El diluvio y Noé
La condición del hombre ante Dios
Hemos llegado ahora a una muy marcada y muy importante división de este libro. Enoc ha pasado adelante. Su vida de peregrino en la tierra ha dado lugar a su glorificación celestial. Fue quitado antes de que la corriente humana de maldad se hubiera desbordado y antes de que las copas de la ira de Dios hubiesen sido derramadas.
Es evidente que su vida había producido poco efecto en sus contemporáneos, porque no hicieron caso alguno a su extraño modo de dejar este mundo: “Aconteció que cuando comenzaron los hombres a multiplicarse sobre la faz de la tierra, y les nacieron hijas, que viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron para sí mujeres, escogiendo entre todas” (v. 1-2).
La mezcla de aquello que es de Dios con lo humano es una forma de mal que se presta como instrumento de Satanás para manchar seriamente el testimonio de Cristo en la tierra. Esta mezcla podría tener las apariencias de una cosa muy deseable. Puede tomar la forma de una propaganda santa, la extensión vigorosa de un influjo divino, algo que causara regocijo y no una cosa de lamentar; pero la interpretación de estas influencias dependerá de nuestro punto de vista. Si las estudiamos a la clara luz de la presencia de Dios, no podemos imaginarnos ni por un momento que haya ventaja alguna para los cristianos en el hecho de entrar en relaciones íntimas con los hijos de este siglo, o en que la verdad de Dios se confunda con las ideas de los hombres. Ese no es el modo divino de propagar la verdad o de promover los intereses de aquellos que han sido llamados para ser sus testigos en la tierra. La completa separación entre el bien y el mal es el único principio que Dios reconoce, y es imposible violar este principio sin que suframos gran menoscabo moral.
En la narración que tenemos delante de nosotros vemos que las uniones entre los “hijos de Dios” y “las hijas de los hombres” tuvieron consecuencias desastrosas. Es cierto que parecían muy ventajosas y sobremanera deseables a juicio de los hombres, pues leemos que, como resultado de esta mezcla de sangre, “estos fueron los valientes que desde la antigüedad fueron varones de renombre” (v.4). Pero Dios no le dio su aprobación. Él no mira como mira el hombre. Sus pensamientos no son como los nuestros. “Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (v. 5). Este es el cuadro de su condición moral: “solamente el mal”, “de continuo solamente el mal”. Eso ocurre cuando se mezcla lo sagrado con lo profano, y así tiene que suceder siempre. Si la buena semilla no se conserva buena y pura, pierde su derecho a ser testigo y a propagar la verdad en la tierra. El primer esfuerzo de Satanás se dirigía hacia la destrucción de la semilla santa y, cuando vio frustrado ese designio, procuró corromperla.
Tiene mucha importancia que el lector comprenda bien lo que la historia nos quiere dar a conocer por medio de esta unión entre “los hijos de Dios” y “las hijas de los hombres”. Existe semejante peligro en los esfuerzos de algunos para comprometer la verdad en obsequio de la armonía y la unión. Es preciso defendernos contra estos compromisos gratuitos. No debe ser permitida ninguna unión que afecte en lo más mínimo el respeto por la verdad. El lema del cristiano debe ser siempre: «Manténgase la verdad inviolable a todo trance». Si merced a esto se logra la unión de fuerzas, tanto mejor; pero la verdad no puede sufrir menoscabo. La política de la conveniencia es la que se oye con más frecuencia, y se expresa de esta manera: «Promuévase la unión a toda costa; si a la vez se puede sostener la verdad, bien, pero si no, la unión vale más»1 .
Pero bien sabemos que puede haber un testimonio fiel solo cuando la verdad no sufre de la manera que vemos como inevitable consecuencia de esas uniones no santificadas, tal como en el caso de los santos y profanos antediluvianos, entre aquello que era divino y lo que era humano, caso en el cual el bien resultó destruido y el mal llegó a su colmo y causó el derramamiento de los juicios de Dios sobre toda la humanidad.
Dijo Dios: “Raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que he creado” (v. 7). Ningún otro remedio habría surtido efecto. Tenía que verificarse una destrucción completa de todo aquello que había corrompido a la raza y la había desviado de los caminos de Dios. Los hombres fuertes, los hombres de renombre tenían que ser barridos sin distinción de sobre la faz de la tierra. “Toda carne” fue incluida en la condenación como indigna de habitar el mundo que Dios había hecho. “He decidido el fin de todo ser” (v. 13). No era el fin de una parte de la carne, porque toda se había corrompido a los ojos del Dios santo y no era posible redimirla. Había sido probada y había fracasado.
- 1N. del A.: Nunca deberíamos perder de vista que “la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica” (Santiago 3:17). La sabiduría de lo bajo habría comenzado por “pacífica”, y por eso mismo jamás puede ser pura.
La fe de Noé
Dios anuncia su remedio a Noé con estas palabras: “Hazte un arca de madera de gofer” (v. 14). De esta manera Noé llegó a comprender la escena que le rodeaba y el propósito de Dios en cuanto a ella. El efecto de esa orden divina fue que quedaran en evidencia todas las raíces amargas de esa vida floreciente y hermosa que llenaba de orgullo y complacencia el ojo del hombre. El corazón de este podría haberse henchido de satisfacción y su pecho de un justo sentimiento de patriotismo al contemplar la larga fila de sus contemporáneos que eran maestros en su arte, hábiles ingenieros, pujantes guerreros y hombres renombrados. Al sonido del arpa y la flauta sus almas se deleitaban, mientras sus manos cultivaban la tierra y proveían a las necesidades de sus familias. Todo era prosperidad y parecía contradecir la necesidad de un juicio inminente. ¡Ah! pero Dios había pronunciado la palabra muy solemne: “Raeré”. ¡Cuán negra sería la sombra que ese terrible fallo arrojaría sobre escena tan halagüeña! ¿No era posible que la inventiva del hombre hallara algún medio para desviar el desastre que le amenazaba? ¿No podría el hombre de pujanza forjar alguna liberación por medio de su mucha fuerza? ¡Ay, no! No hubo más que un modo de escapar, pero este fue revelado a la fe y no a la vista, ni a la razón, ni a la imaginación.
