Abraham en Gerar
El hombre de Dios expuesto a los reproches del mundo
En este capítulo se nos presentan dos cosas distintas: la decadencia moral, en la cual a veces se permite caer el hijo de Dios a la faz del mundo; y luego la dignidad moral de la cual siempre está revestido a la vista de Dios. De nuevo Abraham manifiesta ese temor a las circunstancias tan bien conocido por el corazón humano. Habita en Gerar y teme a la gente del país. Como juzga que Dios no está en medio de ella, se olvida de que Dios está siempre con él. Parece estar más pendiente de la gente de Gerar que de Aquel que es más poderoso que ella. Se olvida de que Dios es poderoso para proteger a Sara, y entonces recurre al mismo disimulo del que se había servido en Egipto, varios años antes. Todo esto encierra un aviso muy serio. El padre de los creyentes es arrastrado al mal porque ha dejado de tener la vista fija en Dios. Abandona temporalmente su estado de dependencia de Dios y cede a la tentación. Es muy cierto que no somos fuertes más que mientras permanecemos adheridos a Dios por estar imbuidos de un sentimiento de completa debilidad. Nada nos puede dañar mientras marchemos en el sendero de sus preceptos. Si Abraham se hubiera apoyado simplemente en Dios, no se habrían entrometido con él los hombres de Gerar; y él habría tenido el privilegio de justificar la fidelidad de Dios en medio de las circunstancias más difíciles. Además, habría conservado su propia dignidad como hombre de fe.
Es, en verdad, causa de tristeza ver cómo los hijos de Dios deshonran a su Padre y, por consiguiente, cómo se rebajan ellos mismos a la vista del mundo, en todas las circunstancias, al perder el sentido de Su suficiencia para toda emergencia. En tanto y en cuanto uno esté convencido de que todas sus fuentes están en Dios (Salmo 87:7), permanecerá por encima del mundo en todas sus formas. Nada eleva todo nuestro ser moral como la fe, pues ella nos transporta más allá del alcance de los pensamientos de este mundo. Porque ¿cómo comprenderá el hombre del mundo, o siquiera el cristiano mundano, la vida de la fe? ¡Imposible! La fuente en que bebe está fuera del alcance de su inteligencia. Como vive en la superficie de las cosas presentes, se ve lleno de esperanza y de confianza mientras vea lo que se imagina que es un fundamento razonable de esperanza y de confianza; pero ignora lo que es contar solamente con la promesa de un Dios invisible. El creyente, en cambio, permanece tranquilo en medio de las circunstancias y de los acontecimientos en los cuales la naturaleza no ve nada en lo que pueda descansar. Esta es la razón por la cual la fe parece, a juicio de la carne, indiferente, imprevisora y visionaria. Solamente los que conocen a Dios pueden aprobar los actos de fe, siendo así que solo ellos son capaces de comprender sus motivos sólidos y verdaderamente razonables.
El temor de Abraham
En este capítulo vemos cómo el hombre de Dios, bajo el poder de la incredulidad, procede de tal manera que se expone a la reprimenda y a los reproches de la gente del mundo. Así debe ser siempre; nada más que la fe puede impartir verdadera elevación a la conducta y al carácter de un hombre. Se encuentran, es verdad, personas de carácter naturalmente bueno y honrado, pero no se puede confiar en estas virtudes naturales, pues reposan sobre un mal fundamento que está listo a ceder en cualquier momento. Solamente el vivo poder de la fe liga el alma a Dios, fuente única de todo lo que verdaderamente es moral. Además, y esto es un hecho digno de notarse, cuando los que Dios ha adoptado por su misericordia se vuelven atrás en el camino de la fe, caen más bajo que los demás hombres. En este hecho hallamos la explicación de la conducta de Abraham en esta parte de su historia.
Pero aquí hacemos otro descubrimiento: durante años Abraham había abrigado una perversidad en su corazón. Parece que desde el principio, y a pesar suyo, había retenido una cosa por falta de una entera confianza en Dios. Si hubiera sabido abandonarse sin reservas a Dios en cuanto a Sara, no habría tenido necesidad de recurrir a un subterfugio y a reservas mentales; Dios habría guardado a Sara de todo mal, y ¿quién podría dañar a los que son sujetos bienaventurados de la vigilancia del que no dormita jamás? De todos modos, por la gracia divina, Abraham pudo descubrir luego la raíz de todo el mal, pudo confesarlo, condenarlo y librarse de él. Tal es el modo genuino de actuar en un caso como este. Y, en verdad, no puede haber poder ni bendición en la vida mientras todo resto de levadura no haya sido descubierto y pisoteado a la luz del día. La paciencia de Dios es inagotable, pues espera y soporta, pero nunca eleva un alma a la plenitud de la bendición y del poder mientras guarde algún resto de levadura que, pese a ser conocido, no es condenado a desaparecer.
