Isaac a las puertas de la eternidad
El hombre natural y los planes de Dios
En el capítulo 27 encontramos un muy humillante cuadro de sensualidad, de perfidia y de astucia, y ¡cuánto más triste y espantoso se nos presenta el caso al pensar que se trata del pueblo de Dios! Aquí vemos cómo el Espíritu Santo es siempre fiel. Le es preciso descorrer el velo del todo. Al relatar la historia de un hombre no nos puede presentar un cuadro incompleto. Le pinta tal cual es, y no como no es. Del mismo modo, tratándose de Dios, nos revela su carácter y sus caminos tal como son, y esto es precisamente lo que necesitamos. Necesitamos esta revelación de un Dios perfecto en santidad y, al mismo tiempo, perfecto en gracia y misericordia, quien condescendió a bajar hasta lo más profundo de la necesidad del hombre, de su miseria y de su degradación, y allí mismo entrar en relación con él, hacerle salir de su triste condición y elevarle hasta la libre y plena comunión con Él mismo, en toda la realidad de lo que Él es. He ahí lo que la Escritura nos revela. Dios sabía lo que habíamos menester, y nos lo ha dado. ¡Bendito sea su nombre!
No nos olvidemos de que el Espíritu Santo, al presentar a nuestra vista, merced a la fidelidad de su amor, todos los rasgos del carácter humano, simplemente tiene por objeto enaltecer las riquezas de la gracia de Dios y prevenirnos contra el mal. Su objeto no es perpetuar el recuerdo del pecado, el cual para siempre ha sido borrado de la vista de Dios. Las aberraciones, las faltas, los yerros de Abraham, de Isaac y de Jacob han sido perdonados y lavados del todo, y estos hombres han llegado a ocupar lugar entre “los espíritus de los justos hechos perfectos” (Hebreos 12:23); pero su historia queda en las páginas del libro inspirado para manifestar la gracia de Dios y para servir de solemne aviso al pueblo de Dios en todas las edades, como también para hacernos ver claramente que Dios no tuvo que tratar con hombres perfectos en aquellos tiempos, sino con hombres sujetos a “pasiones semejantes a las nuestras” (Santiago 5:17), y en los cuales tenía que soportar las mismas faltas, las mismas debilidades y los mismos extravíos que hoy cometemos.
Todo esto es adecuado para fortalecer el corazón. Las biografías escritas por el Espíritu Santo forman un contraste sorprendente con las que escribe la mayoría de los biógrafos humanos, quienes no cuentan la historia de hombres como nosotros, sino de seres sin errores ni flaqueza. Biografías de ese género son más nocivas que útiles; más propias para desanimar que para edificar al lector. Nos cuentan más bien lo que el hombre debería ser que lo que es en realidad. Nada puede edificar como la manifestación de los caminos de Dios para con el hombre tal cual es en realidad, y es esta manifestación la que nos proporciona la Escritura.
Aquí hallamos al anciano patriarca Isaac a las puertas de la eternidad. La tierra y todo lo que pertenece a la naturaleza rápidamente se desvanecen de su vista; sin embargo, se preocupa por “guisado como a mí me gusta” (v. 4) y se halla a punto de obrar en directa oposición al consejo de Dios, bendiciendo al mayor en lugar del menor. He aquí la naturaleza humana, y la naturaleza con “los ojos” ofuscados. Así como vimos a Esaú vendiendo su primogenitura por un plato de lentejas, aquí vemos a Isaac presto a dar la bendición por un guisado de caza. ¡Cuán humillante es esto ! No obstante, es preciso que el designio de Dios quede en pie, y él sabrá cumplir toda su voluntad. La fe lo sabe, y en virtud de este conocimiento puede esperar el preciso momento de Dios, mientras que la naturaleza, incapaz de esperar, queda reducida a procurar sus fines por los medios de su propia invención.
Los dos grandes puntos que hace resaltar la historia de Jacob son: por un lado, el designio de Dios que obra merced a la gracia; y por el otro, la naturaleza humana que hace planes y proyectos para conseguir lo que, sin plan ni proyecto, el consejo de Dios infaliblemente habría provisto. Esta observación simplifica singularmente toda la historia del patriarca y aumenta su interés. Quizá no hay gracia que tanto nos falte como esperar con paciencia y depender totalmente de Dios. La naturaleza se agita, ya de un modo ya de otro, impidiendo así, tanto como le es posible, la manifestación de la gracia y del poder divinos. Dios, para cumplir sus designios, no tenía necesidad de elementos tales como la astucia de Rebeca y el grosero engaño de Jacob. Él había dicho: “El mayor servirá al menor” (cap. 25:23), y esto bastaba para la fe, pero no para la naturaleza humana, la que, desconociendo lo que es depender de Dios, queda reducida a sus propios medios.
