La potestad y majestad de Dios en la obra de la creación
Muy notable, de veras, es la manera en que el Espíritu Santo comienza este libro sublime. Se nos presenta a Dios en la plenitud de su poder infinito y en la grandeza solitaria de actos sublimes e inconmensurables. Empero toda materia extraña y todo preámbulo se excluyen de la historia. Nos hallamos desde luego en contacto directo con Dios. Parece que le oímos en esos momentos solemnes en que rompe el silencio mundial y, alumbrando las tinieblas del caos terrestre con la presencia de su rostro, proclama su propósito de preparar una esfera en la que pueda desplegar con toda amplitud su poder y majestad eternos.
No hay nada en esta historia que aliente una vana curiosidad, nada que sirva de base para las pobres especulaciones humanas. Más bien, se siente la realidad divina que ejerce su poder moral sobre la conciencia y el entendimiento. El Espíritu Santo no se conformaría nunca con presentar una serie de teorías para alimentar la curiosidad de algunos. Los geólogos son libres de penetrar hasta las entrañas de la tierra y sacar de ellas material con que modificar o contradecir la historia divina. A ellos les toca examinar cada fósil y hacer sus deducciones correspondientes, pero ninguna de sus declaraciones hace titubear la fe del sincero discípulo que halla todo su deleite en las palabras inspiradas. Lee, cree y adora a Dios. Con el mismo espíritu de humildad prosigamos nuestro estudio del libro que tenemos abierto delante de nosotros. Que Dios nos permita “inquirir en su templo” (Salmo 27:4). Ojalá que todas nuestras indagaciones, hechas con el fin de saber la verdad en cuanto a esta escritura, sean dirigidas por un espíritu de sinceridad y reverencia.
“En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. La primera frase del canon divino nos pone en la presencia de Aquel que es la fuente infinita de toda bendición verdadera. No se encuentra aquí ningún laborioso argumento para probar la existencia de Dios. El Espíritu Santo no podría haberse ocupado en semejante cosa. Dios se encarga de la revelación de sí mismo y se hace conocer por medio de sus obras.
Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos
(Salmo 19:1).
“Te alaben, oh Jehová, todas tus obras” (Salmo 145:10). “Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso” (Apocalipsis 15:3). Solo un escéptico o un ateo demandaría un argumento como prueba de la existencia de un Ser que, por la palabra de su boca, ha dado existencia y forma al universo y se proclama, al mismo tiempo, el Omnisapiente, el Todopoderoso y el Dios eterno. ¿Quién, si no Dios, podría crear las cosas? “Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién creó estas cosas; él saca y cuenta su ejército, a todas llama por sus nombres, ninguna faltará; tal es la grandeza de su fuerza, y el poder de su dominio” (Isaías 40:26). “Los dioses de los pueblos son ídolos, pero Jehová hizo los cielos” (1 Crónicas 16:26; Salmo 96:5). En el libro de Job (cap. 38-41) tenemos el argumento más convincente en esa descripción magnífica que Jehová mismo da acerca de su obra creadora como la prueba innegable de su superioridad absoluta; y esta declaración, que presenta al entendimiento los hechos más irrefutables como evidencia de su poder infinito, apela también al corazón, manifestando así una condescendencia sin límites. Se nos presenta en el mismo cuadro la majestad y el amor de Dios, su poder y su ternura como rasgos característicos.
Las tinieblas y la luz
“La tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo”. Esa era una situación en la que solo Dios podía obrar. El hombre, con su arrogancia de corazón, se ha mostrado capaz de interpelar a Dios con respecto a otros actos de aun más alta significación que la de este, pero en la presente escena no tuvo parte, porque él, como todo lo demás, era uno de los objetos del poder creativo. Dios, mirando desde su eterna morada de luz hacia el inmenso caos informe, pudo ver en él la esfera en la que sus elevados planes y maravillosos designios habían de ser desarrollados y tener cumplimiento, el lugar donde su eterno Hijo había de vivir, trabajar y derramar su sangre hasta la muerte, a fin de desplegar ante la vista de un universo atónito las gloriosas perfecciones de su deidad. Todo era oscuridad y caos allí, pero Dios es el Dios de orden y de luz.
