La comunión de Abraham con Jehová
Abraham, amigo de Dios
Este capítulo nos ofrece un hermoso ejemplo de los resultados de una vida de separación y obediencia: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis 3:20).
El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él
(Juan 14:23).
Estos textos, puestos en relación con el contenido del capítulo que nos ocupa, demuestran que la clase de comunión de la que disfruta el alma obediente es cosa del todo desconocida para quien se mueve en una atmósfera mundana.
Este no toca ni del modo más remoto la cuestión del perdón o justificación. Todos los creyentes son revestidos de un mismo “manto de justicia” (Isaías 61:10); están todos colocados delante de Dios bajo una sola y misma justificación. La misma vida espiritual desciende de la Cabeza, que está en el cielo, y se comunica a todos los miembros en la tierra. Esta doctrina importante, varias veces explicada ya en las páginas anteriores, está establecida de la manera más clara en las Escrituras, pero debemos recordar que la justificación y los frutos de la justificación son dos cosas completamente diferentes. El ser hijo es una cosa, e hijo obediente, otra. Un padre ama a su hijo obediente y le hace depositario de sus pensamientos y de sus planes. ¿No sucede lo mismo con respecto a nuestro Padre celestial? ¡Indudablemente! Las palabras de nuestro Señor (Juan 14:23-24) ponen fuera de duda este asunto y demuestran, además, que la pretensión de amar a Cristo sin guardar su palabra es hipocresía: “El que me ama, guardará mi palabra”. Si, pues, no la guardamos, es prueba evidente de que no andamos conforme al amor por el nombre de Cristo. Nuestro amor a Cristo se manifiesta cuando hacemos las cosas que nos ha mandado y no consiste en decir: “Señor, Señor”. ¿Para qué sirve decir: «Yo voy, Señor», mientras que el corazón ni siquiera piensa en ir? (comp. Mateo 21:28-32).
Una vida con Dios
Aun cuando veamos a Abraham caído en faltas de detalle, notamos en él algo que, de manera general, le distingue: una vida con Dios, elevada, verdadera, íntima, por lo que, en la parte de su historia que meditamos, disfruta de tres privilegios particulares, a saber: de ofrecer a Dios algo que le es agradable; de estar en plena comunión con Dios y de interceder por otros delante de Dios. Estos son privilegios gloriosos que acompañan a un proceder santo, a una vida de separación y obediencia. La obediencia es agradable al Señor por ser el fruto de su propia gracia en nuestros corazones. Vemos cómo el único hombre perfecto que haya existido, constantemente deleitaba al Padre: varias veces Dios le rinde testimonio desde el cielo, diciendo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). La vida de Cristo en la tierra era para el cielo un motivo de gozo continuo: todos sus caminos hacían subir sin cesar el incienso de suave olor ante el trono de Dios. Desde el pesebre hasta la cruz hizo siempre lo que era agradable al Padre. No hubo en su camino ni interrupción, ni variación, ni escollo. Fue el único perfecto. Solo en él pudo trazar el Espíritu Santo una vida perfecta en la tierra. Al seguir el curso de la Historia Sagrada, encontramos de vez en cuando un alma que ocasionalmente ha regocijado al cielo. Así, en el capítulo que nos ocupa, hallamos al extranjero en el valle de Mamre, en su tienda, ofreciendo a Jehová lo que le era agradable: los dones fueron ofrecidos por amor y aceptados de buena voluntad.
Vemos a Abraham disfrutando de una comunión íntima con Jehová, lo que le permite interceder primero por lo que personalmente le concierne (v. 9-15) y luego por los habitantes de Sodoma (v.16-21). ¡Qué fortalecimiento para el corazón de Abraham reconstituyó la promesa de Dios: “Sara… tendrá un hijo”! (v. 10). No obstante, esta promesa no produjo en Sara más que una sonrisa, como a Abraham en el capítulo anterior.
La Escritura habla de dos clases de risa. Primero, esa de la cual Dios llena la boca de su pueblo cuando, en el momento de gran prueba, Dios acude en su auxilio de modo muy señalado: “Cuando Jehová hiciere volver la cautividad de Sion, seremos como los que sueñan. Entonces nuestra boca se llenará de risa, y nuestra lengua de alabanza; entonces dirán entre las naciones: Grandes cosas ha hecho Jehová con estos” (Salmo 126:1-2). Luego está la risa que la incredulidad pone en nuestra boca cuando las promesas de Dios son demasiado gloriosas para caber en nuestros corazones estrechos, o cuando los medios exteriores de los cuales Dios se sirve son demasiado pequeños, a nuestro juicio, para la ejecución de sus grandes designios. No nos avergonzamos de la primera de estas risas, ni tememos confesarlo. Los hijos de Sion no se avergüenzan de decir: “Entonces nuestra boca se llenará de risa”. Podemos reír de buen grado cuando Jehová nos haga reír. Pero “Sara negó, diciendo: No me reí; porque tuvo miedo” (v. 15). La incredulidad nos hace cobardes y mentirosos; la fe nos hace valientes y verídicos: ella nos hace aptos para acercarnos “confiadamente al trono de la gracia” y “con corazón sincero” (Hebreos 4:16; 10:22).
