Mimosa

La joven hindú

Nuevos sufrimientos

Estas cosas sucedieron mientras yo estaba fuera de la casa misionera, y Star no me puso al corriente de los sucesos. Ella no quería aumentar mis preocupaciones y el trabajo difícil que yo había emprendido esos días. De todos modos sabía que yo aprobaba sus decisiones, pues gozábamos de una hermosa comunión en nuestra querida casa de Dohnavur. «Blancos y negros, negros y blancos, todos juntos», dice una canción. Con nosotros era más aún; estábamos perfectamente unidos.

Star esperó varias semanas, después de las cuales llegó una triste carta de Mimosa que ella había dictado a su hermano, después de esforzarse mucho para persuadirle que escribiera. Decía que después de que el marido hubo dado su consentimiento para el viaje, se lo negó a causa de la oposición de su casta. Sin embargo, esperaba confiada; daba a entender que se preparaba para el día en que la puerta se abriera. Como Abraham “creyó en esperanza contra esperanza” (Romanos 4:18).

Ninguna luz, por débil que fuera, alumbraba su cielo. Pero, con el fin de estar lista para salir a la primera señal, vendió lo más preciado que una mujer hindú posee en su hogar: sus utensilios de bronce. Se los había regalado su padre y nunca más podría comprar otros iguales. En adelante debía recurrir a los cacharros de barro. Gracias al dinero obtenido, su holgazán hermano le prometió que los acompañaría, cuando su Dios le indicara que se marchase. Una parte del dinero serviría para proveer, durante su ausencia, a la manutención de las hijas de su hermano, a las que él desatendía vergonzosamente. El resto sería para los gastos del viaje. Sin embargo, el marido no cedía; la casta seguía manteniendo su oposición. Incomprendida como siempre por los demás, e incapaz de explayarse, Mimosa sufría mucho por esta situación.

En ese país donde debería predicarse la sabiduría a causa de su muy antigua cultura, los discursos de la gente están llenos de refranes que describen el dolor que causan las palabras crueles. A Mimosa no se las escatimaban. He aquí algunos de ellos:

«Las palabras crueles son como un hierro incandescente hincado en la oreja, o clavos plantados bruscamente en la madera verde; aceradas flechas que traspasan el corazón. Las palabras hacen más daño que los golpes; ser herido con palabras es como ser barrido por el viento y la lluvia».

Todo contacto con el mundo exterior era amargo para Mimosa, cada vez lo sentía más profundamente. Ya había sufrido demasiadas amarguras. «Otra vez volví a extender mi sari delante del Señor», nos dijo sencillamente. ¿Quién podía socorrerla sino aquel Salvador que había sufrido por ella? Sólo Él puede comprender y tranquilizar al alma angustiada. Sin lugar a dudas podemos, desde ya, entrar en el santuario y contemplar la hermosura de Aquel que lo llena todo. Pero el gozo de su presencia sólo lo conoceremos en perfección cuando hayamos franqueado las puertas de perlas de la ciudad eterna. Mientras tanto, los que quieren seguir al Señor Jesús serán perseguidos. Tarde o temprano tendremos la experiencia de encontrarnos en esas profundidades donde nuestro amado Salvador nos invita a gustar “la comunión de sus padecimientos” (Filipenses 3:10).

Pero allí lo hallaremos. Jesús, nuestro Redentor, Aquel que murió y ahora vive, es el único que puede apacentar el corazón torturado por el dolor.