El amor en el temor
Mimosa sentía una gran aprensión por sus hijos. ¿No cohabitan siempre el temor y el amor en el corazón de una madre? Sabía que había muchos peligros en la calle, tantos como las motas de polvo en el camino.
No olvidaba la impresión indeleble que recibió de niña al ver y oír cosas inconvenientes. Muy lejos en su memoria recordaba el día en que su padre había descubierto que su hijo frecuentaba malas compañías. Había atado al joven a un pilar en la parte alta de la casa y lo había castigado con una cuerda. Después, en su desesperación, le infligió el castigo más terrible que puede dar un padre hindú, el que a veces también se da a quien quiere seguir a Cristo: le echó pimienta en los ojos.
Pero todos esos medios resultaron vanos pues sólo el Espíritu Santo puede cambiar el corazón. Prohibieron la entrada a la casa al joven culpable; su madre y sus hermanos casi no volvieron a verlo. El padre luchaba solo con su pena. Su hijo había gastado todos sus bienes, pero eso no era nada en comparación con lo demás. Cuando el joven declaró su intención de hacerse cristiano, el padre sonrió, con cierta amargura, pensando que al final eso ayudaría a su hijo a cambiar de vida.
El joven llegó a la misión sin decir palabra de su vida pasada. No descubrimos enseguida que la verdadera razón de su llegada era hacer estudios comerciales. Por lo tanto fue recibido con gozo y amor como a cualquier alma que debe ser llevada a la verdad. Pero ¡ay! hizo sufrir a los que tomaron interés por él.
Este joven, ya adulto, volvió a su pueblo. Cada vez que encontraba a Mimosa la hería con sus malas palabras; sin embargo, no hacían mella en su corazón mientras pudiera guardar a sus hijos de su influencia nociva. Además de sus muchas ocupaciones, su vigilancia maternal por ellos era constante.
Mimosa tenía a sus hijos casi siempre a su lado, porque a su alrededor no había nadie que compartía sus sentimientos, nadie a quien confiarlos. Ellos le ayudaban en los trabajos de la casa, en contra de la costumbre del país, ya que en la India los hijos varones no son sirvientes sino servidos.
Al principio refunfuñaron.
–¡Cómpranos una hermanita! –le dijeron un día–; ella podrá barrer la casa, lustrar los objetos de cobre y ayudar en la cocina. Si tuviéramos una hermana, no tendríamos que trabajar.
Mimosa sonrió. Sabía que daba a sus hijos una buena educación. Les dijo que todo era bien así y que no hacía falta una hermanita porque ellos la ayudaban perfectamente.