“Por la fe Noé, cuando fue advertido por Dios acerca de cosas que aún no se veían, con temor (eulabetheis) preparó el arca en que su casa se salvase; y por esa fe condenó al mundo, y fue hecho heredero de la justicia que viene por la fe” (Hebreos 11:7). Dios hace que su Palabra arroje luz sobre aquello que ordinariamente engañará al corazón. Quita en el acto el velo dorado con que Satanás procura tapar la corrupción de un mundo vano y pasajero, y sobre el cual pende la espada del juicio divino. El hombre natural es gobernado por lo que ve y siente. El hombre de fe es dirigido por la pura Palabra de Dios, la que es para él un tesoro incalculable, una lámpara en lugar oscuro. Esa Palabra da firmeza a sus pasos, aunque en las circunstancias que le rodean se presenten mil obstáculos. Cuando Dios habló a Noé de un juicio destructor, no hubo ninguna señal de él. Todavía “no se veía”, pero la Palabra de Dios lo convirtió en una realidad para el corazón que supo mezclar esa Palabra con la fe. La fe no espera ver las cosas antes de creerlas, pues
la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios
(Romanos 10:17).
Lo único que necesita saber el hombre de fe es que Dios ha hablado; entonces procede en su trabajo con toda certidumbre y confianza. Para tal hombre, la expresión “Así ha dicho Jehová” lo determina todo. Una sola frase de la Palabra de Dios es una respuesta amplia a todos los razonamientos y las especulaciones de la mente humana. Cuando las convicciones del corazón tienen su base en las declaraciones de la Escritura, no le es difícil resistir toda la corriente de las opiniones y de los prejuicios contrarios de sus semejantes. Fue la Palabra de Dios la que sostuvo a Noé durante el largo período de servicio, y la misma Palabra ha sostenido a millones de santos desde entonces hasta ahora, a pesar de las contradicciones de los hombres. Por lo tanto, no podemos apreciar demasiado esta Palabra. Sin ella todo nos parecería oscuro e incierto; con ella todo es luz y paz. Donde brilla esta lámpara se distingue claramente el sendero seguro; donde no le es permitido arder, el alma se ve obligada a vagar entre el laberinto de las tradiciones humanas. ¿Cómo podría Noé haber predicado la justicia durante tantos años si no hubiera tenido la convicción de que Dios le había hablado y de que la amenaza del diluvio era una terrible realidad? De otra manera, ¿cómo podría haber soportado la mofa y el menosprecio de un mundo hostil e incrédulo? ¿Cómo le fue posible hablar de un juicio destructor cuando ninguna nube cubría el horizonte? La Palabra de Dios era su única autoridad y el Espíritu de Cristo le indujo a ocupar con santa decisión aquella posición elevada e inamovible.
Ahora, querido lector cristiano, pensemos bien si hay otra cosa con la que podamos defendernos, en el servicio que prestamos a Cristo, contra los elementos de esta generación perversa. No la hay, ni la necesitamos. La Palabra de Dios, juntamente con el Espíritu Santo –el único que sabe interpretar esa Palabra y aplicarla a nuestra condición diaria– es todo lo que necesitamos para nuestro equipo completo, “a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra”, bajo cualquiera forma que se nos presente (2 Timoteo 3:16-17). ¡Qué consolador es esto y qué descanso proporciona al corazón! Estamos seguros contra todas las asechanzas de Satanás y todas las perplejidades que causan las imaginaciones del hombre. ¡La pura e incorruptible Palabra de Dios que vive y permanece para siempre! Adoremos a Dios por este don inconmensurable. “Todo designio de los pensamientos del corazón de ellos (los hombres) era de continuo solamente el mal”, pero el corazón de Noé halló un refugio sencillo en la Palabra de Dios.
El arca, imagen de la cruz de Cristo
“Dijo, pues, Dios a Noé: He decidido el fin de todo ser, porque la tierra está llena de violencia a causa de ellos; y he aquí que yo los destruiré con la tierra. Hazte un arca de madera de gofer” (v. 13-14). En estas palabras hallamos la ruina de los hombres y el remedio divino. Al hombre se le ha permitido proseguir su carrera vertiginosa hasta que llegue a su fin legítimo y lleve a cabo hasta la madurez las consecuencias naturales de sus principios de inmoralidad. La levadura obra en la masa hasta que toda queda leudada. El mal tiene que llegar a su colmo porque no hay elementos que lo detengan. “Toda carne” se había corrompido a tal grado que ya no podía ser peor. No quedaba más remedio sino que Dios la rayera completamente de la faz de la tierra y que, al mismo tiempo, salvara a todos aquellos que se hallaban de conformidad con sus designios eternos, ligados con «el octavo», el único hombre justo que entonces vivía sobre la tierra. En esto hallamos otra vez tipificada la doctrina de la cruz. Aquí está la declaración del juicio divino que en su sentencia abarca a toda la naturaleza. Al mismo tiempo se revela aquí la gracia salvadora en toda su amplitud y en su adaptación a las personas que, en el juicio de Dios, han llegado hasta el último nivel de la moralidad humana. “Nos visitó desde lo alto la aurora” (Lucas 1:78). ¿Dónde? En el mismo lugar donde la humanidad se halla postrada en su condición de pecado, en el abismo de su ruina moral. No hay ningún punto en el deplorable estado de desgracia en que se halle el pecador y rebelde en que no haya penetrado la luz de esa bendita Aurora; y el primer efecto de su presencia es siempre el de revelar nuestro verdadero carácter. La luz juzga todo lo que le sea contrario, pero, al mismo tiempo, nos da
Redención por su sangre, el perdón de pecados
(Efesios 1:7).
