Isaac en Gerar y en Beerseba
El hambre y sus consecuencias
El primer versículo de este capítulo se enlaza con el capítulo 12. “Hubo hambre en la tierra, además de la primera hambre que hubo en los días de Abraham”. Las pruebas que los hijos de Dios encuentran en su carrera terrestre son casi todas de la misma naturaleza y tienden siempre a manifestar hasta qué punto su corazón ha encontrado su todo en Dios. Es cosa difícil, rara vez alcanzada, andar en tan íntima comunión con Dios que el alma sea enteramente independiente tanto de los hombres como de las cosas. Los egipcios y los filisteos de Gerar que están a nuestra derecha y a nuestra izquierda nos ofrecen tentaciones poderosas, ya sea para desviarnos del camino recto, ya para hacernos quedar lejos de nuestra verdadera posición de siervos del Dios vivo y verdadero.
“Y se fue Isaac a Abimelec rey de los filisteos, en Gerar”. Entre Egipto y Gerar hay una diferencia palpable. Egipto es la expresión del mundo con sus recursos naturales y su independencia de Dios. “Mío es el Nilo” (Ezequiel 29:3) dijo un egipcio que no conocía a Jehová y que no pensaba tomarle en cuenta para nada. Por su situación, Egipto estaba más lejos de Canaán que Gerar, y moralmente expresaba el estado del alma más alejado de Dios. Se menciona a Gerar en el capítulo 10 en estos términos: “Fue el territorio de los cananeos desde Sidón, en dirección a Gerar, hasta Gaza; y en dirección de Sodoma, Gomorra, Adma y Zeboim, hasta Lasa” (v. 19). Gerar estaba cerca, dentro de los límites de influencias muy peligrosas. Allí halló Abraham dificultades y penas; lo propio le ocurrió a Isaac. Abraham negó allí a su esposa; lo mismo Isaac. Es cosa muy solemne ver al padre y al hijo caer, el uno tras el otro, en el mismo pecado y en el mismo lugar. Esto demuestra que era mala la influencia de ese lugar. Si Isaac no hubiese ido a Abimelec, rey de Gerar, no se habría visto en la necesidad de negar que Rebeca fuera su esposa; pero el más mínimo desvío del camino recto conduce a la debilidad espiritual. Pedro negó a su Señor cuando se calentaba junto al fuego encendido en el patio del palacio del sumo sacerdote. En cuanto a Isaac, está claro que no vivía verdaderamente feliz en Gerar. Jehová le dijo: “Habita… en esta tierra” (v. 3), es verdad; pero cuántas veces sucede que Dios da a los suyos órdenes moralmente adaptadas al estado en que él sabe que están y calculadas para llevarlos al justo aprecio y sentimiento de tal estado. Jehová ordenó a Moisés (Números 13) que mandara personas a reconocer la tierra de Canaán; pero, si el estado moral del pueblo israelita no hubiera sido tan bajo, no habría sido necesaria tal empresa. Sabemos bien que la fe no tiene necesidad de investigar lo que la promesa de Dios le asegura. Del mismo modo Jehová ordenó a Moisés (Números 11:16) que escogiera y reuniera setenta personas de entre los ancianos de Israel para que llevasen con él la carga de juzgar al pueblo; pero si Moisés hubiese comprendido plenamente su alta posición y la dicha relacionada con la misma, no habría sido necesario tal mandamiento. Lo mismo sucedió cuando se tuvo que establecer rey sobre el pueblo de Israel (1 Samuel 8). La gente no debió encontrarse en la necesidad de tener otro rey que no fuera Dios. Es, por tanto, necesario, para comprender bien un mandamiento dado, ya sea a un individuo, ya al pueblo entero, tomar en consideración el estado del individuo o del pueblo.
En Gerar, una falsa posición
Pero acaso se dirá: Si Isaac se hallaba en una posición falsa en Gerar ¿por qué leemos que sembró “en aquella tierra, y cosechó aquel año ciento por uno; y le bendijo Jehová”? (v. 12). Respondemos que la bendición material no es prueba de que una persona se halle en la condición deseada por Dios. Como ya hemos tenido ocasión de mencionarlo, hay gran diferencia entre la bendición del Señor y su presencia. Muchos disfrutan de la bendición, pero no de su presencia; sin embargo, el corazón se siente inclinado a tomar la una por la otra, a confundir la bendición con la presencia de Dios, o cuando menos a persuadirse de que la una necesariamente debe acompañar a la otra. Este es un gran error. ¡Cuántos y cuántos vemos que, si bien están rodeados de las bendiciones de Dios, no disfrutan de su presencia, y ni siquiera la desean! Es importante ver esto. Un hombre muy bien puede ir prosperando y engrandeciéndose “hasta hacerse muy poderoso, y (tener) hato de ovejas, y hato de vacas y mucha labranza” (v. 13) sin que por eso goce plena y libremente de la presencia del Señor. Hato de ovejas y hato de vacas no son el Señor. Estos bienes pudieron despertar envidia en los filisteos, lo que no habría significado la presencia del Señor. Isaac bien podría haber disfrutado de la comunión más dichosa con Dios, sin que los filisteos lo advirtieran, por la sencilla razón de que eran incapaces de comprender y apreciar el valor de tal realidad. Ellos podían apreciar rebaños, hatos de ganado, siervos y pozos de agua, pero lo que no podían apreciar era la presencia divina.
