Estudio sobre el libro del Génesis

Génesis 15

Jehová hace pacto con Abraham

“Yo soy tu escudo y tu galardón”

Después de estas cosas vino la palabra de Jehová a Abram en visión, diciendo: No temas, Abram; yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande” (v. 1). Dios no permitió que su siervo sufriera pérdida alguna por haber rechazado las ofertas del mundo. Valía infinitamente más para Abraham verse resguardado por el escudo de Jehová que refugiarse bajo la protección del rey de Sodoma; esperar su galardón “sobremanera grande” que aceptar “los bienes” de Sodoma. La condición en que se ve colocado Abraham, en el primer versículo de este capítulo, representa de un modo admirable la que disfruta el alma mediante la fe en Cristo. Jehová era su “escudo” para que se apoyara en él. Jehová era su “galardón” para que esperara en él, y así ahora el creyente halla su reposo, su paz, su seguridad, su todo en Cristo. No hay dardo del enemigo que penetre el escudo que protege al más débil creyente en Jesús.

En cuanto al porvenir, Cristo le basta. ¡Preciosa porción, preciosa esperanza! Jamás se agotan sus bienes; la esperanza no le desilusiona, y la una y la otra resultan infaliblemente ciertas por el consejo de Dios y por la expiación llevada a cabo por Cristo. Ya disfrutamos de estas cosas mediante el ministerio del Espíritu Santo que mora en nosotros. Y ya que esto es así, es evidente que el creyente que opta por un proceder mundano, o que se deja llevar por los deseos carnales, no podrá disfrutar ni del “escudo”, ni del “galardón”. Si se contrista al Espíritu Santo, no nos hará gozar de lo que constituye los “bienes” y la esperanza propios del creyente. Por eso, como lo vemos en esta parte de la historia de Abraham, después de haber vuelto de la batalla y rehusado la oferta del rey de Sodoma, Dios se le presenta bajo el doble carácter de “escudo” y “galardón… sobremanera grande”. Permítase el corazón considerar esto porque contiene un volumen de verdad profundamente práctica.

Hijo y heredero

El resto del capítulo expone los dos grandes principios sobre los cuales descansa la calidad de hijo y de heredero. “Y respondió Abram: Señor Jehová, ¿qué me darás, siendo así que ando sin hijo, y el mayordomo de mi casa es ese damasceno, Eliezer? Dijo también Abram: Mira que no me has dado prole, y he aquí que será mi heredero un esclavo nacido en mi casa” (v. 2-3). Abraham deseaba un hijo porque sabía, por la misma palabra de Dios, que había de heredar el país (cap. 13:15). La calidad de hijo y la de heredero están inseparablemente unidas en los pensamientos de Dios. “Un hijo tuyo será el que te heredará” (v. 4). La calidad de hijo es la verdadera base de todo, y, además, el resultado del soberano consejo y de la operación de Dios, de modo que leemos en la epístola de Santiago, capítulo 1:18, que “Él, de su voluntad, nos hizo nacer”, y, por fin, esta calidad descansa sobre el principio eterno y divino de la resurrección. ¿Cómo podía ser de otro modo? El cuerpo de Abraham estaba “casi muerto” (Hebreos 11:11-12), de suerte que aquí, como en todo, la calidad de hijo no pudo existir sino por la potencia de la resurrección. La naturaleza está muerta y no puede engendrar en absoluto para Dios. La herencia se desplegaba, en toda su extensión y magnificencia, ante la vista de Abraham, pero ¿dónde estaba el heredero? El cuerpo de Abraham, como el vientre de Sarai, responden muerte (cap. 17:17), pero Jehová es el Dios de la resurrección, siendo por lo mismo un cuerpo muerto el material apropiado para su obra. Si la naturaleza no estuviera muerta, sería necesario que Dios la hiciera morir antes de poder manifestar plenamente su potencia en ella. La esfera que más conviene al Dios viviente es una escena de muerte de la cual se hayan excluido las vanas y orgullosas pretensiones del hombre. He aquí la razón por la cual Jehová dijo a Abraham: “Mira ahora a los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: Así será tu descendencia” (v. 5). Cuando el alma contempla al Dios de la resurrección, no hay límite para las bendiciones de las cuales ella resulta objeto, porque nada le es imposible al que puede dar vida a los muertos.