Abraham, depositario de los pensamientos de Dios
Pero hay más: Dios hace a Abraham depositario de sus pensamientos y propósitos acerca de Sodoma; porque, aun cuando Sodoma no interese personalmente a Abraham, vive bastante cerca de Dios como para que Dios le participe sus designios secretos respecto a esta ciudad. Si queremos conocer las intenciones de Dios en cuanto al presente siglo malo, es preciso que vivamos completamente separados del mismo y que no tomemos parte alguna en sus proyectos y especulaciones. Cuanto más cerca de Dios nos mantengamos, tanto más sumisos a su palabra viviremos, y tanto más también conoceremos sus pensamientos respecto a todas las cosas. No necesitaremos leer los periódicos para saber lo que será de este mundo: la Escritura nos revela todo cuanto importa saber acerca de ello. Sus páginas santas y puras nos hacen conocer todo lo que atañe a su carácter, como así también el curso y el destino del mundo. Si, en cambio, recurrimos a los hombres del mundo para que nos instruyan en estas cosas, acaso Satanás se servirá de ellos para engañarnos e impedirnos ver. Si Abraham se hubiese ido a Sodoma para obtener informes de lo que pasaría; si se hubiese dirigido al jefe más inteligente para saber su opinión respecto del estado de Sodoma y sus perspectivas futuras, ¿qué se le habría contestado? Sin duda alguna, le habría llamado la atención sobre las empresas agrícolas y arquitectónicas de sus compatriotas, como asimismo sobre los inmensos recursos del país; le habría hecho ver las multitudes de vendedores y compradores, de gente que edificaba casas y cultivaba campos, de gente que comía y bebía, de gente que se casaba y daba en casamiento. Esas gentes de Sodoma ni habían soñado en cosa tal como un juicio; y, si se les hubiese hablado de tal cosa, se habría visto la sonrisa de la incredulidad en sus labios. Resultaba muy claro que no se debía ir a Sodoma para saber cuál sería su porvenir. No, “el lugar donde (estuvo Abraham) delante de Jehová” era el único desde donde la vista abarcaba toda la escena (cap. 19:27). Allí Abraham dominaba todas las nubes que se habían amontonado sobre Sodoma. Allí, en la serenidad y la calma de la presencia de Dios, todo se le presentó claro merced a la revelación misma de Dios.
La intercesión de Abraham en favor de Sodoma
¿Qué uso hizo Abraham de lo que Dios le había revelado y de la feliz posición de que disfrutaba? ¿En qué se ocupaba en la presencia del Señor? Intercedía por otros ante Jehová. Este es el tercer privilegio especial que se le concede en este capítulo. Este fue un feliz y santo uso de su cercanía respecto de Dios. Abraham pudo interceder por los que se hallaban mezclados con la gente corrompida de Sodoma y que corrían el peligro de verse envueltos en la misma calamidad que le sobrevendría a esta ciudad culpable. Como siempre sucede en tales casos, Abraham hizo un uso bueno y santo de su privilegio delante de Dios. El alma que hoy puede acercarse a Dios con plena confianza de fe, con corazón y conciencia en perfecta paz, descansando en Dios respecto a lo pasado, lo presente y lo porvenir, se halla también en condiciones de interceder por otros, e intercederá por ellos. El que se haya revestido de “toda la armadura de Dios” puede orar “por todos los santos” (Efesios 6:11, 18); y ¡bajo qué aspecto esto nos hace entrever la intercesión de nuestro “gran sumo sacerdote que traspasó los cielos”! (Hebreos 4:14). ¡Qué reposo infinito debió de haber hallado en todos los consejos de Dios! ¡Con qué profundo sentimiento de su aceptación estará sentado en los cielos en medio de la gloria del trono de su Majestad! ¡Con cuánta eficacia omnipotente intercede ante esa Majestad por los que trabajan y se fatigan en medio de la corrupción que reina en este mundo! ¡Cuánta bienaventuranza para los que son el objeto de su intercesión omnipotente! ¡Cuán dichosos y bien amparados! Quiera Dios que tengamos corazones más compenetrados de estas cosas, corazones ensanchados por la comunión personal con Dios, capaces de recibir mayor medida de la plenitud infinita de su gracia y de comprender mejor cómo todo lo ha provisto para nosotros y para nuestras necesidades.
