Mimosa

La joven hindú

Oprimida, pero no desesperada

Mimosa llegó a la casa de su marido tarde en la noche. Allí reinaba una espantosa confusión. Ya había llegado la noticia de su proyecto, lo que sacudió a su indolente marido como también a sus vecinos. La casa se llenó de gente, estaban encolerizados. Todos gritaban juntos, maldiciendo, protestando y acumulando denuncias sobre la cabeza de la pobre mujer.

–¡Es una locura, una abominación, una mancha atroz, la destrucción de la casta! –gritaban, gesticulando y echando furiosas miradas.

–¡Es mejor tirar a los niños al río o abandonarlos en la jungla!

Mimosa estaba en medio de ellos sin protección. Conocían muy bien la medicina secreta que la gente de Dohnavur empleaba, decían. Era polvo blanco, y servía para hacer cristianos a las personas. Se la darían a los niños, como muchos años atrás, se la habían dado a su desgraciada madre. ¿Acaso no se había vuelto muy rara desde entonces? Los niños olvidarían las buenas costumbres y traerían la vergüenza a su casta por medio de actos que no podrían tolerar.

Kinglet escuchaba atentamente todo esto y estaba indignado. ¿Esto hacían en Dohnavur? Entonces, no iría, por supuesto. Pero Mimosa se mantenía firme en su proyecto.

–¿Tiraré a mis hijos al río o en un pozo cuando he trabajado por ellos como un hombre? ¡No, por cierto! Iré a Dohnavur y volveré.

Cuando todos se quedaron roncos de tanto gritar, se dispersaron. Mimosa, demasiado agitada para comer algo, aunque muy tranquila en apariencia, se acostó al lado de sus hijos y trató de dormir. Estaba oprimida, pero no desesperada. Su decisión ya estaba tomada: se marcharía al alba hacia Dohnavur.

Pero al día siguiente el marido puso otras objeciones.

–Nunca te dejaré salir –dijo.

«El que trae suerte» se puso a favor del padre, hablando con decisión. Quería que dijeran a su tía que ya había andado 16 km de camino, que sus pies le dolían mucho y que iría en otra oportunidad. Esta actitud apoyaba al padre. Su cuarto hijo se quedaría pues con él; en cuanto al mayor, quien parecía poco dispuesto a ir, sería muy fácil retenerlo. Para mayor seguridad, el padre lo llevó y lo encerró bajo llave en un cuarto por si cambiara de opinión en el último momento. Ahora estaba tranquilo, la madre no se iría dejando a dos de sus hijos allí; por lo tanto, nadie iría.

¿Qué haría Mimosa? Sabía que debía partir, pero ¿cómo? ¿Debía irse sin sus hijos? Esperó en silencio, como era su costumbre en momentos de gran dolor. Tal vez podamos imaginarnos los sentimientos de esa mujer en aquel instante. Las voces que la rodeaban resonaban débiles en sus oídos, como si llegaran desde muy lejos. Oraba en silencio. Esos hijos que el Padre le había dado y por los cuales había recibido, también de Él, la fuerza necesaria para trabajar año tras año, ¿se los quitarían uno tras otro para ser educados en lo que ella aborrecía? Ella misma había bebido un día de la fuente de agua de Vida. ¿Deberían sus hijos permanecer sedientos durante toda su vida? ¿Podía dejar dos de ellos atrás, sabiendo cómo los familiares aprovecharían la ocasión? ¿Qué aprenderían en esta ciudad pagana mientras ella estaría ausente? El pecado, aunque cubierto de flores es pecado. Allí donde no reina el temor de Dios, reina el mal en todo su horror. La pobre mujer lo sabía muy bien, y sin embargo, con el ánimo que da la fe, pudo confiar sus hijos a su Padre celestial. Estaba persuadida de que debía seguir su camino, aunque esto le desgarraba el corazón. Se marchó, pues, llorando, llevando en brazos a su bebé, y con Music, de siete años, tomado de la mano. Su hermano la seguía de mala gana.

Kinglet oyó la voz de su madre que se alejaba. No lo pudo soportar, y forzando la puerta de su prisión, corrió tras ella. Mimosa oyó su pasos y se detuvo.

–¡Madre, madre, se lo suplico, no vaya, le darán el polvo blanco!

Ella no recuerda qué contestó. Sólo sabe que no intentó persuadirle que la siguiera. No tenía fuerzas para discutir, por lo que siguió su camino en silencio. Y Kinglet fue tras ella.

Entonces, levantando las manos al cielo con un gesto de adoración, confió su pequeño tesoro de cuatro años, al que nunca había dejado solo, a la bondad de su Padre celestial y prosiguió su camino con valor hacia Dohnavur. Fue una marcha penosa para todos. El día anterior, habían dejado la casa con una merienda liviana. Al llegar a la casa del padre, los niños habían comido, pero Mimosa no tomó nada, ni entonces, ni cuando salió. Y ahora, con un sol abrasador, avanzaban silenciosamente, demasiado cansados para hablar, ni soñar siquiera con volver atrás.

Dos días después llegaron a Dohnavur sin que se los esperara.