obstante, ¡cuán maravillosos son los caminos de nuestro Dios! Él está allí, a veces escondido, otras veces, revelado, pero ¡siempre presente! Mimosa lo comprendía ahora.

Y de pronto, llena de gozo, reconoció todo lo que Dios había hecho por ella durante esos últimos años.

Más tarde diría a su hermana: «Tú conoces a Dios porque has oído hablar de Él; yo he aprendido a conocerlo mediante el sufrimiento».

Estas palabras eran muy ciertas. No significaban que Star conociera a Dios sólo por su inteligencia, puesto que ella también había sufrido; pero al hablar así, Mimosa hacía alusión a que su hermana podía leer la Biblia y otros libros, mientras que ella nunca había tenido ese privilegio.

No, su Dios no había sido un desierto. Había sido su consuelo en la soledad. Él sabía también que nadie le había enseñado a orar y que no conocía ni la primera letra del alfabeto. Como una madre enseña a su hijo, Él le había enseñado a orar. Y ahora, para disipar sus temores, la visitaba una vez más, y con tanta bondad como cuando le envió la comida de la media noche.