Dios es luz y no hay ningunas tinieblas en él
(1 Juan 1:5).
La oscuridad y la confusión no pueden permanecer en su presencia.
“El Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (v. 2). Estuvo contemplando la escena de sus operaciones futuras, una escena negra, por cierto, en la que hubo amplio lugar para la operación de una potencia magna y vivificadora. Solo él podía iluminar esa noche, hacer brotar la vida, disponer que el orden sustituyera a la confusión, abrir un firmamento en medio de las aguas y establecer la tierra en la cual la vida pudiera desarrollarse sin temor a morir. Todos estos eran triunfos dignos de Dios.
“Dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz” (v. 3). ¡Qué sencillo! y, al mismo tiempo, ¡qué divino! “Él dijo y fue hecho; él mandó, y existió” (Salmo 33:9). Los incrédulos preguntarán: ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? La contestación es: “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía” (Hebreos 11:3). Con esto se satisface el espíritu dócil. Bien puede la Filosofía mofarse de nosotros y acusarnos de la más crasa ignorancia, de una credulidad ciega que conviene solo a los tiempos semibárbaros y que no puede ser digna de los hombres que viven en esta época de luces. El museo y el telescopio han puesto a nuestra disposición una multitud de hechos de los cuales el escritor sagrado no sabía nada. ¡Ay! ¡qué sabiduría! ¡qué erudición! No; más bien decimos: ¡Qué necedad! ¡Qué insensatez! Estos ignoran por completo el motivo y el designio de la narración sagrada. No es el propósito de Dios, en esta revelación, darnos lecciones de Geología o convertirnos en astrónomos. No es su intención enseñarnos los detalles que el microscopio o el telescopio tendrán que presentar; no; el objeto del Espíritu es conducirnos hasta la presencia de Dios, a fin de que le adoremos con el corazón muy enriquecido con las enseñanzas de la Palabra divina. Es cierto que estas no son razones que satisfagan al que pretende ser filósofo. Este, despreciando lo que llama prejuicios bajos y estrechos del discípulo reverente a la Palabra, toma su telescopio y procede a examinar los cielos, o bien cava hasta las entrañas de la tierra en busca de estratos, cristalizaciones y fósiles, a fin de modificar y mejorar (por no decir desmentir) esta narración de la creación.
Con todas estas oposiciones de la “falsamente llamada ciencia” no tenemos nada que ver (1 Timoteo 6:20). Creemos que todos los descubrimientos verdaderos –ya sean en los cielos, en la tierra o en las aguas–, armonizarán con lo que está escrito en la Palabra de Dios, y todas las teorías que no armonicen de esta manera tienen que ser rechazadas por todo amante de la Escritura. Esta posición es la única que puede dar descanso al creyente en estos días en los que el ambiente se llena de toda clase de teorías y especulaciones, las cuales saben mucho de racionalismo y positivismo ateísta. Es necesario que el corazón esté firme en cuanto a la inspiración plena, eficaz y autoritaria del tomo sagrado. Solo así puede uno defenderse contra el racionalismo de Alemania por un lado y la superstición de Roma por el otro. Un profundo conocimiento del texto sagrado y una gran reverencia hacia él, por su inspiración, es lo que más se necesita en los tiempos presentes. Que Dios, en su gracia, aumente más y más el número de los que así piensan y obran.
“Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche” (v. 4-5). Aquí tenemos referencia a dos elementos que se usan en toda la Escritura como símbolos de cosas espirituales. La presencia de la luz constituye el día y su ausencia la noche. Lo mismo pasa en la historia del alma. Algunos son “hijos de luz” mientras que otros son “tinieblas” (Efesios 5:8). Esta distinción es muy importante y muy solemne. Todos aquellos sobre los cuales ha brillado la luz de la vida, todos los que han recibido, como huésped, al Lucero de la mañana, todos los que han recibido la luz “del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6), todos estos, quienesquiera que sean y dondequiera que se hallen, pertenecen a esta clase de “hijos de luz e hijos del día” (1 Tesalonicenses 5:5).