En Beerseba, la restauración
Por fin se alejó Isaac de los filisteos y subió a Beerseba. “Y se le apareció Jehová aquella noche, y le dijo: Yo soy el Dios de Abraham tu padre; no temas, porque yo estoy contigo, y te bendeciré” (v. 24). No solo estaba ahora con él la bendición del Señor, sino el Señor mismo. Y ¿por qué? Porque Isaac se había alejado ya de los filisteos con todas sus envidias, sus querellas y sus altercados para irse a Beerseba. Allí podía el Señor manifestarse a su siervo, mientras que no podía acompañarle con su presencia en Gerar, si bien con mano pródiga le dispensaba sus bendiciones durante su permanencia en ese lugar. Para disfrutar de la presencia de Dios, es preciso estar donde él está, y esto no sucede en medio de querellas y disputas del mundo impío. Así que, cuanto más se apresure el hijo de Dios a abandonar tales cosas, tanto más pronto se hallará mejor. Tal fue la experiencia de Isaac. Mientras permaneció entre los filisteos, no produjo influencia saludable entre ellos, ni tuvo reposo en su espíritu. Es un error muy corriente imaginar que podemos servir a la gente del mundo mezclándonos con ella en sus asociaciones y acciones. El verdadero modo de serle útil consiste en vivir separado de ella, en el poder de la comunión con Dios, manifestándole así el modelo de un “camino aun más excelente” (1 Corintios 12:31).
El adelanto espiritual que había hecho Isaac por este tiempo se manifestaba aquí con el efecto moral producido por su marcha. “De allí subió a Beerseba. Y se le apareció Jehová… edificó allí un altar, e invocó el nombre de Jehová, y plantó allí su tienda; y abrieron allí los siervos de Isaac un pozo” (v. 23-25). En esto vemos un adelanto notable. Desde el momento en que dio el primer paso en el camino recto, prosigue de fuerza en fuerza; entra en el gozo de la presencia del Señor y disfruta de las dulzuras de una adoración verdadera. Demuestra que es extranjero y peregrino, y halla paz y descanso y un pozo indisputable que los filisteos no pueden cegar, porque no están allí.
Un resultado feliz para otros
Este resultado feliz para Isaac mismo produjo un efecto saludable en otros: “Y Abimelec vino a él desde Gerar, y Ahuzat, amigo suyo, y Ficol, capitán de su ejército. Y les dijo Isaac: ¿Por qué venís a mí, pues que me habéis aborrecido, y me echasteis de entre vosotros? Y ellos respondieron: Hemos visto que Jehová está contigo; y dijimos: Haya ahora juramento entre nosotros, entre tú y nosotros, y haremos pacto contigo” (v. 26-28), etc. Para poder obrar en los corazones y las conciencias de las gentes del mundo, es preciso vivir completamente separado de ellas, mostrándoles a la vez perfecta gracia. Mientras Isaac vivía en Gerar solo había disputas y riñas entre él y los filisteos, lo que le deparaba penas, sin hacer bien alguno a los que le rodeaban. Pero, al contrario, cuando les hubo abandonado, fue tocado el corazón de ellos y le buscaron para hacer alianza con él.
La historia de los hijos de Dios ofrece numerosos ejemplos del mismo género. Lo que nos debe importar ante todo es saber que estamos en la posición en la que Dios nos quiere y que nos hallamos en armonía con él, no solamente en la posición sino en la debida condición moral del alma. Si nos hallamos en legítima relación con Dios, podemos esperar que seamos idóneos para obrar de un modo saludable en los demás. Desde que Isaac subió a Beerseba, desde que hubo tomado la posición de adorador, fue restaurada su alma y Dios se sirvió de él para influir en los que le rodeaban. La pobreza espiritual nos priva de muchas bendiciones y nos hace fracasar en nuestro testimonio y nuestro servicio. Tampoco debemos, en el caso de hallarnos en posición falsa, parar a preguntarnos, como sucede a menudo: «¿Dónde hallaremos algo mejor?». El mandamiento de Dios es claro: “Dejad de hacer lo malo”; luego, después de haber obedecido a este mandamiento santo, Dios nos hace escuchar otro: “Aprended a hacer bien” (Isaías 1:16). Vivimos muy engañados si creemos que podemos aprender “a hacer bien” antes de haber cesado de “hacer lo malo”. “Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos”, y ¿qué entonces? “y te alumbrará Cristo” (Efesios 5:14).
Querido lector, si hace lo que sabe que es malo o si participa de alguna manera en lo que sabe que es contrario a la Escritura, escuche atento la palabra del Señor: “Dejad de hacer lo malo”. Puede estar seguro de que, si obedece a esta voz, no ignorará por mucho tiempo cuál es el camino que debe tomar y seguir. Solamente la incredulidad nos conduce a pensar que no podemos cesar de hacer el mal antes de haber hallado algo mejor para hacer.
Dénos Dios un ojo sencillo y un espíritu dócil.