Estudio sobre el libro del Génesis

Génesis 2

El día séptimo y el río

El día séptimo: reposo de Dios

Este capítulo presenta a nuestra consideración dos temas de esencial importancia, a saber, “el día séptimo” y “el río”. Nos ocuparemos de ellos en el orden respectivo.

Hay pocos asuntos respecto a los cuales prevalezca tanta mala inteligencia y contrariedad de opinión como este de la doctrina del “sábado1 ”. Y esto a pesar de que carecen de todo fundamento, tanto la una como la otra, pues las explicaciones de la Palabra que tratan de este asunto son de lo más sencillas. El mandamiento formal de guardar como santo el día séptimo será el tema de nuestro estudio, Dios mediante, al llegar al capítulo veinte del libro del Éxodo. Aquí nuestra tarea es la de estudiar esta declaración histórica que dice que Dios “reposó el día séptimo” (v. 3). “Fueron, pues, acabados los cielos y la tierra, y todo el ejército de ellos. Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó el día séptimo de toda la obra que hizo. Y bendijo Dios al día séptimo, y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación” (Génesis 2:1-3). Aquí no se habla de un mandamiento para los hombres. Simplemente se nos dice que Dios gozó de un reposo después de haber acabado la obra de la creación. Como no tenía más que hacer, el que había trabajado seis días dejó de obrar y entró en su descanso. Todo estaba completo, todo era bueno. Todo había quedado como él lo había proyectado y Dios pudo sentir el gozo de la satisfacción. “Alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios” (Job 38:7). La obra de la creación se había terminado y Dios celebraba su sábado.

Es digno de notar que aquí obtenemos una revelación del verdadero carácter del sábado. Este es el único sábado que Dios ha podido celebrar, por lo menos si atendemos a las indicaciones de la Escritura. Después leemos que Dios mandó al hombre que guardase el sábado y que el hombre no le obedeció, pero en ninguna parte de la Biblia se dice que Dios descansó. Al contrario, la palabra que nos llega es:

Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo
(Juan 5:17).

El sábado –que quiere decir «día de reposo»– podría celebrarse solo en el caso de haber dejado terminada su obra. Esto lo podría hacer Dios solo en medio de una creación inmaculada, una creación en la cual no se pudiera hallar ninguna mancilla de pecado. Dios no puede descansar en presencia del pecado, y cualquiera que mire en derredor comprenderá en el acto cuán imposible sería que Dios descansara ahora y gozara de su obra de creación. El cardo y la espina, juntamente con miríadas de otras señas humillantes, testifican que todo el universo gime de dolor y pide a voz en cuello a Dios que trabaje y no que descanse. ¿Puede Dios deleitarse entre las espinas y la maleza? ¿Puede olvidarse de los suspiros y los llantos, los gemidos y las lágrimas, las dolencias y la muerte, la degradación y la ruina de este pobre mundo? ¿Sería posible que Dios descansara en medio de estas condiciones?

Cualquiera sea la respuesta que se dé a estas preguntas, la Palabra de Dios nos enseña que él no ha tenido un sábado desde aquel que se menciona en este capítulo, al terminar la obra de su creación. El día séptimo fue señalado como sábado, y ningún otro. Esto es prueba de que todo quedó terminado. Empero, algo sucedió, la obra de la creación se manchó y el descanso del séptimo día fue interrumpido. Con la caída del hombre, y hasta la hora de la encarnación de su Hijo en el mundo, Dios no dejaba de obrar. Desde la encarnación hasta la cruz, Dios el Hijo obraba. Desde el día de Pentecostés, Dios el Espíritu Santo viene obrando.