Vemos en este pasaje que, por bendita que fuera la intercesión de Abraham, ella, no obstante, era limitada, porque el intercesor no era más que hombre: no alcanzaba la medida de la necesidad. Dijo Abraham: “He aquí ahora que he comenzado a hablar a mi Señor… hablaré solamente una vez” (v. 27, 32), acabando así, como si temiera haber presentado a la tesorería de la gracia un asunto demasiado grande, o como si se hubiera olvidado de que la demanda de la fe siempre ha sido reconocida y honrada en la tesorería divina. No hubo urgencia en Dios; al contrario, hubo abundancia de gracia y paciencia para escuchar los ruegos de su amado servidor, con tal de que perseverara en la intercesión por amor a tres o aun a uno solo; pero hubo estrechez en el servidor mismo. Temía traspasar los límites de su crédito; por eso cesó de pedir y Dios cesó de dar… No sucede esto con nuestro bendito Intercesor, pues de él se dice con verdad:
Puede también salvar perpetuamente… viviendo sempre para interceder
(Hebreos 7:25).
Recurramos a él en todas nuestras necesidades, en todas nuestras flaquezas y en todas nuestras luchas.
Las profecías y la esperanza
Antes de terminar este capítulo, quisiera hacer una observación, directa o indirectamente relacionada con el asunto, que siempre es digna de atención. Cuando se estudian las Escrituras, es de gran importancia distinguir entre el gobierno moral de Dios respecto al mundo y la esperanza particular de la Iglesia. Todas las profecías del Antiguo Testamento, y buena parte de las del Nuevo, tratan del gobierno moral de Dios sobre el mundo, y ofrecen así a todo cristiano temas de estudio de gran interés. Es ciertamente interesante saber lo que hace Dios y lo que hará con todas las naciones de la tierra; es interesante leer sus pensamientos respecto a Tiro, Babilonia, Nínive, Jerusalén, Egipto, Asiria y la tierra de Israel. En resumen, todo el tenor de la profecía del Antiguo Testamento demanda la atención con oración de parte de todo verdadero creyente. Pero acordémonos de que estas profecías no contienen la esperanza especial de la Iglesia; porque si la existencia misma de la Iglesia no estaba todavía revelada de un modo directo ¿cómo se hallará en ellas su esperanza? ¡Imposible! No por eso las profecías del Antiguo Testamento dejan de proveer una rica cosecha de principios divinos y morales, de los cuales puede aprovechar la Iglesia; pero esto es muy diferente a querer encontrar en estas profecías la revelación de la existencia y de la esperanza particular de la Iglesia. No obstante, una buena parte de estas profecías se ha aplicado a la Iglesia, y así se ha oscurecido y embrollado de tal manera todo el asunto que los espíritus sencillos se retraen del estudio tan lleno de enseñanzas y descuidan aun lo que es del todo distinto de las profecías, a saber, la esperanza de la Iglesia. No necesitamos repetir que esta esperanza no tiene relación alguna con lo que concierne a los caminos de Dios para con las naciones, sino que consiste en ir al encuentro del Señor en el aire, para estar para siempre con él y ser como él (véase 1 Tesalonicenses 4:13 y siguientes).
Muchos dicen: «Yo no tengo cabeza para las profecías». Esto es muy posible, pero ¿tiene usted corazón para Cristo? Si ama a Cristo, amará también su venida, aun cuando fuera incapaz de todo estudio profético. Una mujer que ama a su marido puede carecer de cabeza para entrar en los negocios de él; pero, si su esposo está ausente, ella ocupará su corazón con la ansiedad de su vuelta; puede ser que no comprenda nada de la contabilidad de su diario y de su libro principal, pero conoce sus pasos y reconoce su voz. El cristiano más ignorante que ama al Señor Jesús puede abrigar el más vivo deseo de verle, y tal es la esperanza de la Iglesia. El apóstol podía decir a los tesalonicenses:
Os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo
(1Tesalonicenses 1:9-10).
Evidentemente, los santos de Tesalónica, en el momento de su conversión, pudieron tener un conocimiento muy incompleto de la profecía o del asunto particular al que ella se refiere; sin embargo, desde entonces quedaron en plena posesión y bajo la potencia de la esperanza especial de la Iglesia, pendiente de la venida del Hijo. Así lo vemos desde el principio hasta el fin del Nuevo Testamento. Encontramos las profecías y el gobierno moral de Dios; pero un gran número de pasajes nos prueban que la esperanza común de los cristianos de los tiempos apostólicos –esperanza sencilla, sin rodeos ni vueltas– era la venida del Hijo, la vuelta del Esposo.
Ojalá que el Espíritu Santo reavive esta “esperanza bienaventurada” en la Iglesia, reuniendo a los elegidos y preparando para el Señor “un pueblo bien dispuesto” (Tito 2:13; Lucas 1:17).