Las aguas del juicio
La cruz nos habla primeramente para decir que Dios ha pronunciado su juicio sobre “toda carne”, pero en seguida anuncia su salvación para el pecador culpable. El pecado queda perfectamente condenado y el pecador perfectamente salvado, mientras que Dios se revela y glorifica en toda su perfección en la obra consumada en la cruz.
Si el lector se detiene aquí unos momentos para estudiar la primera epístola de Pedro, hallará algunos comentarios inspirados que arrojan mucha luz sobre todo este asunto. En el capítulo 3, versículos 18 a 22, leemos: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu; en el cual también fue y predicó (por medio de Noé) a los espíritus (que ahora están) encarcelados, los que en otro tiempo desobedecieron, cuando una vez esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé, mientras se preparaba el arca, en la cual pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas por agua1 . El bautismo que corresponde a esto ahora nos salva (no quitando las inmundicias de la carne, sino como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios) por la resurrección de Jesucristo, quien habiendo subido al cielo está a la diestra de Dios; y a él están sujetos ángeles, autoridades y potestades”.
Este pasaje es altamente significativo. Se nos presenta la doctrina del arca y su historia en relación directa con la muerte de Jesucristo. Como en el diluvio, así en la muerte del Salvador todas las ondas y las olas del juicio divino pasaron sobre aquello que en sí no tenía pecado. La creación fue sepultada bajo las aguas de la justa ira de Jehová, y el Espíritu de Cristo exclama:
Todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí
(Salmo 42:7).
He aquí una verdad profunda para el corazón y la conciencia del creyente. Todas las ondas y las olas de la ira de Dios pasaron sobre la inmaculada persona del Señor Jesús mientras colgaba en la cruz, y, como consecuencia ineludible, ni una de ellas queda para pasar sobre la persona del creyente. En el Calvario vemos en verdad cómo “fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas de los cielos fueron abiertas” (cap. 7:11). “Un abismo llama a otro a la voz de tus cascadas” (Salmo 42:7). Cristo apuró la copa y soportó aquella ira desatada con toda su furia. Se puso, judicialmente, bajo todo el peso de las demandas contra su pueblo, y gloriosamente extinguió cada pena y demanda que se le presentó. Es la creencia en esta obra perfecta de él la que trae paz al alma. Si el Señor Jesús ha sufrido y ha satisfecho todas las demandas planteadas en nuestra contra, si él ha removido todo estorbo, si ha deshecho todo pecado, si ha vaciado la copa de la ira y ha puesto fin a sus juicios, si él ha borrado toda nube y ha permitido la entrada de la clara luz de la justificación absoluta, ¿por qué no hemos de estar en paz? No hay ninguna razón en contra. La paz es nuestra herencia inalienable; nos toca entrar al goce de una bienaventuranza indeciblemente grande, a una invencible posición de seguridad, como el vasto fruto de esa obra que vino a demostrar el infinito amor de Dios y que fue ampliamente consumada en la perfecta expiación hecha una vez para siempre en la cruz.
- 1N. del A.: No sabríamos apreciar en su justo valor la sabiduría con que el Espíritu Santo trata la ordenanza del bautismo en el pasaje citado más arriba. Sabemos qué abuso se ha hecho del bautismo y qué falso lugar ocupa esta institución en los pensamientos de muchos. Sabemos que la virtud que sólo pertenece a la sangre de Cristo ha sido atribuida al agua del bautismo, como lo ha sido también la gracia regeneradora del Espíritu Santo. De ahí que no nos sorprenda la manera en que el Espíritu de Dios protege esta verdad estableciendo que ella no proviene del despojamiento de las inmundicias de la carne, como por el agua, “sino como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios”, “aspiración” en la que nosotros entramos no por medio del bautismo –por importante que él sea en su debido lugar– sino “por la resurrección de Jesucristo” (1Pedro 3:21), “el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25). Es superfluo decir que, como institución divina, y cuando se le deja el lugar que Dios le ha asignado, el bautismo es muy importante y profundamente significativo; pero, cuando vemos hombres que reemplazan, de una manera u otra, la sustancia por la figura, tenemos la necesidad de poner al descubierto la obra de Satanás por medio de la Palabra de Dios.
Jehová cerró la puerta del arca: una perfecta seguridad para Noé
¿Se sentía Noé ansioso a causa de esas ondas de la justicia venidera? De ninguna manera, pues cuando llegaron a derramarse sobre el mundo, él fue alzado por esas mismas ondas y llevado hasta una región de paz. Flotaba tranquilamente sobre las aguas que habían venido a ejecutar juicio sobre “toda carne”. Su posición es tal que el juicio no le puede tocar, pero es una posición en la que Dios mismo le puso. Bien podría haber dicho en el lenguaje triunfal de Romanos8:
Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? (v. 31).
Había recibido la invitación de Jehová mismo, como lo leemos en el capítulo 7: “Entra tú y toda tu casa en el arca” (v. 1); y cuando hubo obedecido ese mandamiento del Señor, “Jehová le cerró la puerta” (v.16). No puede haber mayor motivo de seguridad. Es Jehová quien cuida la puerta, y nadie puede entrar ni salir sin que él lo disponga. Dios mismo con mano omnipotente había afianzado esa puerta, dejándole a Noé solo una ventana que se abría hacia el lugar de donde provenía todo ese juicio, para que a su debido tiempo pudiese ver que no había quedado juicio pendiente contra él. La familia salvada podría mirar afuera solamente mirando hacia arriba, puesto que la ventana se había puesto en lo alto (cap. 6:16). No pudieron ver las aguas del juicio ni la muerte y desolación que ellas habían causado. La salvación, en la forma de esa arca de madera, se interponía entre una y otra cosa. No les quedó más que hacer que mirar hacia un cielo limpio, la morada eterna de Aquel que había condenado al mundo pero que, al mismo tiempo, les había salvado a ellos.
