La marca de Siva
A cierta distancia del pueblo de Mimosa se encontraba una célebre ciudad, verdadera ciudadela de la religión hindú. Su templo estaba ubicado a una altura desde donde se dominaba toda la ciudad. Allí sucedían cosas indescriptibles. Se podía comparar a Sodoma.
El marido de Mimosa se fue a vivir allí con su hermano y llevó consigo a su hijo mayor. A pesar de todos sus esfuerzos, Mimosa no pudo impedir que se fuera. Su marido era un hombre obstinado, como lo son todas las personas sin voluntad propia.
Un rico mercader, conocido suyo, necesitaba un joven para ayudarle en su negocio. Kinglet obtuvo el puesto; pero para poder trabajar debía conducirse como un buen hindú y llevar la marca de Siva en su frente. Su padre lo llevó, pues, al templo. Era un inmenso edificio, con pilares y cielo raso esculpidos, y puertas que se hubiera dicho, imposibles de abrir.
De día ya era impresionante; de noche era realmente espeluznante. Kinglet y su padre fueron de noche. Entraron por las puertas formidables, por las que solamente ciertas castas pueden pasar. Atravesaron el inmenso edificio y llegaron al santuario donde centenares de luces titilaban alrededor del altar. Allí, el padre ordenó al hijo que se pusiera cenizas de Siva en la frente, para ser reconocido como un adorador de la divinidad.
Kinglet se acordó de su madre, sacudió la cabeza y trató de apartarlas. Pero ¿qué podía hacer un niño solo contra influencias tan poderosas? Su padre lo amenazó; la oscuridad hizo el resto. Cedió, y las cenizas fueron aplicadas cada día, desde entonces, en su frente. Siva había ganado la batalla.
Cuando Mimosa lo supo, se retiró a su pequeño santuario.
–Oh, Padre mío, ¿cómo podré soportar esto? Creo que todo acabará mal. No lo puedo comprender. ¿No será contestada mi oración? Yo le había pedido otra cosa para mi hijo.
Y sus lágrimas corrían más amargas que cuando murió Mayil. Esto era peor que la muerte. Sufrió una verdadera tortura, y aún hoy, pese a que su hijo no lleva más la marca de las cenizas, porque aquello pasó hace mucho tiempo, apenas puede contarlo sin que su alma se estremezca con este recuerdo.
Después de esto, su corazón se llenó nuevamente de paz sin que ella supiera de qué manera.
–No le importunaré más con mis preguntas –dijo en voz alta. (Siempre oraba en voz alta, salvo cuando una alegría o una tristeza muy grande le impedía hablar)–. Dejo todo en sus manos; usted me condujo maravillosamente hasta en los más pequeños detalles. ¿No me prometió que se haría cargo de mis cosas? ¿Acaso no es cierto lo que me dijo la anciana una vez? Yo y los míos, mi marido y mis hijos estamos bajo su cuidado. Entonces, nada tengo que temer.
Tales sentimientos se asemejan mucho a lo que es el triunfo de la fe. Desde entonces, Mimosa podía alegrarse cuando tenía buenas noticias de su hijo. Supo que él era el único joven perfectamente honesto a quien su patrón había hallado.
–Había pedido a mi Padre que me diera hijos absolutamente rectos –dijo un día–, y Kinglet lo fue. Este mercader vendía toda clase de cosas: aceite, nueces de coco, especias y frutas; podía confiarlas enteramente en manos de mi hijo. Cuando Kinglet dejó de trabajar para él, el hombre lloró y dijo: «Nunca encontraré otro empleado como él».
Cuando dos veces al año su hijo volvía a pasar cinco días con su madre, la alegría de Mimosa era inmensa, aunque se entristecía viendo las cenizas en la frente del muchacho.
Limpiaba las cenizas, pero no podía impedir que le colocaran otras al volver al trabajo. Todo lo referente al rito pagano le causaba horror. Había preservado a su hijo de toda forma de idolatría desde su niñez, ¡además era su primogénito!