Dos puntos de vista muy distintos
He aquí lo que concierne a Abimelec y Abraham. Consideremos ahora la dignidad moral del último a los ojos de Dios. A veces, al estudiar la historia de los hijos de Dios, ya sea en su totalidad o como individuos, quedamos sorprendidos de la inmensa diferencia que existe entre lo que ellos son desde el punto de vista de Dios y lo que son desde el punto de vista del mundo. Dios ve a los suyos en Cristo; les ve a través de la persona de Cristo, de suerte que delante de él son sin “mancha ni arruga, ni cosa semejante” (Efesios 5:27). Son tal como Cristo mismo delante de Dios. Son perfectos para siempre en cuanto a su posición en él:
No vivís según la carne, sino según el Espíritu
(Efesios 1:4, 6; 1 Juan 4:17; Romanos 8:9).
Pero en sí mismos son seres pobres, débiles, imperfectos, dispuestos a errar y expuestos a toda clase de inconsecuencias, y, si la diferencia entre el pensamiento de Dios y el del mundo parece tan grande, ello se debe a que el mundo toma en cuenta lo que aquéllos son en sí mismos. Sin embargo, Dios tiene el privilegio de manifestar la hermosura, la dignidad y la perfección de su pueblo. Esta prerrogativa le pertenece a él solo, porque él es quien dispensa a los suyos tales virtudes. No tienen más hermosura que la que él les ha dado. A él solo, pues, le corresponde decir cuál es esa hermosura, y lo hace de un modo digno de su persona y tanto más glorioso cuanto el enemigo se presenta para injuriar, acusar o maldecir. Por eso, cuando Balac procura maldecir a la simiente de Abraham, dice en cambio: Jehová “no ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel… ¡Cuán hermosas son tus tiendas, oh Jacob, tus habitaciones, oh Israel!” (Números 23:21; 24:5). Y más aun; cuando Satanás se pone a la derecha de Josué para acusarle, Dios le dice: “Jehová te reprenda, oh Satanás… ¿No es este un tizón arrebatado del incendio?” (Zacarías 3:2).
El Señor se interpone siempre entre los suyos y toda boca que se abre para acusarlos. Pero no refuta la acusación teniendo en cuenta lo que son en sí mismos o lo que son a la vista del mundo, sino teniendo en cuenta lo que les ha hecho ser él mismo, y la posición en la que él les ha colocado. Así sucedió en el caso de Abraham: este se rebaja a la vista de Abimelec, rey de Gerar, y Abimelec le reprende, pero, cuando Dios asume la defensa de Abraham, dice a Abimelec: “He aquí, muerto eres”, y de Abraham dice: “Es profeta, y orará por ti” (v. 3, 7). Sí, a pesar de toda la integridad de corazón y la limpieza de manos del rey de Gerar, él no era otra cosa que hombre “muerto”. Además, dispuso Dios que el rey y toda su familia debieran el restablecimiento de su salud a los ruegos del extranjero desviado e inconsecuente. Así obra Dios: puede en secreto tener más que un altercado con su hijo respecto a la conducta práctica, pero, desde el momento en que el enemigo entabla proceso contra él, Jehová defiende su causa. “No toquéis, dijo, a mis ungidos, ni hagáis mal a mis profetas”. “El que os toca, toca a la niña de su ojo”… “Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará?” (1 Crónicas 16:22; Zacarías 2:8; Romanos 8:33-34). Ningún dardo del enemigo atravesará el escudo tras el cual el Señor esconde al corderito más débil del rebaño que se ha adquirido al precio de la sangre de Cristo. Tiene a los suyos escondidos en lo reservado de su tabernáculo; pone sus pies sobre la roca de los siglos; levanta sus cabezas sobre los enemigos que les rodean y llena sus corazones del gozo eterno de su salvación (Salmo 27).
¡Sea su nombre eternamente alabado!