Es difícil hallar una expresión más significativa en esta coyuntura que la frase “y Jehová le cerró la puerta”, pues es un tipo de la seguridad perfecta de que gozamos en Cristo. ¿Quién va a abrir cuando Dios ha cerrado? ¿Quién? La familia de Noé se hallaba segura porque Dios les había asegurado. No hubo poder en todo el universo, ni celestial, ni terrenal, ni infernal, que pudiera abrir la puerta de esa arca o hundir en las aguas esa embarcación. Fue la misma mano que cerró la puerta la que abrió las cataratas del cielo y rompió las fuentes del abismo. De la misma manera se habla de Cristo, en Apocalipsis 3:7, como el que tiene la “llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre”. Es el mismo que tiene “las llaves de la muerte y del Hades” (Apocalipsis 1:18). Nadie puede abrir los portales de la tumba para entrar ni para salir sin él, pues a él se le ha dado toda potestad “en el cielo y en la tierra”. Él es la Cabeza “sobre todas las cosas a la Iglesia”, y en él el creyente se encuentra seguro (Mateo 28:18; Efesios 1:22). ¿Qué hubo que pudiese haber amedrentado a Noé, y qué ola podría haber penetrado en esa arca calafateada “con brea por dentro y por fuera”? (v. 14). Con la misma confianza podemos preguntar ahora: ¿Qué hay en el mundo que pueda alcanzar a aquellos que se han refugiado a la sombra de la cruz? Todo enemigo ha sido vencido, y para siempre. La muerte de Cristo es la amplia respuesta a toda demanda, mientras que, al mismo tiempo, su resurrección es la declaración inequívoca de la complacencia de Dios en él y en esa obra que sirve de base para establecer su justicia, al mismo tiempo que nos extiende su invitación a que nos acerquemos a él con toda confianza en su amor.
Concluimos pues que, habiendo sido cerrada la puerta de nuestra arca por la misma mano de Dios, nada nos queda por hacer sino gozar de nuestra “ventana”. En otras palabras, nos toca andar en la feliz y bendita comunión con el que nos ha salvado de la ira venidera y nos ha hecho herederos de su gloriosa casa celestial. Pedro habla de aquellos que están ciegos, que tienen “la vista muy corta… habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados” (2 Pedro 1:9). Esta es una condición lamentable para cualquiera, pero es sin duda el resultado de cierta desidia en el cultivo de una comunión con Dios por medio de la oración con Aquel que nos ha encerrado eternamente en Cristo.
Noé, predicador de justicia
Ahora, antes de avanzar más en esta historia, consideraremos por un momento la condición de aquellos contemporáneos de Noé que por tantos años habían escuchado sus predicaciones de justicia. Hemos contemplado la suerte de los salvados; fijemos la atención por un momento en los que se perdieron. No hay duda de que se deben de haber lanzado muchas miradas ansiosas al vaso de misericordia a medida que este se levantaba con las aguas, pero ¡ay! la puerta había sido cerrada. El día de la gracia había pasado, el tiempo para la amonestación y el testimonio no volvió a amanecer para ellos. La misma mano que había encerrado a Noé, por el mismo acto excluyó a los demás, y era tan imposible para los unos entrar como para los otros salir. Unos se perdieron irrevocablemente, mientras que los otros fueron eficazmente salvados. Los primeros habían desatendido la longanimidad de Dios y el testimonio fiel de su siervo. Se habían ocupado en sus quehaceres habituales. “Comían, bebían, se casaban y se daban en casamiento, hasta el día en que entró Noé en el arca, y vino el diluvio y los destruyó a todos” (Lucas 17:26-27). Estos actos no eran pecaminosos, pero el mal se hallaba en los corazones de sus hacedores. Es posible hacer todas estas cosas en el temor de Dios y para la gloria de su nombre, haciéndolas con fe, pero faltó precisamente ese espíritu de acatamiento y reverencia. Habían rechazado la Palabra de Dios porque hacía resonar en sus oídos el anuncio de juicio. Dios hablaba del pecado y de su ruina, pero ellos se preocupaban por su prosperidad temporal. Dios hablaba de un remedio y de una vía de escape, pero ellos hacían sus planes para permanecer allí como si la tierra les perteneciera. Se olvidaron de que había una cláusula suspensiva en su contrato de arrendamiento, y que su ocupación de la tierra era válida solo «hasta que» Dios quisiera. “Todo designio de los pensamientos de los corazones de ellos era de continuo solamente el mal” (v. 5); por lo tanto, no les era posible hacer nada bueno. Hablaban y obraban de conformidad con sus propias voluntades, y se olvidaron de Dios.
La aplicación del diluvio al día de la venida del Señor
Ahora, lector, nos caben aquí las palabras de amonestación del Señor Jesús, quien dijo: “Como fue en los días de Noé, así también será en los días del Hijo del Hombre” (Lucas 17:26). Existe un grupo de maestros que nos quieren hacer creer que, antes de que vuelva a aparecer el Hijo del Hombre en las nubes del cielo, esta tierra se cubrirá, desde el ecuador hasta los polos, de un manto de justicia. Nos enseñan a esperar un reino de justicia y de paz como resultado de la operación de fuerzas que ahora existen y operan en el mundo. Pero el breve pasaje que acabamos de citar corta de raíz, en un instante, todas estas vanas y engañosas esperanzas. ¿Qué hubo en la tierra en los días de Noé? ¿La tierra se cubría de justicia como las aguas cubren el mar? ¿Había llegado a dominar la verdad de Dios, y conocían los hombres a su Creador? La Escritura nos dice que “estaba la tierra llena de violencia”, “que toda carne había corrompido su camino” y que “se corrompió la tierra delante de Dios” (v. 11-12). Entonces, lo mismo tiene que suceder en los días del Hijo del Hombre. Es imposible confundir la “justicia” con la “violencia”, ni hay semejanza entre una impiedad universal y una paz universal. Solo es necesario un corazón sometido a la Palabra y liberado de las influencias de las opiniones preconcebidas para entender el verdadero carácter de los días que inmediatamente preceden a la venida del Hijo del Hombre. No se extravíe el lector. Sométase reverentemente a las Escrituras. Fíjese en las condiciones que prevalecían en los días anteriores al diluvio y tenga en mente que, como fue entonces, así será al final de la actual dispensación. Esto es muy sencillo y muy concluyente. No hubo entonces nada semejante a un estado de justicia y paz ni habrá nada igual en los días venideros.
