La vasija que contenía el maná
El manicomio más cercano al pueblo de Mimosa se encontraba a 800 km. Si hubiesen sido 8.000 km, hubiera sido lo mismo, pues para que un enfermo fuera admitido, debían llenarse ciertas formalidades, las que Mimosa ignoraba. A lo mejor, ni siquiera sabía que existían manicomios; por lo tanto no podía hacer atender a su marido.
Vivió ese período de pruebas, como lo contó más tarde, con su sari en la mano. Era su manera de orar habitual, sin pronunciar palabras, vislumbrando por la fe la llegada del auxilio. No trataba de comprender el porqué de esas pruebas; las aceptaba pacientemente y con la certeza de que, si su Dios las enviaba, todo estaba bien. Lo único que rogaba encarecidamente era que su marido recobrase la razón. Porque ¡cuánta paciencia necesitaba para cuidar de un ciego insensato!
Poco a poco se pudo constatar una mejoría en el estado mental y también en la vista del enfermo.
–No recibimos ninguna ayuda, pues no conocía ningún remedio; además, no hubiera tenido dinero para comprar medicamentos. La curación llegó sólo de Dios –nos contó después.
Durante todos esos años, aquí en Dohnavur, Star no supo nada de su hermana. Se las habían mantenido separadas una de la otra. A Mimosa nunca se le permitió que acompañara a sus hermanas mayores cuando algunas veces vinieron a vernos. Finalmente, un día, Star oyó hablar de las desgracias de Mimosa y se preguntó cómo podía ponerse en contacto con ella. Mimosa no sabía leer y sería muy poco probable que le transmitieran un mensaje oral. Después de reflexionar, Star decidió escribir, y sintió la necesidad de dirigirse a ella como a una hermana en la fe. Abrió su Biblia en el Salmo 27, y sin saber quién la dirigía, escribió el versículo 10, el cual, en la traducción tamil dice: “Aunque mi padre y mi madre me dejaran, el Señor me atraerá más cerca de él”. Y pidió a Dios que inclinara el corazón de alguien para que le leyera esta carta a Mimosa.
El Señor contestó su oración. La misiva de Star llegó a su destino y un primo complaciente se ofreció a leerla. Mimosa escuchó temblando de alegría. El primo leía con tono monótono como si estuviese cantando una endecha hindú, pero Mimosa recibió estas palabras como perlas preciosas. Terminada la lectura, tomó la carta, la única que había recibido en su vida, la llevó a sus ojos respetuosamente, según la costumbre oriental, la dobló con cuidado y la puso en la caja donde conservaba el único objeto de valor que poseía: el acta de compra de su casita. Su preciosa carta, que contenía esas valiosas palabras de vida, era como la vasija de oro que encerraba el maná en el arca del pacto. Y con el correr del tiempo, cuando las dificultades la agobiaban o cuando tenía una gran necesidad de sustento, sacaba la carta de la caja, la desdoblaba con precaución y trataba de recordar las palabras escritas; y si su primo se encontraba en el vecindario, le rogaba que la leyera nuevamente. Entonces, sostenida por ese maná escondido, sus fuerzas se renovaban para seguir luchando. Pero a su primo nunca se le ocurrió que pudiera escribirnos y darnos alguna noticia de Mimosa. Ella, por su parte, no tenía idea de que existiera la posibilidad de comunicarse con la misión, de modo que Star siguió ignorando totalmente la situación de Mimosa.