La fe de Abraham

Abram

Creyó a Jehová, y le fue contado por justicia (v. 6).

La imputación de la justicia que aquí se hace a Abraham descansa sobre la fe de Abraham en Dios como quien vivifica a los muertos. Bajo este carácter Dios se revela a un mundo en el cual reina la muerte; y el alma que cree en él, como a tal, es tenida por justa delante de Dios. El hombre, por lo mismo, está necesariamente excluido como cooperador, porque ¿qué puede él hacer en medio de una escena de muerte? ¿Abrirá él las puertas del sepulcro? ¿Podrá sustraerse al poder de la muerte y salir, vivo y libre, fuera de los límites de su triste reino? No, ciertamente; y, por consiguiente, no puede efectuar la justificación ni establecerse en la relación filial. “Dios no es Dios de muertos, sino Dios de vivos” (Marcos 12:27); y esta es la razón por la cual, mientras el hombre está bajo el poder de la muerte y bajo el dominio del pecado, no puede conocer la relación de hijo ni la condición de justificado. De modo que solamente Dios puede conferir al hombre la adopción de hijo, como asimismo él solo le puede imputar la justicia, y estas dos cosas están unidas a la fe en él como a quien ha resucitado a Cristo de los muertos.

Bajo este aspecto la epístola a los Romanos nos presenta, en el capítulo 4, la fe de Abraham, diciendo: “Su fe le fue contada por justicia. Y no solamente con respecto a él se escribió que le fue contada, sino también con respecto a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro” (v. 22-24). El Dios de la resurrección se nos presenta a nosotros también, como el objeto de la fe, y nuestra fe en él cual único fundamento de la justificación. Si después de haber levantado sus ojos hacia la bóveda celeste, sembrada de innumerables estrellas, Abraham los hubiera fijado en seguida en su “cuerpo, que estaba ya como muerto” (Romanos 4:19), no habría podido concebir nunca el pensamiento de una descendencia tan numerosa como las estrellas. ¡Imposible! Pero Abraham no consideró su propio cuerpo, sino el poder de Dios para levantar de los muertos; y ya que este es el poder que debe hacer nacer la descendencia prometida, las estrellas del cielo y la arena en las playas del mar no eran más que débiles símbolos; porque ¿qué objeto natural podría posiblemente ilustrar el efecto de ese poder que puede resucitar a los muertos?

Asimismo, si un pecador que oye la buena nueva del Evangelio pudiera ver con sus ojos la luz pura de la presencia de Dios, y descendiera luego a las profundidades inexploradas de su propia naturaleza pecaminosa, podría exclamar con razón: ¿Cómo llegaré yo jamás a la presencia de Dios? ¿Cómo me hallaré yo jamás en condiciones de habitar en esta luz? ¿Dónde está la respuesta? ¿En él mismo? No, bendito sea Dios, sino en aquel Bendito que fue desde el seno del Padre a la cruz y a la tumba y que de allí fue exaltado al trono, salvando de este modo en su Persona y en su obra todo el espacio que separa esos dos extremos. No puede haber nada más elevado que el seno del Padre, morada eterna del Hijo, ni nada más bajo que la cruz y la tumba; pero ¡verdad maravillosa! encontramos al Cristo en el seno de Dios y en el sepulcro. Descendió a la muerte para dejar detrás de sí, en el polvo de la tumba, todo el peso del pecado y de las iniquidades de su pueblo, mostrando en la tumba el fin de todo lo que es humano, el fin del pecado, el último límite del poder de Satanás. La tumba de Jesús es el gran fin de todo. Pero la resurrección nos lleva más allá de este término, y constituye el fundamento imperecedero sobre el cual descansa la gloria de Dios y la dicha del hombre para siempre jamás. Desde el momento en que el ojo de la fe contempla al Cristo resucitado, encuentra en él una respuesta triunfante en orden a todo lo que se relaciona con el pecado, el juicio, la muerte y el sepulcro. El que los venció divinamente, resucitó de los muertos y se sentó a la diestra de la Majestad en los cielos, y, lo que es más, el Espíritu del resucitado y glorificado hace del creyente un hijo. El creyente sale vivificado de la tumba de Cristo, como está escrito: “Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados” (Colosenses 2:13).