No dudamos de que aquellos hombres eran muy industriosos en sus esfuerzos para arreglar todas las cosas y hacer muy habitable su mundo antediluviano. Pero no entró en sus designios el plan de componer el mundo para que fuera un lugar en el que Dios pudiera morar. De la misma manera, en la actualidad es fácil ver por doquier cómo los hombres se esfuerzan para quitar las piedras del camino de la vida y destruir todas sus asperezas, pero nada hacen para preparar “el camino del Señor” ni para enderezar “sus sendas” (Lucas 3:4-5) o para allanar sus valles y bajar sus collados en preparación para la manifestación de la gloria y la salvación de Jehová. No cabe duda de que la civilización avanza, pero la civilización no es la justicia. Muchos se dedican a “barrer la casa”, pero el huésped al que esperan no es el Cristo sino el Anticristo. Los hombres emplean su sabiduría para cubrir con su ropaje brillante las asquerosas manchas de la humanidad, mas sus esfuerzos son en vano porque estas, aunque cubiertas, no dejan de ser evidentes, y tarde o temprano serán reveladas en toda su asquerosidad y hediondez. Los diques con que los hombres procuran contener las corrientes de la miseria humana tienen que ceder a la presión de las fuerzas que empujan, y el mundo tiene que reconocer que han abortado todos sus planes para sujetar la degradación de la posteridad de Adán a los límites angostos que la benevolencia humana ha procurado construir en derredor de ella. “El fin de todo ser” (v. 13) está ante mí. Ese fin no resulta todavía palpablemente presente para los hombres, pero Dios tiene conocimiento de él. No importa que se oiga la voz de los mofadores que preguntan: “¿Dónde está la promesa de su advenimiento?, porque desde los días en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen así como desde el principio de la creación”. Sin embargo, los momentos vuelan y se acerca el tiempo en que estos mofadores recibirán su respuesta: “Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas” (2 Pedro 3:4-10). Esta, lector, es la respuesta a las burlas intelectuales de los hijos de este mundo, pero no a los afectos espirituales y a las esperanzas de los hijos de Dios. Estos últimos, gracias a Dios, tienen una perspectiva totalmente diferente, o sea, la de encontrarse con el Esposo en el aire, antes que el mal haya alcanzado su punto culminante, y, por tanto, antes de que el juicio divino sea derramado.
La esperanza de la Iglesia
La Iglesia de Dios no espera la destrucción del mundo en llamas, sino el nacimiento de la “estrella resplandeciente de la mañana”.
Ahora, cualquiera sea el objeto que reclame nuestra vista al contemplar el futuro, sea ese objeto la Iglesia en la gloria o el mundo en llamas, sea la venida del Desposado o la entrada clandestina del ladrón, sea la salida de la Estrella de la mañana o el calor del abrasador Sol de justicia, sea nuestro traslado a la gloria cual Enoc, o el diluvio que inundó la tierra, no podemos menospreciar la imprescindible importancia de atender de una vez al testimonio que tenemos a la mano acerca de la gracia que se extiende a los pobres pecadores perdidos. Ahora es “el tiempo aceptable, he aquí ahora el día de salvación” (2 Corintios 6:2).
Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados
(2 Corintios 5:19).
Hoy se dedica a reconciliar; más tarde se ocupará en administrar la justicia; hoy todo es gracia, mañana todo será ira, hoy se ofrece perdón por medio de la cruz; después tendrá que castigar en el infierno para siempre. En estos momentos emanan de Él los más tiernos mensajes de puro amor y abundante gracia. Habla a los pecadores de la redención acabada por la preciosa expiación hecha en la persona de Cristo. Declara a todo el mundo que esa obra ha sido consumada. “Misericordioso es nuestro Dios” (Salmo 116:5). “La paciencia de nuestro Señor es para salvación” (2Pedro 3:15). “El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2Pedro 3:9). Todo esto llena el momento presente de grandes responsabilidades, pues es solo un momento que nos separa de la eternidad. Ahora estamos en presencia de la gracia sobreabundante, pero sobre nuestras cabezas está la inminente ira venidera. ¿Qué verdad podría ser más solemne?