El ejemplo del Modelo perfecto
De ahí que no haya posición más bendita que la del alma que, con la sencillez de una criatura, vive del todo dependiente de Dios, perfectamente satisfecha de aguardar su tiempo. Tal estado lleva consigo pruebas, es verdad; pero el alma renovada aprende las enseñanzas más profundas y goza de las experiencias más agradables, mientras espera así al Señor. Y cuanto más grande sea la tentación de sustraernos del gobierno de Dios, tanto más abundante será la bendición si sabemos permanecer quietos en esa posición bienaventurada. Es cosa infinitamente agradable depender de él, quien anhela bendecirnos. Solo los que, en algún grado, hayan gustado la realidad de este maravilloso estado, son capaces de apreciarlo; y el único que del todo y sin interrupción vivía en ese estado, fue el Señor Jesús. Él, como hombre, dependía siempre de Dios, rechazando toda oferta del enemigo para salir de ese estado. Su lenguaje era: “En ti he confiado… Sobre ti fui echado desde antes de nacer” (Salmos 16:1, 22:10). Y cuando el diablo le tentó y quiso inducirle a usar un medio extraordinario para satisfacer su necesidad de pan, Jesús le contestó: “Escrito está: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). Cuando Satanás le tentó, proponiéndole que se tirara del pináculo del templo, respondió: “Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios” (v. 7). Cuando el diablo le propuso que recibiera los reinos del mundo de otra mano que de la de Dios y que rindiera homenaje a otro que no era Dios, respondió: “Escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás” (v. 10). En una palabra, nada le podía seducir a él, Hombre perfecto, ni llevarle a sustraerse de la absoluta dependencia respecto de Dios. Ciertamente era designio de Dios fortalecer y sostener a su Hijo; era su propósito que él viniera “a su templo” (Malaquías 3:1); como también que a él le tenía destinados los reinos del mundo; pero esa era precisamente la razón por la cual el Señor Jesús quería confiarse simple y perseverantemente a Dios para el cumplimiento de tales designios, en el tiempo y de la manera determinados por Dios. No procura el cumplimiento de su propia voluntad, sino que se abandona del todo a Dios. No comerá hasta que Dios le proporcione pan; no entrará en el templo hasta que Dios le envíe; no subirá al trono hasta que Dios lo quiera.
Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies
(Salmo 110:1).
Esta completa sujeción del Hijo al Padre es admirable más allá de toda expresión. Aunque perfectamente igual a Dios, toma como hombre la posición de dependencia, hallando siempre su deleite en hacer la voluntad del Padre, dándole gracias aun en los momentos en que las cosas parecen oponérsele, haciendo siempre lo que es agradable al Padre, teniendo siempre e invariablemente por objeto glorificar al Padre. Y cuando finalmente todo lo hubo acabado, cuando hubo terminado perfectamente la obra que el Padre le había encomendado, remitió su espíritu en las manos del Padre, mientras su carne reposaba en espera de la gloria y la elevación prometidas. Muy a propósito resulta, entonces, la exhortación de Pablo:
“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:5-11).
Rebeca y Jacob: falta de la dependencia y de la confianza en Dios
¡Cuán poco conocía Jacob, al principio de su carrera, “ese sentir” bendito! ¡Cuán poco dispuesto se hallaba a remitirse a Dios respecto al tiempo y a los medios! Él prefería conseguir la bendición y la herencia mediante toda clase de astucias y fraudes antes que por la simple dependencia respecto de Dios y la sumisión a ese Dios que por gracia le había elegido para ser heredero de las promesas, y que por su sabiduría y poder ilimitado cumpliría infaliblemente todas las cosas que le había prometido.
Mas ¡ay! sabemos demasiado cómo el corazón se rebela contra tal dependencia y sumisión. Prefiere cualquier cosa antes que este estado de paciente espera. El hombre natural, que no tuviera recurso en Dios, caería sin falta en la desesperación. Este hecho basta para hacernos comprender el verdadero carácter de la naturaleza humana; y para conocer esta naturaleza no es necesario penetrar en los antros donde reinan libremente el vicio y el crimen. No; basta colocarla un poco en estado de dependencia y pronto se verá cómo se conduce. Como no conoce a Dios, no se puede entregar a él: en esto radica el secreto de su miseria y de su degeneración moral. Desconoce por completo al verdadero Dios y, por consiguiente, no puede ser más que algo miserable e inútil. El conocimiento de Dios es fuente de vida; aun más, es la vida misma, y ¿qué es el hombre o qué puede ser hasta que tenga la vida?
Vemos en Rebeca y en Jacob cómo la naturaleza humana saca ventaja de la naturaleza de Isaac y de la de Esaú. El proceder de Rebeca y de Jacob no es otra cosa: no hay en ellos ninguna dependencia de Dios, ninguna clase de confianza en Dios. Era fácil engañar a Isaac, porque sus ojos estaban ofuscados, por lo cual Rebeca y Jacob se propusieron hacerlo en lugar de mirar a Dios, quien podría haber hecho completamente nulo el designio de Isaac de bendecir a quien Dios no quería bendecir, pues ese designio de Isaac tenía su origen en la naturaleza, y en la naturaleza menos amable, porque Isaac amaba a Esaú no por ser el hijo mayor, sino porque le gustaban sus guisados de caza. ¡Cuán humillante es todo eso!