Por otra parte, todos aquellos que han permanecido en el estado de oscurantismo, de ceguera e incredulidad, todos los que han rehusado recibir en sus corazones –por medio de la fe– los rayos benéficos del Sol de justicia, se envuelven todavía en las sombras de una noche espiritual, pertenecen a la otra clase y son hijos de la noche y de las tinieblas (1 Tesalonicenses 5:5).
Lector, deténgase usted aquí y hágase esta pregunta personal en la presencia de Aquel que escudriña el corazón: ¿A cuál de estas dos clases pertenece? Que sea a una u otra es un hecho innegable. No importa que sea pobre, analfabeto o despreciado; si, por la gracia de Dios, está ligado al Hijo de Dios, quien fue y es “la luz del mundo”, entonces es usted, en verdad, un hijo del día, destinado a resplandecer, tarde o temprano, en aquella esfera celestial, en aquella región de gloria en la cual el “Cordero como inmolado” (Apocalipsis 5:6) es el Sol eterno (Apocalipsis 22:1-5). Esta no será obra suya. Será el resultado del consejo y la operación de Dios mismo, quien ha dado luz y vida, gozo y paz en el Señor Jesús y en su sacrificio efectuado en la cruz. Por otra parte, si usted es extraño a la acción e influencia santificadora de la luz divina, si sus ojos no se han abierto para contemplar la hermosura que radia del Hijo de Dios, entonces, aunque tenga toda la ciencia de un Newton, aunque se halle enriquecido con todos los tesoros de la Filosofía, aunque haya bebido con avidez de todos los manantiales de la ciencia humana, aunque su nombre tenga como adorno justo todos los títulos académicos que las universidades de este mundo saben conferir, es, sin embargo, un hijo de la noche y de las tinieblas y, si muriese en esta condición actual, sería para hallarse apartado y envuelto en la negrura y el horror de una noche eterna. Le suplico, pues, que antes de leer otra página procure asegurarse sobre este punto y reconocer su relación con los del día y los de la noche.
El sol, centro de luz, es ¡Cristo, nuestro Señor!
En seguida deseo considerar por un momento lo concerniente a la creación de las fuentes de luz. Y “dijo luego Dios: Haya lumbreras en la expansión de los cielos para separar el día de la noche; y sirvan de señales para las estaciones, para días y años, y sean por lumbreras en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra. Y fue así. E hizo Dios las dos grandes lumbreras; la lumbrera mayor para que señorease en el día, y la lumbrera menor para que señorease en la noche; hizo también las estrellas” (v. 14-15).
El sol es el gran centro de luz de nuestro sistema planetario. Alrededor de él giran los astros menores. De él también proviene su luz. Por lo tanto, podemos considerarlo como un símbolo de Aquel que pronto se levantará “y en sus alas traerá salvación” (Malaquías 4:2) para alegrar el corazón de los que temen a Jehová. Lo apropiado y hermoso de este símbolo se comprenden mejor si después de una noche de vigilia sale uno a contemplar el rompimiento del alba. Poco a poco se dora el horizonte por el Oriente con los rayos de luz. Las nieblas y las sombras de la noche desaparecen y toda la creación se levanta para aclamar rey del día al sol naciente. Igual cosa sucederá –aunque con mayor majestad– cuando vuelva a la tierra el Sol de justicia. Las sombras de la noche huirán; toda la creación cantará de júbilo en aquel día en que nazca sin nubes la mañana del día glorioso y eterno.