Recordamos que Cristo no gozó de ningún sábado durante su permanencia en la tierra. Es cierto que acabó su obra de expiación, dándole una terminación gloriosa en la cruz; pero eso no era todo lo que tenía que hacer. ¿Dónde, pues, pasó el sábado siguiente? ¡En la tumba! Sí, lector, el Señor Cristo, Dios manifestado en carne, el “Señor del sábado”, el Hacedor y Proveedor de todo el universo, pasó el día séptimo en la negra y silenciosa tumba. ¿Cuál es el significado de esto? ¿Qué es lo que nos quiere decir? ¿Que ese fue día de reposo para él? ¿Podría el Hijo de Dios haber permanecido en la tumba ese día si le hubiese correspondido el derecho de gozar de él en paz y quietud por sentir que no le quedaba más que hacer? ¡Imposible! No necesitamos mejor prueba que el ejemplo del Señor Jesús para indicar cuán imposible es celebrar un sábado. La muerte no es el lugar de descanso para él. Cuando nos paramos junto a esa tumba y encontramos allí el cuerpo inerte de Jesús, no hallamos ningún símbolo de sábado o de reposo. El hombre es una criatura caída, arruinada y culpable. Su larga carrera de pecado termina en la crucifixión de su Señor de gloria, y al fin le pone en un sepulcro debajo de la roca, con una inmensa piedra cubriendo la entrada para impedir, de ser posible, su salida.

¿Y qué hacen los hombres ese día en que el Hijo de Dios se halla sepultado? Están observando su sábado. ¡Qué contraste! Cristo en la tumba expiando la culpa de ese mandamiento quebrado, y sus verdugos pretendiendo guardar el día como si nunca hubieran quebrantado ninguno de los mandamientos de Dios. Ese sábado pertenecía al hombre, pero de ninguna manera a Dios. Era un sábado sin Cristo, un día vacío, inútil, impío. El sepulcro estaba blanqueado (Mateo 23:27).

  • 1Nota del editor (N. del Ed.): La palabra hebrea es «sabbat». En español, se traduce sencillamente por «sábado» trátese del día solemne de los judíos o simplemente del séptimo día de la semana. La versión Reina Valera 1960 dice: “día de reposo”.

El día séptimo no se ha convertido en el primero (o domingo)

Ahora alguien dirá que el día se ha cambiado, llevando consigo todos sus principios y obligaciones. Yo creo que la Escritura no da ninguna base para tal idea. ¿Dónde se encuentra una autorización semejante? Si existiera en la Escritura, debería ser fácil citar el pasaje. Pero el hecho es que no lo hay; al contrario, el Nuevo Testamento sostiene una distinción muy marcada entre el día primero y el día séptimo. Baste referirnos a un solo pasaje. “A la víspera del sábado, que amanece para el primer día de la semana” (Mateo 28:1). No hay ninguna posibilidad de confundir aquí un día con el otro. El primer día de la semana no es un sábado cambiado, sino un día nuevo. Es el primer día de un período nuevo y no el último día de un período que fenece. El día séptimo se relaciona con la tierra y el descanso terrenal, mientras que el primer día nos relaciona con el cielo y con el descanso celestial.

Esta distinción se funda en un principio radical, y cuando la estudiamos en sus aplicaciones prácticas descubrimos elementos de mucha importancia. Si guardo el día séptimo, pongo de manifiesto que pertenezco a esta tierra y que busco el descanso material de este mundo, el descanso de la creación. Pero si recibo la iluminación de la Palabra y del Espíritu de Dios, a fin de comprender toda la significación de esta enseñanza, aceptaré esta verdad: la guarda del primer día tiene por objeto ponerme en relación con el nuevo orden celestial, en el cual la muerte y la resurrección de Cristo nos sirven de fundamento eterno. El día séptimo pertenece a Israel y a la vida terrenal, mientras que el primer día de la semana pertenece a la Iglesia y a la vida celestial. Además, a Israel se le mandó que guardase el día séptimo, en tanto que la Iglesia recibe el privilegio de gozar del primer día de la semana. Aquel fue dado para poner a prueba la actitud moral del pueblo de Israel; en cambio este es una evidencia palpable del estado de gracia en que la Iglesia se halla una vez para siempre. Aquel sirvió para indicar cuánto pudo hacer Israel por Dios; este es una declaración de lo que Dios ha hecho por nosotros.