Hijos o hijas por gracia

Vemos, pues, que la calidad de hijo, fundada en la resurrección, está unida a la justificación, a la justicia y a la perfecta liberación de todo lo que pudiera estar de alguna forma en contra de nosotros. Dios no pudo admitirnos en su presencia con el pecado sobre nosotros; ni una mancha de pecado puede tolerar en sus hijos e hijas. El padre del hijo perdido no pudo admitir a su mesa a su hijo envuelto en los andrajos del país lejano (Lucas 15:11-24). Pudo salir al encuentro del pródigo andrajoso y echarse sobre su cuello y besarle, lo que fue un hecho digno de la gracia y que caracteriza a esta gracia de un modo admirable; pero le fue imposible sentar al hijo vestido de harapos a su mesa. La gracia que impulsó al padre a salir al encuentro del hijo pródigo reina por la justicia que trajo a este último a la casa del padre. Si el padre hubiera esperado que el hijo mismo se hubiese provisto de ropa para cubrirse, esto no habría sido gracia, como tampoco habría sido justo introducirle en la casa vestido de andrajos. Pero cuando el padre sale al encuentro de su hijo y se echa sobre su cuello, la gracia y la justicia resaltan a una claramente y con toda la hermosura propia de cada una de ellas, pero no por eso conceden al hijo lugar a la mesa del padre antes de que sea vestido de un modo digno de su alta y bendita posición. Dios, en Cristo, descendió hasta el grado más bajo de la condición espiritual del hombre, para que, por su humillación, pudiera elevar al hombre al más alto grado de felicidad: la comunión con Él. De esto resulta patente que nuestra calidad de hijos, con toda la gloria y los privilegios correspondientes, no depende de ningún modo de nosotros. Para el caso, no valemos más que el cuerpo amortecido de Abraham y el seno muerto de Sarai en orden a la numerosa descendencia como las estrellas del cielo y como la arena del mar. Todo es de Dios. Dios el Padre ha concebido el pensamiento de ello, el Hijo ha puesto su fundamento y el Espíritu Santo ha levantado el edificio. Y sobre este edificio está la inscripción: “Por gracia sois salvos por medio de la fe”(Efesios 2:8) y

El hombre es justificado por fe sin las obras de la ley
(Romanos 3:28)

Herencia y sufrimientos

Pero el capítulo que nos ocupa nos presenta otro asunto igualmente importante, a saber, la calidad de heredero. Una vez arreglado ya entera y divinamente, sin condición, el asunto de la calidad de hijo y de la justicia, dice el Señor a Abraham: “Yo soy Jehová, que te saqué de Ur de los caldeos, para darte a heredar esta tierra” (v.7). Aquí se nos presenta y se trata la gran cuestión de la herencia, como también el camino especial que deben recorrer los herederos elegidos para llegar a la heredad prometida. “Si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Romanos 8:17). El camino que conduce al reino pasa por el sufrimiento, la aflicción y la tribulación, pero, gracias a Dios, por la fe podemos decir: “Las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Romanos 8:18); y otra vez: “Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Corintios 4:17); y finalmente: “Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza” (Romanos 5:3, 4). Es gran honra y privilegio real para nosotros que nos sea permitido poder beber de la copa de nuestro bendito Señor, ser bautizados con su bautismo (Lucas 12:50) y recorrer –en dichosa comunión con él– el camino que conduce directamente a nuestra herencia gloriosa. El Heredero y el coheredero llegan ambos a esta herencia por la senda del padecimiento.

