Mimosa

La joven hindú

Pruebas cotidianas

Así pasaron meses muy sombríos. Mimosa tomó la costumbre de encogerse de hombros y replicar; no se convirtió en un modelo de paciencia de la noche a la mañana; y los severos y frecuentes castigos no contribuyeron a endulzar su carácter.

La pobre niña no comprendía. ¿Qué pensar de ese Dios que llenaba su corazón a pesar de los golpes y las injurias? Si verdaderamente Él era amor, como lo sentía en lo más profundo de su ser, si verdaderamente Su poder era infinito, ¿por qué no quebraba el látigo en las manos de su madre? Ella estaba persuadida de que Él lo podía todo. Aquel que le había revelado su amor, ¿la habría olvidado?

El amor nunca olvida. Poco a poco, a través de su pena, la seguridad de que Dios la amaba tomó posesión de su alma. Comprendió –aunque nunca supo decir cómo– que el Dios a quien no quería abandonar, no la dejaría tampoco. Y, aunque sola, sin un amigo que la comprendiera, sin ninguna simpatía humana, se sintió consolada. Poco a poco aprendió la paciencia y aceptó la disciplina paterna.

Entonces llegó la hora de ir al «maraivú»; no era un castigo, sino una costumbre de su casta. La palabra significa «retiro», y esta costumbre nació del temor. En tiempos de las conquistas musulmanas, fueron cambiadas las antiguas costumbres de los hindúes; entonces, para proteger a sus hijas jóvenes, les pareció más seguro encerrarlas. A la edad en que el espíritu se despierta, cuando en la mente se formulan una cantidad de preguntas, se encierra a las niñas hasta el día de su casamiento.

–¿Nunca te escapaste? –le preguntamos.

–Nunca, ¿cómo hubiese podido hacerlo? Es una regla de la casta.

–Pero ¿cómo lo soportaste?

–No hay más remedio que soportarlo.

–¿Ninguna joven se escapa?

–Ninguna, eso no se hace.

¿Cómo pudo soportar este encierro una joven con un temperamento tan activo como el de Mimosa?

La actividad de las mujeres disgustaba a sus padres. No aprobaban la instrucción de las niñas. La ciencia era para los hombres.

Encerraron, pues, a Mimosa en un estrecho aposento donde tuvo que realizar monótonos trabajos manuales. Sólo oía hablar de cosas insignificantes y banales. Seguían encontrándola rara, sus preguntas quedaban sin respuestas o le decían: ¿Qué te importa? ¿Acaso no eres mujer?

Así pasaron años en los que tuvo que soportar muchas amarguras. A veces le parecía que los vientos de las pruebas que soplaban contra ella habían apagado su vacilante llama sin protección.

Muchas veces cedió, postrándose ante los ídolos. Eran sus tiempos más sombríos, aunque nunca se sintió abandonada por Dios. Aquel que es amor la levantaba. Y luego, debido a que de nuevo había flaqueado, la prueba volvía a abatirse sobre ella.

Esta joven hindú, que había recibido tan poco aún, y que no aprendería nada más por mucho tiempo, ¿cómo pudo soportar el horno ardiente? ¿No es maravilloso el amor de Dios? ¿Quién sino Dios pudo volcar en un alma tan ignorante una fe tan firme y tan intrépida? ¿Y quién, sino el amor del Todopoderoso, sostuvo a esta débil joven?