Mimosa

La joven hindú

Booz

Mayil apenas hacía sus primeros pasos cuando nació otro pequeño ser, que iba a ser la alegría de su madre.

Music, así lo llamó, parecía ser un niño demasiado sensible y puro para este mundo de pecado y miseria. Como su hermanito, pronto tuvo que pasar días malos. Su madre estuvo muy enferma. Para cuidarla, sólo estaba Kinglet, de cinco años de edad, y su esposo que, aunque perezoso, no era mal hombre; justamente en aquel momento estaba en casa.

Diez días después del nacimiento del bebé, Mimosa llamó a su marido, quien no había observado que la provisión de arroz disminuía. Él vivía como en un sueño y Mimosa debía hacer frente a las duras realidades de la vida. Estaba segura de que muy pronto no tendrían más que comer. Creyó que podría ir a trabajar, pero la voluntad que le había sostenido a través de tantas pruebas la dejaba sin socorro ante su gran debilidad.

–Todavía no puedo volver a los campos –dijo a su marido–; ¿quisieras ir a la ciudad donde vive mi hermano menor y contarle lo que pasa? Dile que estoy enferma, que nuestro alimento se acabó y que, si quiere prestarme algo se lo devolveré lo más pronto posible. Dos rupias serán suficientes.

Este hermano había recibido la misma buena educación que el mayor, de quien hablaremos más tarde. Había estado enfermo y los misioneros lo habían cuidado noche y día con abnegación. Al igual que su hermano mayor, fue bautizado; se había hecho cristiano, de nombre solamente, y por mucho tiempo se conformó con una profesión sin vida. Mimosa lo sabía muy bien. Aunque «nunca me habló de lo que antaño había creído, no puede haberlo olvidado todo; seguramente tendrá piedad de nosotros», pensó. Gracias a sus estudios en la escuela europea, este hombre gozaba de una buena posición económica. A Mimosa le pareció imposible que se negara a prestarle ese dinero.

Después que su esposo salió, Mimosa reflexionó. Nunca había pedido nada a nadie. Pensó que tal vez había hecho mal en pedir prestado ese dinero.

Al fondo de la casa había un cuartito sin ventana, con tan solo una puerta que se abría desde la galería interior. Mimosa guardaba allí su provisión de arroz… cuando había algo para guardar. Allí también se refugiaba para orar; pues allí estaba tranquila, lejos del ruido de la calle.

Esa mañana, levantándose lentamente de la estera en la que estaba acostada, y apoyándose contra la pared, se arrastró hacia la pequeña habitación, apretando a su bebé entre sus brazos, acompañada por sus dos varoncitos mayores. Dejó la puerta entreabierta para que los niños no se asustaran en la oscuridad. Los rodeó con sus brazos, y contó a su Padre lo que había hecho. Le dijo que era la primera vez que obraba así, y que, si su diligencia no daba resultado, comprendería que Él tenía otros recursos para ella.

–Y lo que usted hace, Padre, está bien.

Su marido volvió después de haber recorrido 50 km de balde. No traía ni un centavo. El hermano menor no quiso prestar el dinero.

–Ella está débil; ¿cómo sabré yo que podrá trabajar y me lo reembolsará? –había dicho.

Entonces Mimosa volvió con sus tres hijos a la pequeña habitación oscura que sólo contenía recipientes vacíos.

–Padre, está bien. Todo lo que usted haga está bien. Pero ¿cómo alimentaré a los niños?

Se detuvo un momento y la oyeron murmurar:

–Padre, no puede ser que deje a sus corderitos con hambre, y sin embargo, parece que debe ser así; no lo puedo comprender, pero sé que todo está bien.

Salió con los niños y cerró la puerta.

La joven madre tenía un pariente lejano, en cuyos campos podía trabajar, como Rut en los campos de Booz. Era un hombre justo. Había observado a Mimosa; sabía que cumplía fielmente su trabajo y que no necesitaba vigilarla. Ese mismo día se presentó en la pobre morada; venía a ver si pronto estaría en condiciones para trabajar. Mimosa le contestó que no sabía cuándo tendría fuerzas para hacerlo.

–Manda a tu marido en tu lugar –sugirió naturalmente, y se iba a retirar cuando reparó en los fatigados rasgos de Mimosa. Interrogándola con bondad, pudo hacerle confesar su amargo desamparo y angustia.

–¡Esto no puede seguir así! –exclamó.

Y de vuelta a su casa le mandó provisiones para una semana. Esta intervención logró sacar al marido de su indolencia y hacerle emprender algún trabajo honrado; el préstamo fue devuelto en pocos días, llenando de gozo el corazón de Mimosa. Una vez más volvió al oscuro cuartito que ya no se encontraba vacío para agradecer a Dios.

Su fe había obtenido respuesta.