Cristo sufrió por nosotros

De todos modos, recordemos que los sufrimientos de los cuales participan los coherederos están desprovistos de todo elemento penal. Los coherederos no tienen que sufrir bajo la mano de la justicia infinita a causa del pecado; este sufrimiento lo ha padecido y agotado por nosotros en la cruz el Cristo, la víctima divina, cuando encorvó su frente santa bajo los golpes de la justicia divina. “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados” (1 Pedro 3:18), y esta “sola vez” fue en la cruz y no en otra parte. Antes no sufrió por el pecado, ni podrá jamás sufrir por el pecado otra vez.

Pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado
(Hebreos 9:26).

“Cristo fue ofrecido una sola vez” (Hebreos 9:28).

Podemos contemplar los padecimientos de Cristo bajo dos aspectos: primero, cual herido de Jehová; luego, cual rechazado de los hombres. Bajo el primer aspecto, sufrió solo; bajo el segundo, tenemos el honor y el privilegio de ser sus asociados. Cristo, herido por Dios a causa del pecado, sufrió solo, pues ¿quién podía participar con él? Soportó solo la ira de Dios; descendió solo al “valle escabroso, que nunca haya sido arado ni sembrado” (Deuteronomio 21:4), y allí arregló para siempre el asunto del pecado. Nada tuvimos que ver con esto, aunque de todo esto somos eternamente deudores. Cristo combatió y se adjudicó la victoria solo, del todo solo, pero con nosotros reparte despojos. Estuvo solo en el “pozo de la desesperación, del lodo cenagoso”, pero, desde el momento en que pone el pie sobre la “peña” eterna de la resurrección, nos asocia consigo mismo. Estuvo solo cuando “clamó a gran voz” en la cruz, pero está rodeado de compañeros al cantar el “cántico nuevo” (Mateo 27:46; Salmo 40:2-3).

Sufrir con Cristo

Lo que importa saber ahora es si rehusamos sufrir con él de parte del mundo, después de haber sufrido él por nosotros de parte de Dios. El hecho de que esta sea una pregunta proviene, en un sentido, del constante uso de la palabra “si” que hace el Espíritu Santo en relación con este asunto. “Si es que padecemos juntamente con él” (Romanos 8:17).”Si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Timoteo 2:12). Tratándose de la calidad de hijos, no hay “si”; no llegamos a la elevada dignidad de hijos por el sufrimiento sino por la potencia vivificadora del Espíritu Santo, fundada en la obra acabada de Cristo, según el consejo eterno de Dios. Nada puede desvirtuar esta posición. No llegamos a ser miembros de la familia por el sufrimiento, sino del reino, y Pablo dice a los tesalonicenses: “Para que seáis tenidos por dignos del reino de Dios, por el cual asimismo padecéis” (2 Tesalonicenses 1:5). Los tesalonicenses ya constituían parte de la familia, pero tenían por destino el reino, y el camino que conduce al mismo pasa a través de los padecimientos. Además, la medida de su sufrimiento por el reino debía corresponder con el grado de su devoción y de su conformidad con el Rey. Cuanto más nos asemejamos a él, tanto más sufriremos con él, y cuanto más profunda sea nuestra comunión con él en los sufrimientos, tanto más lo será nuestra comunión con él en la gloria. Hay diferencia entre la mansión del Padre y el reino del Hijo. En la primera se tratará de la capacidad de los hijos; en el segundo, se tratará de una posición conferida. Todos mis hijos se pueden sentar a mi mesa, pero la intensidad del gozo que les depare mi compañía y conversación dependerá del todo de su aptitud. El uno puede estar sentado en mis rodillas, en el pleno gozo de su relación conmigo, cual criatura, sin que sea capaz de comprender ni una sola de mis palabras; otro podrá dar prueba de inteligencia singular en la conversación, sin que, a pesar de ello, sea absolutamente más feliz que el pequeñuelo que yo tenga en mis rodillas. Pero, si se trata del servicio que los hijos sean capaces de hacerme –o sea, de su identificación pública conmigo–, ya la cosa se presenta del todo diferente. La comparación de que me he servido no es más que una débil simbolización para hacer patente la doble idea de capacidad en la casa del Padre y de posición conferida en el reino del Hijo.

