Lot liberado por Abraham
El afecto del corazón responde a las necesidades
En este capítulo se nos presenta la historia de la rebelión de cinco reyes contra Quedorlaomer y la guerra que, en consecuencia, se suscitó entre ellos. El Espíritu Santo puede intervenir en los movimientos de “los reyes de la tierra y sus ejércitos” (Apocalipsis 19:19) cuando estos movimientos de algún modo conciernen al pueblo de Dios. Abraham no se vio personalmente implicado en esta rebelión y sus consecuencias. Su tienda y su altar no corrían el riesgo de ser causa de la declaración de guerra alguna, ni de sufrir por el estallido o por el resultado de esta guerra. La heredad del hombre celeste nunca podrá despertar la codicia o la ambición de los reyes o de los conquistadores de este mundo.
Pero si bien Abraham no tuvo interés en la batalla de “cuatro reyes contra cinco” (v. 9), no fue tal el caso de Lot, quien por su posición se vio envuelto en todo este asunto. De modo que, mientras por la gracia divina andemos en el sendero de la fe, nos veremos al margen de las circunstancias que afectan a este mundo; pero, si abandonamos nuestra alta y santa posición de ciudadanos de los cielos (Filipenses 3:20) y empezamos a buscarnos un nombre, un lugar y una heredad en la tierra, bien podemos vernos comprometidos en las convulsiones y vicisitudes de este mundo. Lot se había establecido en las llanuras de Sodoma y, por consiguiente, fue profundamente afectado por las guerras de Sodoma. Así ha de ser siempre. Es doloroso para el hijo de Dios mezclarse con los hijos de este siglo. Nunca podrá ser tal cosa sin grave perjuicio para su alma, así como para el testimonio que le ha sido confiado. ¿Qué testimonio podía dar Lot en Sodoma? En el mejor de los casos, un testimonio débil. Por el solo hecho de establecerse en ese lugar, su testimonio sufrió un golpe fatal. Si tan solo hubiera pronunciado una palabra contra Sodoma y la vida que esta llevaba, se habría condenado a sí mismo. ¿Por qué se estableció allí? Según lo leemos en la Escritura, no parece que, al poner Lot sus tiendas “hasta Sodoma”, haya tenido por objeto dar testimonio de Dios. Intereses personales y de familia parecen haber sido el motivo que determinaba su conducta. Y aun cuando el apóstol Pedro nos dice que Lot “afligía cada día su alma justa, viendo y oyendo los hechos inicuos de ellos” (2 Pedro 2:8), lo cierto es que Lot no pudo tener mucha fuerza para combatir su nefanda conducta, aunque estuviese dispuesto a hacerlo.
Es de gran importancia observar que, bajo el punto de vista práctico, no podemos ser regidos por dos motivos a la vez. Por ejemplo, no puedo tener por objetivos mis intereses temporales y los del Evangelio de Cristo. Si me dirijo a una ciudad con el propósito de establecerme en los negocios, entonces claramente el negocio es mi objetivo y no el Evangelio. Puedo, sin duda, hacerme el propósito de atender el negocio e igualmente predicar el Evangelio, pero, así y todo, el uno o el otro debe ser mi objetivo. No es que un siervo de Cristo no pueda predicar el Evangelio y atender el negocio con bendición y efectividad; seguramente que lo puede; pero, en tal caso, el Evangelio será su objetivo, y no su negocio. Pablo predicaba el Evangelio al mismo tiempo que fabricaba tiendas, pero su fin y objetivo era la predicación del Evangelio y no la fabricación de tiendas. Si tengo por objetivo mis negocios, mi predicación no será más que un formalismo sin fruto, si no un pretexto para santificar mi codicia. Nuestro pérfido corazón nos engaña con frecuencia de un modo asombroso cuando deseamos alcanzar alguna finalidad particular. Nos proporciona las razones más plausibles para hacer lo que deseamos, en tanto que los ojos de nuestro entendimiento, oscurecidos por los intereses personales o por una voluntad sin freno, son incapaces de discernir la naturaleza de sus pretextos. ¡Cuán frecuentemente oímos a personas defender su permanencia en una posición que reconocen falsa, alegando que tal posición les procura una mayor esfera de actividad! Para tal razonamiento, Samuel proporciona una respuesta poderosa y directa:
Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros
(1 Samuel 15:22).
¿Quién pudo hacer más bien, Abraham o Lot? ¿No prueba la historia de estos dos hombres que el medio más seguro y el más eficaz de servir al mundo es el de serle fiel separándose del mismo y testificando contra él?
Separación y comunión
Sin embargo –acordémonos de ello– la verdadera separación del mundo solo puede resultar de la comunión con Dios. Nos podemos separar del mundo y hacer de nuestra propia persona el centro de nuestra existencia, al estilo de monje o filósofo cínico. Pero la separación para Dios es cosa muy diferente. La una enfría y contrae, la otra calienta y expande; la una nos encierra en nosotros mismos, la otra nos hace salir de nosotros mismos, produciendo en nosotros la actividad del amor para bien de otros. La una hace del «yo» y de sus intereses el centro de la vida, la otra da a Dios el lugar que le corresponde. Por eso, en el caso de Abraham, vemos que el hecho mismo de la separación le puso en condiciones de servir eficazmente al que, por su proceder mundano, se hallaba complicado en la calamidad. “Oyó Abram que su pariente estaba prisionero, y armó a sus criados, los nacidos en su casa, trescientos dieciocho y los siguió (a los reyes) hasta Dan… Y recobró todos los bienes, y también a Lot su pariente y sus bienes, y a las mujeres y demás gente” (v. 14-16). Después de todo, Lot era hermano de Abraham, y el amor de hermano debió de obrar.