De ninguna manera es exagerado el énfasis puesto al señalar el valor y la importancia del día del Señor, es decir, “el primer día de la semana” que tenemos en el primer capítulo del Apocalipsis. Al referirse al día en que Cristo se levantó de entre los muertos, el texto sagrado manifiesta que el día debe ser guardado no como el que marca la terminación de la obra de la creación, sino el que marca el triunfo final y glorioso de la redención. Por lo tanto, no debemos considerar la guarda del día como cosa de obligación servil, o como un yugo sobre el cuello del cristiano. Debe ser para él un deleite guardar el día como una fuente de felicidad. Y por eso vemos que la Iglesia primitiva lo celebró de tal manera. Era el día en que se reunían para partir el pan en memoria del Señor. En esa época se mantenía la distinción marcada entre ese día y el día séptimo. Los judíos guardaron este último reuniéndose en sus sinagogas para leer “la ley y los profetas”. Los cristianos se juntaron el día siguiente para partir el pan. No hay ni un solo pasaje de la Escritura en el que se hable del día primero como “sábado2)”. Al contrario, los dos, guardados de una manera distinta, eran símbolos de doctrinas muy diferentes.

¿Por qué porfiar, pues, en defender aquello que no tiene fundamento en la Palabra? Amemos y honremos el día del Señor con toda reverencia, procuremos –como el apóstol Juan– “estar en el espíritu” en ese día, hagamos uso de sus horas de descanso para el recogimiento y la meditación, apartándonos por completo de toda obra secular. Pero llamemos el día por su nombre verdadero y démosle su propio lugar, reconociendo cuáles son los principios que le dan su razón de ser y su molde particular. Cuidémonos de sujetar al cristiano bajo una rígida ley de servidumbre, como lo fue la de observar el día séptimo, so pena de quebrantar un mandamiento de Dios. Antes, convidémosle a gozar de un alto privilegio mediante la observancia del día primero. No le hagamos bajar del cielo, donde tiene un verdadero descanso en Cristo, para estar en este mundo maldito y manchado de sangre, donde nadie tiene descanso. No le demandemos que guarde el día en que su Señor estuvo en la tumba, en lugar de celebrar el día en que su Redentor salió de ella. (Compárense cuidadosamente Mateo 28:1-6; Marcos 16:1-2; Lucas 24:1; Juan 20:1, 19, 26; Hechos 20:7; 1 Corintios 16:2; Apocalipsis 1:10; Hechos 13:14; 17:2; Colosenses 2:16).

Un reposo venidero

No se crea que hemos perdido de vista el muy importante hecho de que el sábado tendrá que ser celebrado otra vez en la tierra de Israel y en todo el mundo. Seguramente que sí.

Queda un reposo para el pueblo de Dios
(Hebreos 4:9).

Llegará el día en que el Hijo de Abraham, el Hijo de David, el Hijo del Hombre asumirá su posición de gobernante de toda la tierra, y entonces amanecerá un sábado glorioso, un descanso no interrumpido por el pecado. Mientras tanto, Él es el rechazado, y todos los que le aman tienen que tomar sus lugares con Él en su rechazamiento. Son llamados para que salgan con él fuera del campamento, llevando su vituperio (Hebreos 13:13). Si la tierra pudiera guardar un sábado, no habría lugar para el vituperio. El hecho que algunos procuren convertir el primer día de la semana en sábado es evidencia de su falta de conocimiento bíblico, y pone en claro el error de su posición. Procuran establecer una ley moral que agrade a los deseos de la carne, porque sirve para ensalzar ciertas normas convencionales de conducta moral que el mundo demanda en lugar de una obediencia del espíritu.

Hay muchos que no lo entienden así. No cabe duda de que cristianos muy sinceros observan el sábado concienzudamente, y es nuestro deber respetar sus conciencias, pero esto no impide que les pidamos las pruebas bíblicas que corroboren sus opiniones. No queremos hacerles tropezar ni herir sus conciencias, sino instruirlos en la Palabra de Dios. No nos interesamos ahora por cuestiones de conciencia o convicciones personales, sino por los principios que sirven de base para todo este asunto de la guarda del sábado.