Recordemos siempre que sufrir con Cristo no equivale al yugo de un esclavo, sino que es un privilegio y una devoción voluntaria: no una ley de hierro, sino un favor concedido por la gracia, no una servidumbre obligatoria sino una devoción voluntaria. “Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no solo que creáis en él, sino también que padezcáis por él” (Filipenses 1:29). Además, es muy cierto que el verdadero secreto de los sufrimientos por Cristo consiste en la concentración de nuestros afectos en él. Cuanto más amamos a Jesús, tanto más cerca de él vivimos; cuanto más cerca de él vivimos, tanto más fielmente le imitamos; y, cuanto más fielmente le imitamos, tanto más sufrimos con él. Todo proviene, pues, del amor hacia Cristo; y es una verdad fundamental que

Le amamos a él, porque él nos amó primero
(1 Juan 4:19).

Guardémonos en este punto, como en todos los demás, del espíritu del legalismo, y que no haya quien se imagine que puede sufrir por Cristo mientras viva bajo el yugo del legalismo. ¡Ay! sería de temer que tal persona no conociera todavía a Cristo, ni la posición bendita de hijo, por no estar todavía bien establecida en la gracia, y que entonces procurara entrar en la familia por las obras de la ley más bien que entrar en el reino por la senda del sufrimiento.

Por otra parte, tengamos cuidado de no retroceder ante la copa y el bautismo del Señor. No hagamos profesión de disfrutar de los beneficios que nos proporciona su cruz, en tanto rehusemos participar en el menosprecio que implica esta cruz. Estemos plenamente convencidos de que el sendero que conduce al reino no está iluminado por el sol del favor del mundo, y que no está sembrado de las rosas de su dicha. Cuando el cristiano tiene éxito en el mundo, hay razón para temer que no vive en comunión con Cristo. “Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor” (Juan 12:26). ¿Cuál fue el objeto de la carrera terrestre de Jesús? ¿Procuró alguna vez conseguir influencia y posición elevada en este mundo? No, sino que se le dio la cruz por trono y un puesto entre dos malhechores condenados a morir. Pero se dirá: «Dios y su mano estaban en ello». Es cierto, pero también estaba en ello el hombre. Y esta última verdad implica necesariamente que, si andamos con Cristo, seremos despreciados por el mundo. Nuestra asociación con Cristo nos abre el cielo y nos echa afuera del mundo, así es que, si hacemos profesión de ser del cielo, sin que el mundo nos deseche, hay en ello prueba de que debe haber algo falso en nuestro caso. Si Cristo estuviese hoy en el mundo ¿cuál sería su camino, por dónde llevaría y dónde terminaría? Háganos Dios responder a estas preguntas a la luz de esta Palabra que es más penetrante que toda espada de dos filos y que alcanza hasta partir el alma y que nos coloca, tal como somos, ante el Todopoderoso. El Espíritu Santo háganos fieles al Señor ausente, crucificado y rechazado por los hombres. El que anda según el Espíritu estará lleno de Cristo y, estando lleno de él, se fijará no en los sufrimientos sino en aquel por el cual sufre. Si descansa la vista en Cristo, los sufrimientos le serán una nada en comparación con el gozo presente y la gloria del porvenir.

El asunto de la herencia me ha llevado más lejos de lo que me proponía, pero no me arrepiento de ello, porque tiene gran importancia.

