Mimosa

La joven hindú

En casa de sus amigos

Con nuevas fuerzas, Mimosa empezó a trabajar para reconstituir su pequeña fortuna. En la India, cuando alguien está enfermo, los familiares acuden, se quedan uno o dos días y se van; si la enfermedad se prolonga, volverán otra vez. Vienen para inquirir sobre lo oído, simpatizar y aconsejar a la familia. No obrar así, sería como si no amaran a los suyos.

Si alguien fallece, vienen más visitas aún. Hasta llegan parientes lejanos, siempre acompañados de sus hijos. Todo el mundo debe alimentarse y es de imaginar cuántos gastos ocasionan la enfermedad y la muerte a la familia afligida.

Mimosa había tenido que despojarse de todo lo que se podía vender para recibir a sus huéspedes; ella misma padeció hambre algunas veces.

No bien fue capaz, volvió a los campos del bondadoso Booz, sin zarcillos y sin collar. En ese país la gente más pobre, si pertenece a una casta respetable, no deja de adornarse con sus joyas. Las llevan puestas aunque tengan deudas. Nadie critica esa costumbre, ni aun el acreedor. Incluso se puede mendigar teniendo zarcillos en las orejas. Hasta el corazón más despiadado no los censurará, ni rechazará una limosna por una razón tan insignificante. Pero no llevar joyas es considerado como algo vergonzoso, humillante e intolerable.

Mimosa tenía sus ideas particulares a este respecto; nadie la comprendía. Ella era su propio juez; por lo tanto, vendió todas las pocas joyas que le quedaban de su dote para alimentar a sus numerosos visitantes, y obrando así no contrajo deudas.

En el ínterin, el hijo de su hermano falleció.

–No vayas –le dijo su esposo–, pues ni tu hermano, ni su mujer vinieron cuando Mayil murió.

Estuvo a punto de escuchar ese consejo; pero después de reflexionar, quiso devolver bien por mal y se marchó, llevando a sus dos varoncitos.

La ceremonia estaba en su apogeo. A cada invitado se le daba una hoja de llantén, de hermoso color verde satinado, sobre la cual servían arroz con las diferentes especias. Esta hoja, una vez usada, se tiraba a la basura.

Cuando la persona que servía llegó frente a Mimosa y sus hijos, observó que la joven no llevaba alhajas. Tomando pues una hoja que ya había servido, todavía cubierta de restos de arroz, se la pasó. Apenas podía creer semejante injuria; nunca lo hubiera imaginado. Solamente tocar la hoja utilizada por otro comensal constituye una mancha. Mucho peor es tocar los restos de otro. Ni siquiera un niño se portaría de esa manera con un compañerito, ¡cuánto menos con un huésped! Mimosa se quedó muda de asombro. Colocaron otras hojas iguales delante de los niños. Sintieron el insulto que les habían hecho y estallaron en llanto. La madre comprendió enseguida lo que debía hacer.

–No lloren, pequeños –susurró acariciándolos dulcemente para que no se fueran–, comamos lo mismo, no interrumpamos el festín, seamos pacientes. Y más bajo agregó:

–Aceptemos esto también, Dios lo permite; de otro modo, no hubiese sucedido así.

Sin embargo, la herida era profunda. En cuanto les fue posible, sin causar escándalo, se retiraron de la casa; no aceptó nada de parte de «sus amigos» para el largo camino de regreso al hogar, impidiendo así dejar escapar, en su enojo, palabras que ella hubiese sentido.

Cinco horas de marcha los separaban de la casa. No bien llegaron, los viajeros se lavaron, como para sacar hasta el recuerdo de lo sucedido. Luego, tomaron juntos una cena en donde reinaba el afecto y la cordialidad. El amor propio de los varones había sido herido profundamente; sin embargo, pronto olvidaron la ofensa. El marido de Mimosa no pudo dejar de exclamar:

–¿No te había dicho que no fueras?

Y, a la verdad, ¡cuán mejor hubiera sido quedarse en casa! Esa noche comenzó la lucha para ella. Se daba cuenta de lo grosero de la ofensa. Era una afrenta hecha en público; una afrenta imperdonable, desde el punto de vista de los hindúes, inolvidable. No se puede comparar con nada entre nosotros; claro que sería una total falta de cortesía ofrecer un cuchillo y un tenedor sucio junto con un plato con sobras. Había sido peor que eso; la cuestión religiosa estaba en juego. Sintió una infinita tristeza recordando al pequeño Mayil, al que ellos no visitaron cuando se moría. Ella había ido a ver a estos familiares que estaban con tanto dolor como para decirles: «Les perdono, seamos amigos». Ellos comprendieron el motivo de su visita, ¡y qué respuesta recibió! Recordó las dos monedas que negaron prestarle; eso también lo había perdonado. ¿Y para qué? Traspasada hasta lo más profundo de su alma, repasaba estas cosas en su espíritu durante la noche. ¿Obrarían así porque no era como ellos, sino que amaba al Dios de los cristianos? ¡Pero también ellos eran cristianos! ¿Por qué, pues, esa cruel afrenta? ¿Porque no tenía joyas? Pudo haber alquilado algunas, lo que a los ojos de ellos hubiese sido más cortés; pero ella estimaba que esto no era lo honesto.

Puesto que ellos eran cristianos, ¿por qué eran tan diferentes a su Dios? A unos 8 km. de la casa de Mimosa, donde en ese momento estaba acostada, presa de su dolor, vivía un verdadero cristiano, bueno con todos y compasivo como su Maestro. Además, entre esta distancia había por lo menos dos o tres mujeres cristianas, las cuales le habrían mostrado verdadero amor cristiano. Pero aquellas mujeres pertenecían a otra casta y no tenían acceso a la suya, excepto si se las invitaba. Desgraciadamente, Mimosa no sabía nada de ellos, ni ellos de Mimosa; pues a menudo la casa de nuestro vecino más próximo es un mundo desconocido para nosotros, y 8 km. equivalen a una distancia infinita.

Mimosa recordó a la anciana que la ayudó cuando más lo necesitaba, siendo para ella como un verdadero ángel de Dios. «Te conducirá hasta en los más pequeños detalles», le había dicho. ¿La había conducido Dios a la casa donde había sido despreciada por su familia? Cuanto más pensaba en esto, más sentía la vergüenza del insulto recibido. Había sido abofeteada en la casa de su propio hermano. ¿Por qué existían corazones tan duros? Hasta entonces, nada la había herido de esa manera. Todo aquel día se supo contener, pero esa noche fue dejada a la merced de su dolor. “Las aguas me rodearon hasta el alma, rodeóme el abismo; el alga se enredó a mi cabeza” (Jonás 2:5). Si hubiese conocido estas palabras, las habría tomado para sí, mientras sentía nostalgia de su hijo y sufría la malevolencia de los que no la comprendían. Lo que más la apenaba, eran los malos pensamientos que llenaban su corazón. ¿Era bueno estar tan enojada? ¿Qué pensar de ello? ¿Por qué no perdonar? ¿Podía perdonar?

De pronto se acordó de su Dios, y al pensar en Él desapareció la amargura de su corazón. La paz, una paz inefable la embargó. ¿No sucede siempre así? Todos los que gozaron de este consuelo pueden testificar de esta paz. El Señor Jesús, quien fue despreciado en casa de sus amigos, el que no apartó su rostro de las injurias más violentas, estaba con Mimosa, aunque ella no lo sabía. Bastaba pensar en Él para sentir su consuelo, su simpatía y el alivio a su dolor.

Al disfrutar esta consolación, pudo perdonar, y se durmió en total paz.