Como ya lo hemos dicho, volveremos a este tema cuando nos ocupemos del capítulo 20 del libro del Éxodo. Digamos aquí solamente, en relación con el día del sábado, que podemos causar mucho daño y pena a hermanos piadosos si, con el pretexto de ser celosos por lo que llamamos libertad cristiana, perdemos de vista el verdadero lugar que el primer día de la semana ocupa en el Nuevo Testamento. Si algunos cristianos, únicamente para demostrar su libertad, se ocupan el domingo en trabajos de la semana, con tal actitud y sin ninguna necesidad constituyen un obstáculo para algunos de sus hermanos. Tal manera de obrar no puede provenir del espíritu de Cristo. Aunque para mí no cometa ninguna equivocación y sienta plena libertad para actuar así, debo respetar la conciencia de mis hermanos, quienes no tienen las mismas convicciones. Además, no creo que los que se conducen así, realmente comprendan los verdaderos y maravillosos privilegios ligados al primer día de la semana. Deberíamos estar agradecidos de sentirnos liberados de toda ocupación y de toda distracción seculares, antes que volvernos a zambullir en ellas voluntariamente con el fin de demostrar que somos libres. En varios países, la ley del estado prohíbe trabajar el domingo; pensamos que esto es un efecto de la providencia de Dios y, al mismo tiempo, una gracia para los cristianos; si fuese de otra manera, sabemos bastante bien que el avaro y codicioso corazón de los hombres privaría a los cristianos, tanto como le fuera posible, del precioso privilegio de poder adorar a Dios con sus hermanos el primer día de la semana. Y ¿quién puede decir cuál sería el efecto deletéreo de una ocupación ininterrumpida en los asuntos de este mundo? Los cristianos que, desde el lunes por la mañana hasta el sábado por la tarde, respiran la pesada atmósfera de las oficinas, de los almacenes, de la fábrica o del taller, pueden hacerse una ligera idea.

Concluyo haciendo una sola pregunta más, dirigida al lector como cristiano sincero que no gusta de rodeos: ¿Cuál está más de acuerdo con todo el espíritu y propósito del Nuevo Testamento: la guarda del sábado como el día séptimo, o la celebración del día primero como el día del Señor?

El río del Edén, imagen del río de la gracia

Pasamos ahora a considerar la relación entre el día del sábado y el río que salía de Edén. Esta es la primera referencia al “río de Dios”, y es digno de notar que se nos presenta en conexión con el descanso de Dios. Mientras descansaba de su obra creadora, todo el mundo sentía el refrigerio de ese descanso. Habría sido imposible que Dios guardase un sábado sin que la tierra sintiera mil influencias benéficas. Mas ¡ay! la corriente que fluía tan suavemente desde Edén, sitio del descanso terrenal, fue interrumpida en su curso, porque todo el universo sintió el choque producido por el primer pecado, el que causó la pérdida de ese lugar sagrado.

Bendito sea Dios porque ese pecado no puso término a las actividades divinas, sino que las dirigió hacia otra esfera; porque donde quiera que fuese Dios después, en sus operaciones de gracia, el río le seguía. Por ejemplo, le hallamos salvando con mano fuerte y brazo extendido a su hueste redimida, y conduciéndola a través de las arenas del desierto; y allí están las aguas preciosas, no corriendo en Edén, sino brotando de la peña que fue herida (Éxodo 17:6), símbolo hermoso de aquello que es la base de esa gracia soberana que satisface hasta las últimas necesidades de todos los pecadores. No es este el río de la creación, sino el de la redención. “La roca era Cristo” (1 Corintios 10:4), Cristo herido para satisfacer las necesidades de su pueblo. En su simbolismo, esta peña herida acompaña la otra figura del Lugar Santísimo en el tabernáculo, y las dos son muy hermosas. En un cuadro, Dios es representado como morando detrás de cortinas, y en el otro tenemos a Israel bebiendo diariamente de una roca abierta. Quiera Dios que la lección espiritual de estas dos figuras se grabe más y más en la memoria de todo fiel cristiano.

Si seguimos adelante en el estudio de los caminos de Dios, hallaremos el río otra vez, pero fluyendo por otro canal.

En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva
(Juan 7:37-38).

