Mimosa

La joven hindú

Alabemos al Señor en todo tiempo

Con la larga enfermedad de los niños se terminaron los recursos de Mimosa y llegó otra vez el día en que la pobre madre no tuvo nada para darles de comer. Se acordaba de las dos rupias que le habían negado y no quería exponerse a un nuevo rechazo.

«Se lo diré a mi Padre», pensó. Hacía rato que había pasado la hora del almuerzo; en la casa no había ni una legumbre, ni un grano de arroz, y ella no podía ir a trabajar. Atrajo a sus pequeños para orar como en otras ocasiones, diciéndoles que su Padre no los abandonaría jamás. Desde su tierna infancia se habían arrodillado con ella sobre sus esteras, escuchando sus simples peticiones. Les había enseñado a agradecer a Dios por los alimentos, como lo hacen los cristianos, conforme lo había hecho su hermana en aquella tarde memorable en que la visitó en la Misión.

–Alabamos a Dios cuando tenemos alimentos –dijo a los niños que la miraban llorosos y hambrientos–, alabémosle también cuando no los tenemos.

Y se arrodillaron juntos.

–¡Oh Dios! ¡oh Dios verdadero! ¡oh Padre, le adoramos, le alabamos!

Después pidió para todos el contentamiento y el sueño.

Los niños se durmieron, pero la madre no hallaba el reposo. Hora tras hora extendía su sari ante Dios. Recordó el proverbio que su padre solía decir: El jardinero que debe regar un gran jardín, ¿no olvida a veces una pequeña planta?

–Padre, mis niños y yo somos sus plantas y usted debe ocuparse del mundo entero; tal vez nos olvidó esta tarde. Pero no importa; ¿quién soy yo para recordárselo? No puedo dudar de usted. Sólo le pido que nos ponga debajo de sus alas como la gallina pone a sus pollitos.

Era cerca de la media noche. La casa, demasiado pobre, no tenía luz. Habían orado en la oscuridad y luego, igualmente en la oscuridad, los niños se habían acostado; mas Mimosa quedó largo tiempo de rodillas.

Para la gente de la India, las tinieblas son el reino de los demonios. En tiempo de una epidemia de cólera, recorriendo yo las calles oscuras de Dohnavur, nadie abría la puerta –incluso en los casos más graves– sin formular una serie de preguntas cautelosas que manifestaban el temor.

–Teníamos temor de los demonios –era la excusa acostumbrada cuando al fin me dejaban entrar.

Esa noche, en las calles apenas iluminadas por las estrellas, se oyeron pasos. Alguien se detuvo frente a la puerta de Mimosa.

–¡Mimosa!

Ella abrió inmediatamente al reconocer la voz, y a la luz del cielo estrellado vio, erguido ante ella, a su primo que ya la había socorrido en otra ocasión. Ella se había cuidado de no ponerle al tanto de las circunstancias que atravesaba nuevamente la familia, porque él no creía en su Dios.

–¿Tienes con qué alimentarte? ¿No tienen hambre los niños?

¿Qué podía responder Mimosa? Sabía que quien lo enviaba en aquella hora era su Dios, y de gozo, no pudo decir ni una palabra. El Jardinero no había olvidado a sus plantitas. Pero, en este asunto el honor por su Dios estaba en juego porque el primo era un hombre inconverso. Hubo, pues, un momento de silencio.

–Mira –dijo señalando a sus hijos dormidos sobre las esteras–, somos felices y esto es lo esencial; ¿no vale más la felicidad que el alimento? Lloraron un poco, pero ahora duermen porque nuestro Dios los consoló.

El primo no lo entendía así. Entonces Mimosa encendió una mecha impregnada en aceite y despertó a los niños. A la vacilante luz de la llama vieron maravillados una olla de arroz con legumbres, comida que habían ansiado.

El primo no supo explicar qué lo había empujado a venir. Lo único que pudo decir fue que algo lo había mantenido despierto; obsesionado por la idea de que debía llevarles comida con toda urgencia, se levantó y, tomando el resto de su propia cena, se la trajo.