Esta escena despierta en nosotros el más profundo interés, porque nos revela el programa del desenvolvimiento de los planes divinos. La Escritura arroja su luz sobre este cataclismo, de manera que no nos es necesario mirar los acontecimientos con ojos vacíos como los que son llevados rápidamente en la oscuridad sin saber adónde van a parar. Nos es permitido tener conocimiento de nuestro rumbo y comprender con exactitud la fuerza de las tendencias que obran a nuestro alrededor. Podemos descubrir el punto donde el remolino comienza a tragar los objetos que flotan ociosamente sobre la superficie. Los hombres sueñan con una edad dorada; se ilusionan con la esperanza de un milenio de artes y ciencias; se alimentan con la perspectiva de las abundantes cosechas de mañana. Pero ¡qué vanos son todos esos pensamientos, sueños y promesas! La fe puede ver en el horizonte las negras nubes de destrucción. El día del juicio se acerca y será día de ira. Entonces estará cerrada la puerta y el engaño obrará con mayor fuerza en los que queden. ¡Cuán importante es, pues, que ahora se levante la voz de alarma, que se dé el testimonio con fidelidad para procurar contrarrestar la complacencia lastimera del hombre ilusionado. Es cierto que aquel que lo procure hacer se expondrá a la acusación de ser siempre profeta de malas noticias –como dijo Acab a Micaías–, pero eso no nos debe detener. Debemos anunciar lo que la Palabra profetiza, y hagámoslo simplemente a fin de persuadir a los hombres. Si esta Palabra de Dios quita la tierra de debajo de nuestros pies, quita solamente lo que es hueco y falso para ponernos sobre el fundamento sólido que no puede ser movido. Nos quita una esperanza engañosa para darnos otra que no nos avergonzará. Quita la caña cascada para poner en su lugar la roca eterna. Hace a un lado la cisterna rota y vacía que no retiene agua para poner en su lugar la “fuente de agua viva” (Jeremías 2:13). Este es el verdadero amor, porque es el amor de Dios que no dice: “Paz, no habiendo paz”, ni recubre con lodo suelto la pared (Ezequiel 13:10). Es el deseo de Dios que el alma del pecador descanse tranquilamente en su eterna Arca de seguridad, gozando de la comunión íntima con él mismo y abrigando la esperanza de que, cuando ya haya pasado toda la ruina, la desolación y el juicio, sea hecha realidad la experiencia del descanso con él en una nueva y restaurada creación.
Pero volvamos a Noé para contemplarle en una nueva relación. Le hemos visto ocupado en la construcción del arca y le hemos conocido como el morador de ella; pero nos queda contemplarle al salir de su refugio y tomar otra vez su lugar en un nuevo mundo1 .
“Y se acordó Dios de Noé”. Una vez terminada la “extraña obra” del juicio, salvada la familia y todo aquello que estaba asociado con ella, son recordados por Dios. “E hizo pasar Dios un viento sobre la tierra, y disminuyeron las aguas. Y se cerraron las fuentes del abismo y las cataratas de los cielos; y la lluvia de los cielos fue detenida”. Los rayos del sol comienzan a iluminar la tierra que había recibido un bautismo de juicio. La ira divina es para nosotros la “extraña obra de Dios” (Isaías 28:21). Él no se deleita en ella, aunque sí es glorificado por ella. Nos regocijamos más en el otro hecho, muy conocido, de que Dios está siempre dispuesto a dejar el lugar del juicio para ocupar el de la misericordia, porque en esta se halla todo su deleite.
- 1N. del A.: Deseo consignar aquí –con ruego de que el lector medite al respecto con espíritu de oración– un pensamiento concebido por todos aquellos que se han aplicado al estudio de la verdad desde el punto de vista de las dispensaciones o economías. Este pensamiento se relaciona con Enoc y Noé. El primero fue traspuesto, como lo hemos visto, antes de la ejecución del juicio, mientras que el último, si bien fue dispensado del juicio, en cierta forma debió atravesarlo. Se piensa que en ese aspecto Enoc es una figura de la asamblea, la que será arrebatada al cielo antes de que aquí abajo el mal haya llegado al colmo y antes de que el juicio de Dios caiga sobre los malos. En cambio, Noé sería una figura del remanente de Israel, el que deberá atravesar las profundas aguas de la tribulación y el fuego del juicio, antes de ser introducido en el pleno goce de las bendiciones milenarias, en virtud del pacto eterno de Dios. Debo agregar que comparto enteramente este pensamiento en lo relativo a esos dos Padres del Antiguo Testamento, pues considero que está en perfecta armonía con el plan general y la analogía de las Santas Escrituras.
El cuervo y la paloma
“Sucedió que al cabo de cuarenta días abrió Noé la ventana del arca que había hecho, y envió un cuervo, el cual salió, y estuvo yendo y volviendo hasta que las aguas se secaron sobre la tierra” (v.8). Esta ave inmunda, al salir del arca halló sin duda un lugar de descanso en algún cadáver que flotaba sobre el agua, y no sintió la necesidad de volver al arca. No así la paloma, la que no halló “dónde sentar la planta de su pie, y volvió a él al arca… y volvió a enviar la paloma fuera del arca. Y la paloma volvió a él a la hora de la tarde; y he aquí que traía una hoja de olivo en el pico” (v. 9-10). Esta se ha considerado como el dulce emblema de la mente renovada, la cual, en medio de toda la desolación que había en derredor, busca y halla su descanso y porción en Cristo, y no solo esto sino que se vale de las arras de su herencia y presenta las benditas pruebas de que el juicio ya ha pasado y que la tierra ha sido renovada y preparada para un nuevo uso. Por otro lado, el ánimo carnal puede descansar en cualquier cosa menos en Cristo, y puede alimentarse de la corrupción. La “hoja de olivo” no tiene nada de atractivo para él. Como sus pensamientos no suben más alto que la escena de muerte que le rodea, no piensa para nada en las glorias de un mundo renovado. En contraste notable con el ánimo carnal está el corazón cristiano, el que, ejercitado por el Espíritu de Dios, se regocija solo en aquellas cosas que son el objeto de la complacencia divina. El cristiano descansa en el arca de salvación “hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas” (Hechos 3:21). Ojalá sea esta también la experiencia de mi querido lector y la mía propia: que Jesucristo sea el lugar de descanso y de refugio para nuestros corazones y que no busquemos una paz falsa en el mundo, el que en verdad yace bajo la condenación de Dios. La paloma volvió a Noé y esperó allí hasta su tiempo de reposo. Así nosotros debemos hallar nuestro descanso con Cristo hasta que llegue el tiempo de su exaltación y gloria en el siglo venidero.
El que ha de venir vendrá, y no tardará
(Hebreos 10:37).