Aquí se ve que el río brota de otra fuente y pasa por otro lecho, aunque en un sentido es la misma fuente, ya que esta es Dios mismo; pero es Dios en una nueva relación y obrando bajo otro principio. Jesucristo se presenta, en espíritu –fuera del orden natural de las cosas– como la fuente de un río de agua viva, del cual el corazón del creyente tiene que ser el canal que le dé curso. El huerto de Edén se había constituido deudor de toda la tierra, pues se hallaba comprometido a diseminar sus aguas fertilizadoras por todas partes. Después, en el desierto, la roca herida llegó a ser deudora de los israelitas sedientos. De la misma manera, ahora, el que cree en Jesús, se halla comprometido a servir de canal para que las aguas refrescantes del Evangelio fluyan por él en beneficio de otros muchos.

El cristiano debe considerarse el conducto por medio del cual las múltiples gracias de Dios alcancen a un mundo necesitado. Mientras más abundante sea su ofrenda para sus semejantes, más abundantemente recibirá para sí mismo, pues “hay quienes reparten, y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza” (Proverbios 11:24). De modo que el creyente ocupa un lugar de privilegio especial, y, al mismo tiempo, de gran responsabilidad. Está llamado a ser un testigo constante de la gracia que se exhibe en él y que viene de la fuente de toda gracia y verdad.

Pero la grandeza del privilegio es la medida de su responsabilidad. Si tiene la costumbre de alimentarse de Jesús, no puede menos que manifestarlo. Cuanto más se ocupa de Cristo por medio de la ayuda del Espíritu Santo, cuanto más contempla a su Persona adorable, más y más su vida y su carácter reflejarán las manifestaciones de su gracia. Su fe viene a ser un poder para ayudar a otros, un poder para hacer eficaz su testimonio personal y un poder que santifica todos sus actos de adoración. Por otra parte, si no estamos viviendo por la fe en el Hijo de Dios, que nos amó y se dio a sí mismo por nosotros (Gálatas 2:20), no seremos buenos siervos de Dios, ni fieles testigos, ni verdaderos adoradores. Puede ser que hagamos otras muchas cosas, pero no serán servicios que le sean aceptables a Cristo. Puede ser que hablemos mucho del Evangelio, pero no será un testimonio a favor del Salvador. Puede ser que manifestemos una apariencia de gran piedad y devoción, pero no será un culto aceptable como espiritual y sincero.

El río de Dios

Ahora, para concluir, se nos presenta el río de Dios en el último capítulo del Apocalipsis. (Compárese también Ezequiel 47:1-12, y Zacarías 14:8). “Después me mostró un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero” (Apocalipsis 22:1). “Del río sus corrientes alegran la ciudad de Dios, el santuario de las moradas del Altísimo” (Salmo 46:4). Aquí hallamos el río en su lecho final. Su fuente no puede ser cambiada, ni hay fuerza que pueda cambiar su cauce. “El trono de Dios” es el símbolo de la estabilidad eterna, mientras que la presencia del Cordero simboliza que la obra de la redención está enteramente consumada y es la base de todo. El trono aquí no simboliza el poder de Dios en la creación, ni en la providencia, sino en la redención. Cuando se dice: “y del Cordero”, comprendo que se trata de una obra a favor del pecador. Si se dijera solamente “el trono de Dios”, el temor me oprimiría, mas cuando Dios se revela en la persona del Cordero inmolado, el corazón es atraído y la conciencia tranquilizada.

La sangre del Cordero limpia la conciencia de toda mancha de pecado y la libera del temor que de otra manera se sentiría al entrar en la presencia de esa santidad absoluta que demanda la destrucción del pecado. En la obra de la cruz se satisficieron todas las demandas de esa santidad divina, de manera que entiendo mejor la grandeza de esa obra de salvación, toda vez que comprendo con más claridad las demandas de un Dios cuya esencia es una santidad que obra como un fuego consumidor. Mientras más contemplamos ese atributo divino y su manifestación en las leyes que afectan nuestras voluntades como seres morales, se nos revela más y más la importancia de la reconciliación efectuada sobre la cruz.

La gracia reine por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo
(Romanos 5:21).

El salmista dice: “Cantad a Jehová… celebrad la memoria de su santidad” (Salmo 30:4). No podemos hallar satisfacción en la santidad de Dios y darle gracias por su manifestación de ella en el mundo, si no hemos experimentado primero la eficacia de esa reconciliación que él nos manifiesta en la cruz y en la tumba abierta de su Hijo Jesucristo.