Tremendas consecuencias
a) para Jacob
Pero, cuando queremos sustraer de Dios nuestras personas, nuestras circunstancias o nuestro destino, solo acumulamos para nosotros penas y dolores1 . A través de lo que sigue, veremos cómo esto le sucedió a Jacob. Alguien ha observado que «si se considera la vida de Jacob después de haber conseguido por engaño la bendición de su padre, se verá que desde entonces le quedó muy poca felicidad en este mundo. Su hermano concibió el proyecto de matarle y así le obligó a huir de la casa paterna; Labán, su tío, le engañó como él había engañado a su padre, tratándole de un modo muy duro; después de veinte años de servidumbre, hubo de abandonar clandestinamente a su tío, no sin correr el riesgo de verse devuelto al punto de partida o de ser asesinado por su irritado hermano; apenas librado de sus temores, la conducta deshonesta y criminal de su hijo Rubén le llena de amargura, después de lo cual tiene que deplorar la traición y la crueldad de Simeón y de Leví contra los habitantes de Siquem y la muerte de su amada esposa; luego le engañan sus propios hijos, teniendo que llevar duelo por la supuesta muerte de José y finalmente, para colmo de las miserias, el hambre le obliga a bajar a Egipto, donde muere en tierra extranjera. Tales son los caminos de la providencia, siempre justos, maravillosos y llenos de enseñanzas».
Tal fue Jacob. Pero esto no es más que un lado de su vida, el lado sombrío. Hay otro, ¡bendito sea Dios por el mismo! pues Dios contaba con Jacob para Sus designios; y, como lo veremos, en cada uno de los acontecimientos de la vida del patriarca, en los cuales hubo de recoger los frutos de sus propios cálculos y falsedades, el Dios de Jacob sacó bien del mal e hizo sobreabundar su gracia más que el pecado y la locura de su pobre siervo. Veremos esto a medida que prosigamos con su historia.
Solo haré aquí una observación sobre Isaac, Rebeca y Esaú. Es muy interesante notar, en el principio de este capítulo, cómo Isaac, a pesar de la excesiva flaqueza de su carne, conserva, por la fe, la dignidad de la cual Dios le había revestido. Pronuncia la bendición con todo el sentimiento del poder que se le ha conferido para bendecir, diciendo: “Yo le bendije, y será bendito… He aquí yo le he puesto por señor tuyo, y le he dado por siervos a todos sus hermanos; de trigo y de vino le he provisto; ¿qué, pues, te haré a ti ahora, hijo mío?” (cap. 27:33-37). Habla como un hombre que por la fe tiene todos los tesoros de la tierra a su disposición. En él no hay falsa humildad. No desciende del elevado puesto que ocupa a causa de las manifestaciones de la naturaleza. Está a punto de cometer una deplorable equivocación y obrar en oposición directa al consejo de Dios, es verdad; pero, de todos modos, conoce a Dios y ocupa el lugar que en consecuencia le pertenece, dispensando las bendiciones con toda la dignidad y la energía de la fe: “Yo le bendije, y será bendito… de trigo y de vino le he provisto”. Es propio de la fe elevarnos por encima de todas nuestras faltas y sus consecuencias para hacernos ocupar el puesto que la gracia de Dios nos ha confiado.
b) para Rebeca
En cuanto a Rebeca, tuvo también que sufrir los tristes resultados de sus artificios. Sin duda se imaginaba llevar todas las cosas con mucha destreza, pero ¡ay! no volvió a ver más a Jacob. ¡Cuán diferente habría sido el resultado si todo lo hubiese confiado al Señor!
¿Quién de vosotros podrá con afanarse añadir a su estatura un codo?
(Lucas 12:25).
Nada ganamos inquietándonos y haciendo planes y proyectos humanos: con ello solo excluimos a Dios, lo que por cierto no es ganancia. Y al recoger los frutos de nuestros propios consejos, no hay nada más triste que ver cómo un hijo de Dios se olvida de su condición y de sus privilegios hasta el punto de tomar en sus propias manos la dirección de sus asuntos. Las “aves del cielo” y “los lirios del campo” (Mateo 6:25-34) nos pueden enseñar si olvidamos hasta tal punto nuestra posición de dependencia absoluta respecto de Dios.
c) para Esaú
Finalmente, en cuanto a Esaú, el apóstol le llama un “profano… que por una sola comida vendió su primogenitura” (Hebreos 12:16) y que más tarde, “deseando heredar la bendición, fue desechado, y no hubo oportunidad para el arrepentimiento, aunque la procuró con lágrimas” (v. 17). De esto aprendemos que un “profano” es persona que a la vez quiere poseer el cielo y la tierra y disfrutar del presente sin perder el derecho al porvenir. Todo mundano que profesa ser cristiano, cuya conciencia nunca ha experimentado los efectos de la verdad y cuyo corazón siempre ha quedado extraño a la influencia de la gracia, se halla en este caso, y el número de ellos es grande.
- 1N. del A.: Cuando pasemos por la prueba, nunca olvidemos que lo que necesitamos no es ver cambiadas nuestras circunstancias, sino lograr la victoria sobre nosotros mismos.