Mimosa

La joven hindú

La planta de tulasi

Al oeste del pueblo se encontraban los campos de algodón que habían pertenecido a su familia. Incluso algunos eran todavía propiedad de sus familiares. Trabajaría allí, y ganaría lo suficiente para mantener a su marido y a su hijo. Se puso manos a la obra sin detenerse ni por el viento, ni por el sol. Muchas veces trabajaba en los pequeños patios donde apilaba el algodón listo para ser cardado. Allí se respiraba un aire sofocante, lo que hacía el trabajo aún más pesado.

¿De dónde provenían los sentimientos que la movían a obrar de esa manera? Mimosa no sabía que está escrito: “No debáis nada a nadie”. A pesar de que su esposo, el jefe de familia, no veía ningún inconveniente en tener deudas, ella quizás tenía esos escrúpulos a causa de su natural delicadeza, o tal vez fuera por esa luz que brillaba en ella y que los vientos contrarios no podían apagar. Fuese lo que fuese, pasaron muchos años penosos en los que Mimosa jamás se dejó llevar por la desesperación, aunque pasó por muchas amarguras. Fue el blanco de insultos y maledicencia de los hindúes, tan buenos en ciertos aspectos, pero crueles con aquel que deja las costumbres y leyes de su casta. El culto al verdadero Dios es mal visto en un medio tan tradicionalista.

La planta de «tulasi» es sagrada en toda la India. Es una planta poco llamativa que crece por todas partes. Algunos creen que está compenetrada de la esencia de Vishnú y de su mujer Lakshmi, dioses de la India; por lo tanto la planta es considerada como una divinidad. Otros dicen que esta planta es Sita, la esposa de Rama, una de las más bellas mujeres de las historias hindúes. Otros creen que en sus delicados y perfumados pétalos, en sus hojas y flores se esconden todas las divinidades. Un autor inglés afirma que esta planta es adorada más que ninguna otra en la India. No hay patio en las casas privadas o en los templos donde no se vea florecer, en una pequeña maceta, una planta de tulasi. Está rodeada de veneración, y las mujeres le ofrecen arroz y flores. Es el remedio universal; los mordidos por serpientes son curados con su savia.

En el pueblo de Mimosa, es más temida que venerada, pues ellos son adoradores de Siva. El tulasi no es para ellos lo que es para los adoradores de Vishnú o de Rama, o sea una encarnación de Vishnú. Por lo tanto, la planta crece y se multiplica por sí sola, y nadie la toca por temor a irritar a los dioses.

Mimosa veía crecer las plantas sagradas, las que formaban numerosas matas aromáticas. Como no tenía combustible, los tallos secos le podían ser útiles. Sabía que el único verdadero Dios había creado el tulasi, entonces no se opondría a que lo utilizara. Y así se atrevió a hacerlo. Un día trajo a casa una gavilla de tulasi que esparció en el patio para que secara. Sus vecinas se escandalizaron y se reunieron.

–¡No escaparás del castigo de los dioses! ¡Quemar el tulasi de los dioses irritados! ¡Qué desastre! ¡Serás maldita!

Pese a que la tempestad rugía a su alrededor, ella se mantuvo tranquila repitiendo:

–Esos dioses no son como mi Dios. Sólo existe un gran Dios, uno solo. ¿Cómo podrán dañarme divinidades inferiores a mi Dios? Aquel a quien yo adoro es el creador del tulasi.

¡Qué admirable firmeza la de Mimosa! Pero, no hacía más que aumentar la ira de los que la rodeaban, así como el temor a que las divinidades ofendidas se vengasen.

Mimosa utilizó el combustible y, para sorpresa de sus vecinos, no le ocurrió ningún mal, por lo menos en aquel momento. Sin embargo, continuaron diciendo: «Parpom», o sea, «ya veremos», burlándose de ella.