La visión profética de Abraham

Echemos ahora una breve mirada a la visión instructiva de Abraham que se nos presenta en los últimos versículos del capítulo. “Mas a la caída del sol sobrecogió el sueño a Abram, y he aquí que el temor de una grande oscuridad cayó sobre él. Entonces Jehová dijo a Abram: Ten por cierto que tu descendencia morará en tierra ajena, y será esclava allí, y será oprimida cuatrocientos años. Mas también a la nación a la cual servirán, juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza… Y sucedió que puesto el sol, y ya oscurecido, se veía un horno humeando, y una antorcha de fuego que pasaba por entre los animales divididos” (v. 12-17).

Se puede decir que toda la historia de Israel está resumida en estos dos símbolos del “horno humeando” y de la “antorcha de fuego”. El primero representa las diversas épocas durante las cuales los israelitas fueron puestos a prueba y sufrieron: su larga esclavitud en Egipto, los tiempos que vivieron bajo el yugo de los reyes de Canaán, los del cautiverio de Babilonia y, en fin, los de su dispersión actual. Se puede considerar a Israel como pasando por el “horno humeando” durante todos esos diferentes períodos. (Véase Deuteronomio 4:20, 1 Reyes 8:51; Isaías 48:10). La antorcha, en cambio, es el símbolo de las fases de la historia de Israel en las cuales Jehová se manifestó en su gracia para socorrer a los suyos, como al salvarlos de Egipto por mano de Moisés, al salvarlos del poder de los reyes de Canaán por el ministerio de los jueces, al hacerlos volver de Babilonia en virtud del decreto de Ciro, y, por último, al disponer la salvación final del pueblo cuando Cristo se manifieste con gloria. No se llega a la heredad sino a través del “horno humeando”, y cuanto más espeso es el humo, tanto más resplandeciente aparece “la antorcha” o “la lámpara” de la salvación de Dios.

La aplicación de esta verdad no se limita al pueblo de Dios en su conjunto, sino a cada individuo que lo compone. Todos cuantos han llegado a alguna eminencia como siervos de Dios, han pasado por el “horno humeando” antes de ser llamados a gozar de “la antorcha”. “El temor de una gran oscuridad” encubrió el espíritu de Abraham; Jacob tuvo que soportar veinte años de trabajo duro en la casa de Labán; José se halló en el horno de la aflicción en las prisiones de Egipto; Moisés pasó cuarenta años de prueba en el desierto. Así ha de acontecer a todos los siervos de Dios. Deben probarse primero para que, habiendo sido hallados fieles, puedan ser puestos en el ministerio. El principio de Dios con referencia a aquellos que le sirven se expresa en las palabras de Pablo: “no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo”. La Escritura nos indica la aplicación de este principio con relación a los diáconos (o servidores) y a los obispos (o sobreveedores). Los servidores “también sean sometidos a prueba primero, y entonces ejerzan el diaconado, si fueren irreprensibles”. El sobreveedor no sea “un neófito” (1 Timoteo 3:1-13). El ser hijo de Dios es una cosa; el ser siervo de Cristo es otra, y muy diferente. Yo puedo amar mucho a mi hijo, pero aun así, si le pongo a trabajar en mi jardín, puede hacer más daño que bien ¿Por qué? ¿Acaso porque no es hijo amado? No, sino porque no es servidor adiestrado. Allí está toda la diferencia. Parentela y empleo son cosas distintas: no que todo hijo de Dios no tenga algo que hacer, sufrir o aprender, pero siempre sigue siendo algo positivo que el servicio público y la disciplina secreta se hallan íntimamente relacionados en los caminos de Dios. Es preciso que quien aparece mucho ante el público, tenga esa disposición humilde, ese juicio maduro, ese espíritu sumiso y mortificado, esa voluntad quebrantada, ese tono suave que son los resultados hermosos y seguros de la secreta disciplina de Dios. Generalmente se verá que los que se lanzan hacia adelante sin poseer más o menos de esas cualidades espirituales, desfallecen tarde o temprano.

Señor Jesús, guarda a tus débiles siervos muy cerca de ti y en tus manos.