La responsabilidad de Adán: obedecer

Ahora que hemos seguido la corriente del río de Dios desde el Génesis hasta el Apocalipsis, estudiemos brevemente el lugar de Adán y Eva en Edén. A Adán le hemos considerado ya como el tipo de Cristo –el Segundo Hombre– pero también debemos examinar su posición como hombre e individuo y reconocer cuál fue su responsabilidad personal.

En medio de la escena de Edén, hermoso colmo de la creación, el hombre fue colocado como testigo y para pasar por una prueba. Se le habla de la muerte en medio de la vida. “El día que de él comieres, ciertamente morirás” (v. 17). ¡Qué lúgubre nota! ¡Qué amonestación solemne! Era necesaria, porque la vida de Adán, como ser racional y libre, pendía de un hilo, y ese hilo era la obediencia absoluta. El lazo que le ligaba a Jehová Dios1 tenía una sola hebra: el cumplimiento de la expresa voluntad de Dios, basado en una confianza completa en Aquel que le había colocado en su elevada posición de dignidad. Confianza, digo, en Su veracidad y en Su amor personal hacia él. No le sería posible obedecer si no podía confiar. Entenderemos mejor esa relación al estudiar los sucesos del tercer capítulo.

Quiero hacer al pasar una referencia al contraste entre el testimonio que fue establecido en Edén y el que el mundo ahora tiene. Entonces, cuando todo en derredor rebosaba de vida, Dios le habló al hombre de la muerte; ahora, por el contrario, en medio de la muerte y la ruina, Dios nos habla de la vida. Entonces la amonestación era: “Porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (cap. 2:17). Ahora la palabra es: “El que cree… vivirá” (Juan 11:25). Así como en Edén el adversario procuró invalidar el testimonio de Dios y hacer que el hombre no creyese esa amenaza en cuanto al resultado de la desobediencia, así ahora el mismo enemigo procura hacer que no se acepte la invitación del Evangelio. Dios había dicho: “el día que de él comieres, ciertamente morirás”; mas la serpiente dijo: “No moriréis” (cap. 3:4). Ahora la Palabra de Dios anuncia con toda claridad que “el que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3:36). La misma serpiente procura persuadir a las gentes de que es un absurdo pensar que uno pueda tener la vida eterna ahora, y que, para ser salvo, sea necesario primero hacer todo género de cosas y pasar por una multitud de experiencias misteriosas.

Lector, si hasta ahora no ha creído de lleno en la palabra divina, le suplico que permita que la voz del Señor se oiga más fuerte que el silbido de la serpiente.

El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida
(Juan 5:24).

  • 1N. del Ed.: Cabe hacer notar que en el capítulo 2 del Génesis, la expresión “Dios” es reemplazada por la de “Jehová Dios”. Este cambio es muy importante. Cuando Dios actúa respecto del hombre, toma el título de “Jehová Dios” (Jehovah Elohim); pero sólo cuando el hombre aparece en escena toma el único nombre de “Jehová”. A continuación consignamos algunos de los numerosos pasajes en los cuales este hecho se presenta de manera llamativa. “Y los que vinieron, macho y hembra de toda clase vinieron, como le había mandado Dios; y Jehová le cerró la puerta” (Génesis 7:16). Elohim iba a destruir el mundo que él había creado, pero Jehová cuidó del hombre con el cual mantenía relaciones. “Y toda la tierra sabrá que hay Dios (Elohim) en Israel. Y sabrá toda esta congregación que Jehová (el Eterno) no salva con espada y con lanza; porque de Jehová (el Eterno) es la batalla” (1 Samuel 17:46-47). Toda la tierra debía reconocer la presencia de Elohim; pero Israel debía reconocer los hechos de Jehová, con el cual mantenía relaciones. Finalmente, “Josafat clamó, y Jehová lo ayudó; y los apartó Dios (Elohim) de él” (2 Crónicas 18:31). Jehová cuida de su siervo extraviado, pero Elohim, aunque era desconocido por los sirios, actúa en sus corazones incircuncisos.