Necesitamos solamente un poco de paciencia y que Dios enderece nuestras almas en su amor y en la “paciencia de Cristo”.
Noé sale del arca y adora a Jehová
“Habló Dios a Noé, diciendo: Sal del arca”. El mismo Dios que le había ordenado que construyese el arca y que entrase en ella, ahora le manda que la abandone. “Entonces salió Noé… Y edificó Noé un altar a Jehová” (v. 18, 20). Todo lo hace conforme a sus instrucciones con sencilla obediencia, tanto en el momento de la oscuridad como en la hora de regocijo y de adoración gozosa. Erige el altar en el mismo lugar donde antes se había verificado la sentencia de juicio y de desolación. El arca ha llevado a Noé y su familia con seguridad por sobre las aguas del juicio, y ahora los deposita en un mundo nuevo en el que el primer acto es el de un adorador. Debe notarse aquí que el altar es dedicado al Señor. La superstición podría haberle impulsado a adorar al arca por haber sido el medio de su salvación. El corazón humano siempre tiene tendencia a poner la ordenanza en el lugar de Dios. Esta arca había sido para Noé una ordenanza sumamente importante y muy eficaz para su salvación, pero su fe le hizo ir más allá, de modo que, cuando pisó otra vez tierra firme, sin volverse para mirar el instrumento de su liberación, y mucho menos para rendirle culto, construye un altar y adora a Jehová. No volvemos a oír absolutamente nada acerca del arca.
De esto se desprende una lección muy sencilla pero de bastante importancia, la que no deja de ser oportuna en todo tiempo. En el momento en que el corazón se aparta de su concepto real de la presencia de Dios, se expone a la desviación y las extravagancias que no conocen límites, y abre la puerta a toda forma de idolatría. Es el juicio de la fe el que hace que la ordenanza valga solo en la medida en que pone el alma en comunicación con Dios como una potencia vivificante. En otras palabras, la ordenanza debe servir a la fe como medio de comunicación con Cristo, sancionado por Cristo mismo. No tiene ningún otro valor, y, si por acaso se interpone de alguna manera como un impedimento que estorba esa comunicación con la obra o con la persona de Cristo, cesa de ser una ordenanza de Dios y se convierte en un instrumento de Satanás. Para la superstición, la ordenanza lo es todo, hasta el punto de excluir la comunión espiritual. Se usa el nombre de Dios simplemente para magnificar la importancia de la ordenanza y reforzar su influencia sobre la mente y el corazón. Así sucedió cuando el pueblo de Israel se entregó a la adoración de la serpiente de bronce en el tiempo de los reyes. Aquello que antes había sido una vía de bendición, porque Dios lo empleaba con ese propósito, llegó a ser un objeto de veneración supersticiosa cuando el corazón del pueblo se había endurecido a causa de su falta de verdadera piedad. El rey Ezequías tuvo que destrozarla y recordarle al pueblo que ella no era más que un pedazo de metal: “Nehustán”. Antes, ese metal había sido absolutamente necesario en la obra de sanar al pueblo, porque Dios así lo había mandado, y los hombres aceptaron ese mandato por la fe; pero la superstición, careciendo enteramente de una revelación directa de la voluntad de Dios y pervirtiendo los divinos propósitos revelados en otros mandamientos, toma un instrumento abandonado y, exagerando su santidad, lo convierte en un ídolo y le atribuye poderes divinos.
Lector, ¿no halla usted una lección importante para los que vivimos en este siglo? Yo creo que sí. Vivimos en una época en la que se exagera la importancia de las ordenanzas. La atmósfera en la que vive la iglesia ordinaria está saturada de los elementos de una religión tradicional que sustraen al alma de toda su comunión con Cristo y de la bendición de su salvación plena. No es que las tradiciones humanas nieguen la personalidad de Cristo o el hecho de que él haya sufrido en la cruz por nosotros. Si fueran así abiertamente ateístas, no harían tanto mal, porque los hombres descubrirían su malicia. El mal es peor porque su carácter es más insidioso y está más oculto. Las ordenanzas imponen sus demandas como necesarias para completar la obra de Cristo. Dicen que no es Cristo quien salva sino Cristo en unión con el cumplimiento de las ordenanzas. De esta manera, Cristo queda despojado de todo su mérito, porque aquello que comienza con una combinación de Cristo y ordenanzas, tiene que terminar en ordenanzas y nada de Cristo. Este es un asunto de solemne importancia para toda persona que insista en la necesidad de sostener una religión llena de estos mandamientos y fórmulas fijas. “¿De qué aprovecha la circuncisión?” (Romanos 3:1), “porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión” (Gálatas 5:6). La salvación tiene que emanar enteramente de Cristo o no tendrá ningún valor. El diablo procura persuadir a los hombres de que están honrando a Dios y a Cristo cuando manifiestan su respeto por las ordenanzas, porque sabe bien que están conformándose con un culto falso en el que se deifica una cosa humana y se desecha la lealtad que Cristo demanda de ellos. Como alguien lo ha dicho, la tendencia de la superstición es magnificar la ordenanza; la tendencia de la infidelidad y el indiferentismo es anularla. Pero la fe la usa de conformidad con las instrucciones divinas.
Es interesante considerar todo el tema del arca y del diluvio en sus relaciones con el bautismo. El bautismo es comparado a la travesía del viejo mundo hacia el nuevo, en espíritu, en principio y por medio de la fe.
El viejo hombre está como sepultado bajo las aguas. Ya no hay más lugar para él en la nueva naturaleza; la carne, con todo lo que de ella depende –sus pecados, sus iniquidades, sus responsabilidades–, está como enterrada en la tumba de Cristo, y ya jamás puede aparecer ante los ojos de Dios. Pero, como Cristo resucitó de los muertos, con el poder de una nueva vida, habiendo quitado enteramente nuestros pecados, el hombre bautizado también sale del agua, proclamando, por decirlo así, que, merced a la gracia de Dios y a la muerte de Cristo, entra en posesión de una vida nueva, a la cual está inseparablemente unida la justicia de Dios.
Somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva
(véase Romanos 6:3-6; Colosenses 2:12; comp. también 1 Pedro 3:18-22).
El arco en las nubes
Nos queda poco espacio en esta sección para tratar el contenido del capítulo 9. En él se nos habla de un nuevo pacto para dirigir la creación que salió renovada después del diluvio. “Bendijo Dios a Noé y a sus hijos, y les dijo: Fructificad y multiplicaos, y llenad la tierra” (v. 1). Notamos aquí que el mandamiento es universal en su aplicación y que era su deseo que los hombres se dispersasen por todas partes y que no concentraran sus esfuerzos en una sola parte. Vamos a ver después, en el capítulo 11, cómo los hombres desoyeron ese mandato divino.
El temor del hombre se ha infundido en toda criatura. El servicio que estos órdenes inferiores de la creación rinden al hombre tienen que ser el resultado de “el temor y el miedo” (v. 2) que ellos sintieron respecto de su amo. Por el eterno decreto de Dios, dado en unión con este nuevo pacto, la creación es librada de todo temor de un segundo diluvio. El juicio de Dios no se valdrá otra vez de ese medio para ejecutar sus fallos.
Por lo cual el mundo de entonces pereció anegado en agua; pero los cielos y la tierra que existen ahora, están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos
(2 Pedro 3:6-7).
La tierra ha sido purificada una vez con agua, y tiene que ser depurada otra vez, pero con fuego; y en este segundo acrisolamiento no escaparán sino solo aquellos que se hayan refugiado en Aquel que ha pasado por las hondas aguas de la muerte y que ha afrontado los fuegos consumidores del juicio divino.
“Y dijo Dios: Esta es la señal del pacto… mi arco he puesto en las nubes… Y me acordaré del pacto mío” (v. 12-15). Toda la creación deriva su confianza –en cuanto a su exención de otro diluvio– de la firmeza de ese pacto divino del cual el arco iris es la señal, y nos es grato pensar que toda vez que el arco de colores atraviesa las nubes, el ojo divino descansa sobre él, y no es simplemente el hombre el que se acuerda sino Dios también, cuya memoria no puede fallar jamás. Dios dice: “Me acordaré”. ¡Qué hermoso es pensar en las cosas que Dios ha prometido recordar y aquellas otras cosas que ha ofrecido olvidar! Se acordará de su propio pacto, pero no se acordará de los pecados de su pueblo. La cruz, que ratifica el pacto, deshace al mismo tiempo los pecados. Es la confianza que tenemos en esta promesa la que trae paz al corazón perturbado y da descanso a la conciencia.
“Y sucederá que cuando haga venir nubes sobre la tierra, se dejará ver entonces mi arco en las nubes” (v. 14). ¡Qué hermoso emblema y qué significativo! Los rayos del sol, reflejados desde aquello que tipifica el juicio amenazante, tranquilizan el corazón porque hablan al mismo tiempo del pacto divino, de la salvación y de la memoria eterna. ¡Qué preciosos son esos rayos, pues se multiplica su hermosura al contrastar con el negro nubarrón! El arco es un emblema de la cruz del Calvario, porque allí también vemos la negra nube del juicio divino descargándose sin misericordia sobre la cabeza sagrada del Cordero de Dios. Es una nube tan negra que aun a mediodía hay oscuridad sobre toda la tierra. Pero es posible que el ojo de la fe descubra en esa nube tan terrible el arco iris de una esperanza hermosísima, porque ve cómo penetran los rayos del amor infinito y eterno de Dios y vuelven, hechos luz y colores, al ojo del creyente. Oye también cómo las palabras “consumado es” penetran la oscuridad, y en estas palabras reconoce la ratificación perfecta de esos consejos eternos para el bienestar, no solamente de las tribus de Israel, sino también de toda la Iglesia de Dios.
La embriaguez de Noé
El último párrafo de este capítulo nos presenta un cuadro bastante humillante. El señor de la creación falla en el gobierno de sí mismo. “Después comenzó Noé a labrar la tierra, y plantó una viña; y bebió del vino, y se embriagó, y estaba descubierto en medio de su tienda” (v. 20-21). ¡Qué triste condición la del único hombre justo, el hombre predicador de justicia! ¡Qué es el hombre! Dondequiera que lo busquemos, le hallamos fracasando. En Edén fracasó; en la tierra restaurada fracasó, en Canaán fracasó, en la Iglesia fracasa; en la presencia de la bendición y la gloria milenarias, fracasará; dondequiera y en todas sus empresas no se ve en él cosa buena. Por más grandes que sean sus ventajas y por más vastos que sean sus privilegios, no puede exhibir delante del mundo mejor historia que la repetición de sus pecados anteriores o los de sus antepasados.
Pero debemos considerar a Noé bajo dos puntos de vista, primeramente como tipo, y después como hombre. Al mismo tiempo que el tipo se ve hermoso y lleno de preciosa significación espiritual, el hombre no revela más que pecado y necedad. Sin embargo, el Espíritu Santo ha dejado estas palabras:
Noé, varón justo, era perfecto en sus generaciones; con Dios caminó Noé
(cap. 6:9).
La gracia divina había cubierto todos sus pecados y revestido su persona con las inmaculadas vestiduras de la justicia. Aunque Noé estaba descubierto en medio de su tienda, no contempló Dios su desnudez, mas lo vio, no en la debilidad de su condición, sino en el poder pleno de la justicia divina y eterna. Así podemos comprender el curso de vida que Cam adoptó. Por el contrario, Sem y Jafet demuestran en su conducta un precioso dechado del método divino de tratar con la desnudez humana, y, por tanto, heredan una bendición, mientras Canaán hereda una maldición (v. 24, 27).