Mimosa

La joven hindú

Semillas divinas

En aquella hora amarga, Mimosa encontró un nuevo socorro divino. En el pueblo había algunas familias cristianas. Ninguna, excepto una, se ocupaba de ella porque pertenecían a otra casta; y después de todo eran cristianas sólo de nombre. Es fácil criticar a esa gente y asombrarse por su falta de amor. Pero si se hubiesen entrometido en los problemas de Mimosa, es muy probable que no pudieran haber seguido viviendo en paz en ese pueblo. La casta de ella les habría hecho la vida imposible. Sólo un amor desinteresado, un verdadero amor puede obrar con abnegación. Y ese amor sincero, ¿se encuentra fácilmente?

En la familia que pertenecía a la misma casta de Mimosa, sólo la vieja abuela era una verdadera cristiana. Alguien hizo el retrato de una persona en semejante estado en estos términos: «¿Puede Dios gloriarse en esta criatura? Su espíritu está ya casi a oscuras. Demasiado débil para amar, incapaz de tener miedo, ¿qué triunfo retirar de sus luchas? ¿Para qué vivir? Un ser tan inerte, ¿puede ser precioso a los ojos de Dios?».

Tal pudo haber sido el retrato de la anciana; sin embargo, fue la mensajera del Rey. Había dejado el pueblo durante algunos años y ahora había vuelto muy vieja e ignorante. Nunca aprendió a leer, y desde hacía tiempo había olvidado las historias de la Biblia tan conocidas para ella; hasta el nombre de Jesús parecía haber escapado de su memoria. Sólo hablaba de Dios, llamándole Padre, y esta palabra llamó la atención de Mimosa. Pese a la incapacidad de la anciana, sus palabras fueron para ella como migas del Pan de vida.

–El Padre no te dejará jamás. Él nunca me abandonó. Piensa en Él y no se alejará de ti. En el celestial reposo no hay dolor y es allí a donde el Padre te llevará. Te conducirá de una manera maravillosa y estará contigo hasta en los detalles más pequeños de tu vida.

Repetía constantemente las mismas palabras, como lo hacen las personas de su edad. Luego perdió la poca memoria que tenía, y nunca más se supo lo que pensaba; pero en su lecho de muerte sus rasgos tenían una expresión de profunda paz.

Mimosa recibió también otras palabras de aliento. En su pueblo había una sala reservada para el culto cristiano. Alguien enseñaba a los niños con voz cantante y monótona que se oía desde la calle. Al pasar, Mimosa oyó las siguientes palabras: «No coloquen ustedes cenizas en sus frentes; no ofrezcan sus trenzas a los ídolos. La vanagloria es como una mordedura de serpiente. Cuando el Rey venga a juzgar, los que no le escucharon, en vano defenderán su causa».

Era más bien un conjunto de palabras desordenadas. Sin embargo, Mimosa comprendió que aludían a las cenizas de Siva, a las trenzas ofrecidas a los dioses, al orgullo que se derrumbará cuando venga el Rey. Este nombre, nuevo para ella, le sugirió una nueva idea. ¿Vendría, pues, su Señor a la tierra? Las semillas divinas que había recibido no habrían llenado el hueco de la palma de su mano. Se podían contar nueve: Dios existe; Él ama; conduce; es el Dios todopoderoso; escucha la oración; es nuestro padre amante; riega el árbol que plantó; preparó un lugar de reposo muy superior al mundo, donde no se sufre; el Señor vivió en la tierra y volverá algún día.

También había oído que al final de los tiempos habría un juicio y que nadie escaparía de él. No obstante, esta verdad era todavía muy confusa.

No sabía nada de un Salvador que había muerto por ella. En nuestra corta entrevista sólo pudimos empezar a contarle Su historia, insistiendo en que Dios la amaba. Ella le había visto sin conocerle, pues: “¿Quién es el Señor, para que crea en él?” Y antes de que el Salvador del mundo pudiera contestarle: “El que habla contigo, él es”, su padre se la llevó y no la vimos más. ¿Acaso hay obstáculos que no pueda vencer el poder del amor de Cristo? ¿Se puede medir la fuerza de la vida contenida en una débil semilla?

De todas las historias que hemos conocido desde que estamos en la India, ninguna nos ha humillado tan profundamente como la de Mimosa. A causa de nuestra falta de fe, temíamos mucho por ella. Pero al conocer el resultado de la obra de Dios en esa vida, podemos decir que ningún otra nos ha dado tanto motivo de adoración.

Es difícil imaginar a alguien privado de todo socorro espiritual para sostener su fe. Para comprender esta historia, en vez de contentarse con leerla y olvidarla, es necesario hacer un esfuerzo para imaginar la situación de Mimosa. Se hallaba en una soledad moral absoluta. Su corazón había sido sobrecogido por una hermosura que le era imposible revelar a su alrededor. Sólo veía rostros indiferentes, debía hacer frente al abrumador trabajo cotidiano. Sin embargo, sentía que alguien caminaba a su lado. Lo que Dios elegía para ella, lo aceptaba con sumisión. ¿No era acaso todopoderoso, capaz de dirigirlo todo? ¿No le había demostrado su amor de mil maneras distintas? ¿Rechazaría, como madre, lo que consideraba bueno para su hijo, con tal que se lo pudiese dar? Dios tampoco se negaría a hacerlo.

De etapa en etapa llegó a una certidumbre de fe que nada la podía hacer vacilar. Las difíciles situaciones que atravesaba no la llenaban más de perplejidad. No pedía un cielo azul, sino que, volviendo los ojos hacia el cielo gris de donde provenía el viento y la lluvia, decía: «Yo sé que todo está bien».

Sí, a pesar de que su esposo estaba ciego y privado de razón, a pesar de que la gente la señalaba con el dedo diciendo: «¿No te lo habíamos dicho?», ella podía repetir: «¡Yo sé que todo está bien!».