Mimosa

La joven hindú

Las cinco rupias

Todos esos sentimientos interiores nos fueron relatados por Mimosa misma cuando volvió a Dohnavur más tarde. Normalmente no hablaba de sus experiencias personales; las guardaba íntimamente, al abrigo de las vanas conversaciones. Pero cuando se dio cuenta de que, entre nosotros, los hijos de Dios, solicitábamos el constante cuidado del Padre celestial hasta en los más pequeños detalles de la vida, nos encontramos en el mismo terreno. Empezó, pues, a contar algunas de sus experiencias. Nosotros escuchábamos, admirados por las distintas manifestaciones del amor de nuestro Dios. Recordábamos aquella única tarde, muchos años atrás, en la que Mimosa recibió grandes impresiones: su asombro al entrar por primera vez en un hogar cristiano, su alegría al encontrarse con su hermana, lo que le habíamos contado en relación con la Verdad, verdad que habíamos sembrado con tan poca fe, casi olvidando que la verdad de Dios es imperecedera. En fin, recordábamos el horrible dolor de los últimos momentos, dolor que nos parecía lo suficientemente grande como para ahogar esa pequeña semilla. Sin embargo, lo que había sido sembrado en condiciones tan desfavorables había crecido, echado raíces y dado frutos como un bello arbusto plantado junto a un arroyo. Nada de esto habría sucedido si el Señor Jesús, en su insondable amor, no se hubiese ocupado de ella.

En un momento en que el horizonte se oscurecía de nuevo, Mimosa recibió otro testimonio de los cuidados de su Dios. Esto es lo que le sucedió:

El techo de la casa de Mimosa, hecho con palmeras, debía ser reparado. Bastaban cinco rupias para dejarlo en estado de soportar las fuertes lluvias traídas por el monzón, estas lluvias torrenciales que hacen del sur de la India un miserable lugar. Las habitaciones se hacen pensando solamente en el verano, olvidando con total imprevisión el invierno y la lluvia. Cambian las hojas de palmera muy seguido, porque en cuanto esas hojas comienzan a pudrirse, el techo deja filtrar el agua y, como dice el refrán, «se puede subsistir en una casa donde reina el dolor, pero donde el techo gotea, es imposible vivir».

Los alimentos eran caros y los hijos de Mimosa habían llegado a la edad en que necesitaban comer bien. Mimosa sabía que debía pensar primero en alimentar a su familia. No podía gastar las cinco rupias, pese a que debía rehacer el techo.

Todos sus esfuerzos por ganar más dinero resultaban inútiles. Estaba al límite de sus fuerzas y no podía poner aparte ni un centavo. Nadie conocía esta situación sino sólo su Dios.

Un día, mientras Music y su hermano menor jugaban alrededor de la casa, pasó un cortejo de bodas con sus músicos a la cabeza. Cuando la polvareda levantada a su paso se dispersó, Music, que había gozado de la algarabía, vio algunos pedacitos de papel en medio de la calle.

En su casa, la única carta recibida era la de Star, encerrada cuidadosamente en una caja. No tenían libros ni diarios, pues hasta el más pequeño pedazo de papel debía comprarse en algún bazar o librería. Por lo tanto, Music se precipitó sobre ese tesoro, era justamente lo que necesitaba para envolver el pedacito de azúcar de palma que su madre le daba de vez en cuando como recompensa por su ayuda. Como uno de esos papeles estaba sucio, lo dejó y uno de sus compañeritos de juego, menos delicado que él, lo tomó.

–¡Mamá, mamá –gritó Music corriendo hacia la casa–, mira lo que encontré!

Y le pidió que guardara esas cinco hojitas de papel para envolver su azúcar. Su madre las tomó y observó que estaban impresas y recortadas de una manera especial.

–No es cualquier papel –dijo al niño que esperaba con impaciencia.

Recordó haber oído hablar de papel moneda, y aunque nunca lo había visto, pensó que esto bien podía ser. Llevó, pues, las hojitas a un vecino. Sí, cada papel valía una rupia, le dijeron. El otro niño se había llevado dos rupias y media, ella tenía cinco rupias. ¡Las cinco rupias que necesitaba! Pensó en su techo; pero era posible que se hallara el dueño de ese dinero; así, pues, esperó.

La noticia del hallazgo pasó de boca en boca y alguien se presentó a la puerta de su casa. Sí, su hijo había encontrado los billetes, confirmó ella, y fue a buscarlos. Pero, ¡cuán grande es la gracia de Dios! El hombre sonrió, sacudió la cabeza y dijo:

–Que el pequeño se quede con ellos. Y se fue.

Así pues, sin ser defraudada nunca, podía proseguir su camino con apacible confianza. Esta mujer, que vivía en una absoluta soledad moral, conoció a Aquel que prometió: “Daré aguas en el desierto, ríos en la soledad, para que beba mi pueblo, mi escogido” (Isaías 43: 20).

Esta historia, escrita, pierde mucho de su valor; primero, a causa del idioma, luego, porque debe caber en un libro. Es como el perfume que se disipa al entrar en contacto con el aire, como los colores del alba que se desvanecen al llegar el pleno día. Muchas veces he deseado que esta ojeada en la vida de aquella mujer hindú fuera comunicada con otro sentido más elevado que el de la vista y el oído.