Los últimos días de Jacob
El descenso a Egipto y la muerte de Jacob
Los últimos capítulos del libro del Génesis tratan de la salida de Jacob y de su familia y de su establecimiento en Egipto; de los hechos de José durante los años del hambre, de la bendición de los doce patriarcas por parte de Jacob, de la muerte de este y de su entierro.
No nos detendremos a considerar los detalles de estos diversos asuntos, si bien contienen materia para la meditación de toda persona espiritual. Solamente queremos hacer notar los infundados temores de Jacob, disipados a la vista de su hijo vivo y elevado; la gracia manifestada en su potencia soberana que todo lo gobierna y dirige, aunque evidentemente acompañada de juicio, porque los hijos de Jacob quedan obligados a descender al mismo país al que habían enviado a su hermano.
El final de la carrera de Jacob constituye un bello contraste con todas las escenas de su historia, tan fecunda en sucesos. Hace pensar en el anochecer sereno que termina un día tormentoso; el sol, al que las nubes y las nieblas habían ocultado durante el día, se pone brillante de majestad, dorando el occidente con sus rayos y prometiendo para mañana un día muy bello. Lo mismo ocurre con nuestro anciano patriarca. Todos los hechos que han debilitado su vida –todas sus astucias, sus artificios, sus vueltas, sus engaños, sus temores egoístas que eran frutos de su incredulidad–, todas esas oscuras nubes de la naturaleza y de la tierra se han desvanecido. Jacob aparece con toda la serenidad de la elevación de la fe, dispensando bendiciones y confiriendo dignidades según el conocimiento santificado que no se puede adquirir más que en la comunión con Dios.
Aunque sus ojos estén empañados, la vista de la fe es penetrante. No se equivoca en cuanto a la posición respectiva asignada, en el consejo de Dios, a Efraín y Manasés. No es como su padre Isaac, en el capítulo 27, quien “se estremeció… grandemente” (v. 33) a la vista de un error casi funesto. Al contrario, con inteligencia responde a su hijo menos informado: “Lo sé, hijo mío, lo sé” (cap. 48:19). Su vida espiritual no fue oscurecida por sus sentidos. Jacob aprendió en la escuela de la experiencia a mantenerse sujeto a la intención de Dios, y ninguna influencia de la naturaleza puede desviarlo.
El capítulo 48:11 nos da un precioso ejemplo de la manera en que Dios se eleva por encima de todos nuestros pensamientos y se muestra superior a todos nuestros temores: “No pensaba yo ver tu rostro, y ha aquí Dios me ha hecho ver también a tu descendencia”. Para la naturaleza, José estaba muerto, pero Dios lo veía vivo, ocupando el primer lugar de autoridad junto al trono.
Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman
(1 Corintios 2:9).
¡Ojalá podamos tener una inteligencia más grande acerca de Dios y sus caminos!
Es interesante ver cómo son presentados los títulos de “Jacob” y de “Israel” al final del libro del Génesis. En el capítulo 48:2 leemos: “Y se le hizo saber a Jacob, diciendo: He aquí tu hijo José viene a ti. Entonces se esforzó Israel, y se sentó sobre la cama”. Además, la Palabra añade inmediatamente: “Y dijo (Jacob) a José: El Dios Omnipotente me apareció en Luz” (v. 3). Sabemos que todo en la Escritura tiene un sentido especial, de forma que el empleo alternativo de esos dos nombres debe contener alguna instrucción. Generalmente podemos ver que “Jacob” expresa la profundidad a la cual Dios ha bajado, e “Israel” la altura a la cual Jacob ha sido elevado.
Aspectos proféticos
La gracia que se manifiesta en José de un extremo al otro de su vida no es menos admirable. Aun cuando fuera elevado a la gloria por Faraón, se esconde de cierto modo y liga al pueblo a su rey bajo una obligación perpetua. Dijo Faraón al pueblo: “Id a José, y haced lo que él os dijere” (cap. 41:55), y de hecho les contestaba José: “Os he comprado hoy, a vosotros y a vuestra tierra, para Faraón” (cap. 47:23). Todo esto tiene un grande y conmovedor interés, y transporta el alma por anticipado a los tiempos venideros, cuando, por decreto de Dios, el Hijo del Hombre tome en sus manos las riendas del gobierno y reine sobre toda la creación redimida; cuando ocupe su Iglesia, la esposa del Cordero, el lugar más íntimo y más cercano a él, según los eternos consejos de Dios, cuando la casa de Israel, plenamente restaurada, se alimente y se sostenga por su mano bienhechora y toda la tierra conozca la indecible bienaventuranza de hallarse bajo su cetro. Pero, cuando todas las cosas le estén sujetas, “entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos” (1 Corintios 15:28).
Tales hechos nos dan una idea de todo lo que encierra para nosotros la historia de José. Dios nos manifiesta en ella claramente, en figura, la misión del Hijo para con la casa de Israel; su humillación y el desprecio de que fue objeto; la aflicción profunda, el arrepentimiento final y la restauración de Israel; la unión de Cristo con la Iglesia; la elevación y el gobierno universal de Cristo, y, por último, dirige nuestras miradas al tiempo en que “Dios será todo en todos”.
Huelga añadir que todas estas cosas que nos han ocupado en este libro están enseñadas y ampliamente establecidas de un extremo al otro de las Escrituras. No las fundamos, por tanto, en la historia de José, si bien, por cierto, es edificante hallar ya en esos tiempos primitivos las figuras de todas las verdades preciosas, lo que es una prueba admirable de la unidad divina de toda la Sagrada Escritura. En el Génesis, como en la epístola a los Efesios; en los profetas del Antiguo Testamento como en los del Nuevo, encontramos en todas partes las mismas verdades.
Toda la Escritura es inspirada por Dios
(2 Timoteo 3:16).