En todo tiempo ama el amigo, y es como un hermano en tiempo de angustia
(Proverbios 17:17),
y con frecuencia sucede que la adversidad ablanda el corazón y lo hace sensible a la bondad de aquellos mismos de los cuales nos hemos tenido que separar.
Es asimismo digno de notar que, mientras leemos en el versículo 12: “Tomaron también a Lot, hijo del hermano de Abram”, el versículo 14 dice: “Oyó Abram que su pariente estaba prisionero”. El afecto de un corazón de hermano corresponde a las necesidades de un hermano en la adversidad. Esto es divino. Aun cuando la verdadera fe nos hace independientes, no nos hace nunca indiferentes; no se viste tranquilamente de vestidura abrigada mientras el hermano sufre de frío. La fe hace tres cosas: purifica el corazón (Hechos 15:9); “obra por el amor” (Gálatas 5:6); vence “al mundo” (1 Juan 5:4); y estos tres resultados de la fe se manifiestan en toda su hermosura en Abraham. Su corazón estaba purificado de las abominaciones de Sodoma, mostró verdadera afección por su hermano Lot, y finalmente alcanzó completa victoria sobre los reyes. Tales son los frutos de la fe, de este principio celeste que glorifica a Cristo.
El rey de Sodoma y Melquisedec
De todos modos, el que anda por la fe no se halla al abrigo de los ataques del enemigo. Con frecuencia sucede que, inmediatamente después de una victoria, nuevas tentaciones se le presentan al creyente. Tal fue el caso de Abraham. “Cuando volvía de la derrota de Quedorlaomer y de los reyes que con él estaban, salió el rey de Sodoma a recibirlo al valle de Save, que es el Valle del Rey” (v. 17). Este hecho encubría, sin duda, un designio engañoso. “El rey de Sodoma” representa un pensamiento y un aspecto del poder del enemigo muy diferente a los que vemos en Quedorlaomer y “los reyes que con él estaban”. Estos últimos nos hacen oír el rugido del león, y aquel el silbido de la serpiente; pero, así tenga Abraham que vérselas con el león como con la serpiente, la gracia del Señor le basta; y esta gracia obra en favor del siervo de Dios en el momento de la necesidad. También “Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo, sacó pan y vino; y le bendijo, diciendo: Bendito sea Abram del Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra; y bendito sea el Dios Altísimo, que entregó tus enemigos en tu mano” (v.18-20). Aquí es preciso que notemos, en primer término, el momento en que Melquisedec entra en escena y, en segundo lugar, el doble resultado de su ministerio. Melquisedec no vino al encuentro de Abraham mientras este perseguía a Quedorlaomer, sino cuando el rey de Sodoma perseguía a Abraham, lo que moralmente constituye una gran diferencia. Para entrar en una lucha de naturaleza más seria que la que acababa de librar, Abraham tenía necesidad de una comunión con Dios de naturaleza también más profunda.
El pan y el vino de Melquisedec restauraron el espíritu del vencedor después de la lucha con Quedorlaomer, mientras que la bendición impartida fortalecía su corazón para la batalla que iba a sostener contra el rey de Sodoma. Aunque victorioso, Abraham está en vísperas de una nueva lucha, y, por ello, el sacerdote real restaura el espíritu del vencedor y fortalece el corazón del luchador. Se experimenta un gozo bienhechor al considerar con atención la manera en que Melquisedec presenta a Dios a la consideración del espíritu de Abraham. Le llama “el Dios Altísimo” (v. 20), “creador de los cielos y de la tierra” (v. 22), declarando luego que Abraham es “bendito” por este mismo Dios. Esta fue una preparación eficaz para sostener el encuentro con el rey de Sodoma. Un hombre bendecido por Dios no necesita lo que le puede ofrecer el enemigo; y si el “creador de los cielos y de la tierra” ocupaba su pensamiento, “los bienes” de Sodoma no podían tener sino poco atractivo para él. Así es que, como se podía esperar, cuando el rey de Sodoma le propone: “Dame las personas, y toma para ti los bienes” (v. 21), Abraham le responde: “He alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, que desde un hilo hasta una correa de calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo, para que no digas: Yo enriquecí a Abram” (v. 22-23). Abraham rehusó ser enriquecido por el rey de Sodoma. ¿Cómo podría haber soñado librar a Lot del poder del mundo, si él mismo era gobernado por este mundo? No puedo librar al prójimo sino en la medida en que yo mismo estoy libre. Mientras esté yo mismo en el fuego, no puedo librar de él a otra persona. El camino de la separación para Dios es el camino del poder, como lo es también de la paz y de la felicidad.
El mundo, bajo todas sus variadas formas, es el gran instrumento del cual se sirve Satanás para debilitar las manos y acabar con los afectos de los siervos de Cristo; pero –Dios sea bendecido por ello–, cuando el corazón es recto para con el Señor, él siempre lo regocija, lo anima y lo fortalece en el momento preciso.
Porque los ojos de Jehová contemplan toda la tierra, para mostrar su poder a favor de los que tienen corazón perfecto para con él
(2 Crónicas 16:9).
En esto hay una verdad alentadora para nuestros corazones tímidos y claudicantes: Cristo será nuestra fortaleza y nuestro escudo, pues adiestrará nuestras manos “para la batalla” y nuestros dedos “para la guerra” (Salmo 144:1). Él pondrá “a cubierto (nuestra) cabeza en el día de la batalla” y, finalmente, “aplastará en breve a Satanás” bajo nuestros pies (Salmo 140:7; Romanos 16:20). Todo esto es inefablemente consolador para el corazón sinceramente deseoso de proseguir adelante en oposición al mundo, la carne y el demonio. Guarde, pues, el Señor nuestros corazones en integridad hacia él en medio del mundo que nos rodea.