La luna
La luna, opaca en sí misma, recibe toda su luz del sol. Siempre refleja la luz del sol, a menos que se interpongan influencias adversas de la Tierra. Tan pronto como se esconde el astro rey debajo del horizonte, la luna se presenta a fin de recibir sus rayos y enviarlos a su vez hacia la Tierra oscura. En caso de que la luna sea visible de día, su aspecto es el de un consorte inferior que reconoce la majestad de su fulgente compañero. En otras ocasiones, los tibios y argentados rayos de la luna no llegan a la Tierra porque otros elementos se interponen. Las nubes negras, las nieblas espesas y los vapores fríos cubren la superficie de nuestro planeta y se esconde de nuestra vista su fiel compañera de suave luz.
Ahora, así como el sol se ha considerado propiamente como el símbolo de Cristo, a su vez la luna puede ser figura de la Iglesia. Su fuente de luz se esconde de la vista. El mundo no lo ve a Él, pero ella sí, y es su deber reflejar sus rayos sobre un mundo entenebrecido. El mundo no tiene otro medio que el de la Iglesia para conocer la verdad en Cristo. “Nuestras cartas sois vosotros” –dice Pablo– “conocidas y leídas por todos los hombres; siendo manifiesto que sois carta de Cristo” (2 Corintios 3:2-3).
¡Qué posición de responsabilidad! ¡Con qué celo debería vigilar para que no se oscureciera la luz celestial de Cristo! Pero se nos pregunta: ¿Cómo puede ella reflejar la luz? Simplemente permitiendo que Cristo brille sobre ella en todo su esplendor. Si la Iglesia logra andar en la luz de Cristo, sin duda alguna tendrá que reflejar esa luz. La luz de la luna no le es propia. Tampoco lo es la de la Iglesia. Ella es simplemente receptora de la luz, para reflejarla. Es su deber conocer bien la senda por la que Él andaba aquí en la tierra y, por el Espíritu Santo que mora en ella, seguir esa senda hasta el fin. Es cierto que las nieblas se levantarán para impedir, si es posible, que alumbre esa luz y que sea leída aquella carta. El mundo no nos deja olvidar que los rasgos que caracterizaban a Jesús no se hallan siempre en los que le pertenecen. Y en verdad muchos manifiestan en su conducta un contraste que es muy humillante. Ojalá todos reconozcamos nuestro deber de estudiar más el carácter de Cristo para imitarlo con más fidelidad.
Las estrellas
Las estrellas son luces más lejanas. Brillan en otras órbitas y su hermoso centellear nos causa admiración constante. “Una estrella es diferente de otra en gloria” (1 Corintios 15:41). Así será también en el venidero reino del Hijo. Brillará Él con un lustre eterno. Su cuerpo, la Iglesia, reflejará fielmente sus rayos sobre todos, y los santos, como individuos, estarán resplandecientes en los lugares en los que el justo Juez los coloque como recompensa segura de su servicio fiel durante la oscura noche de su ausencia. Este pensamiento nos debe animar para que con más ardor prosigamos hacia el destino que nuestro Señor nos ha señalado (Lucas 19:12-19).
Se nos presentan en seguida los órdenes inferiores de la creación. Dios hace que el aire y el mar sean cunas en las que se mece la vida de seres incontables. Algunos interpretan las operaciones de estos días sucesivos como figuras de las grandes dispensaciones providenciales y de sus rasgos sobresalientes. Me parece mejor no dar rienda suelta a la imaginación, sino que nos conformemos con las analogías generales de la Escritura, si queremos evitar errores serios. Por lo menos, me propongo no apartarme del sentido claro del texto sagrado.
La creación del hombre a imagen de Dios
Llegamos ahora al punto en que hemos de considerar el lugar del hombre. Al ser puestas en orden todas las cosas se veía la necesidad de un ser que fuera el administrador terrestre de todo esto. “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:26-28). El lector notará el cambio aquí, primero él y después ellos. No se nos dice nada de la formación de la mujer hasta el segundo capítulo, aunque aquí se nos dice que Dios los bendijo y les dio a los dos el señorío sobre la creación. Todos los órdenes inferiores fueron puestos bajo el dominio de los dos. Eva recibió todas sus bendiciones en Adán. De él también recibió ella su posición de dignidad. Aunque no existía en ese entonces, fue considerada, en los propósitos de Dios, como parte del hombre.
En tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas
(Salmo 139:16).
La posición de Eva respecto a Adán
Así también ha sucedido con la Iglesia, la esposa del Segundo Hombre. Ella fue contemplada desde la eternidad en Cristo, su Cabeza y Señor, como lo leemos en el primer capítulo de Efesios:
Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor (v. 4).
Antes de que un solo miembro de la Iglesia hubiese respirado su primer aliento de vida, todos ellos fueron predestinados, según el designio de Dios, para que fuesen conformados a la imagen de su Hijo. Los consejos de Dios han hecho que la Iglesia sea una necesidad para el complemento del Hombre místico. Así la Iglesia es llamada “la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (Efesios 1:23). Este título es asombroso y se ve a qué altura de dignidad e importancia es elevada la Iglesia.
Con demasiada frecuencia la redención se considera como una obra que proporciona bienaventuranzas presentes y la seguridad para el futuro solo para beneficio de los individuos. Esta no es la verdadera interpretación del plan de salvación. Es cierto que todo aquello que, por Cristo, pertenece de alguna manera al individuo le es asegurado de la manera más amplia y satisfactoria. Pero esta es la parte menor de la redención. La gran verdad que no debemos perder de vista es que la gloria de Cristo se relaciona íntimamente con la existencia de la Iglesia. Si se me permite, bajo la autoridad de las Escrituras, considerarme como miembro esencial en el cuerpo –la Iglesia– y como un elemento necesario en los planes de Cristo, ya no hay lugar para que yo ponga en duda la provisión hecha para sostenerme en todas mis necesidades. ¿Y no es cierto que la Iglesia es necesaria para Cristo? Sin duda alguna; recuérdese que está escrito que “no es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él” (Génesis 2:18). “Porque el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón” (1 Corintios 11:8-12). La cuestión ya no es si Dios puede salvar al pobre pecador impotente, no es si puede Él borrar sus pecados y recibirle bajo la nueva ley de una justificación divina. Dios ha dicho: “No es bueno que el hombre esté solo” (v. 18), y, si preparó para el primer hombre una ayuda idónea, mucho menos dejará al Segundo Hombre sin “ayuda”. Así como en el primer caso habría habido un vacío en la nueva creación sin Eva, así también –y la idea nos asombra por su grandeza– en el caso del Segundo Hombre habría habido un vacío en la nueva creación si no existiera la Esposa, que es la Iglesia.
Estudiemos ahora la manera en que Eva llegó a existir, aunque al hacerlo nos anticipemos a una parte del contenido del segundo capítulo. En toda la creación no se hallaba una compañera idónea para Adán. Fue necesario que un sueño profundo cayera sobre él y que su compañera fuera sacada de su costado para compartir con él el dominio y la dicha de su mundo feliz. “Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras este dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre. Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne: esta será llamada Varona, porque del varón fue tomada” (cap. 2:21-23).
Adán y Eva, figuras de Cristo y la Iglesia
Ahora, contemplando a Adán y Eva como figuras de Cristo y la Iglesia, según nos lo autoriza la Escritura con toda amplitud, vemos que la muerte de Cristo tenía que ser un hecho acabado antes de poder constituirse la Iglesia. Es cierto que en los propósitos de Dios ella fue contemplada y escogida en Cristo antes de la fundación del mundo. Empero, no nos olvidemos de que hay una diferencia inmensa entre los propósitos secretos de Dios y su revelación y cumplimiento. Antes de que estos propósitos pudieran ser traducidos a la realidad con referencia a los creyentes que formaran la Iglesia, fue necesario que el Hijo fuera rechazado y crucificado; que él se sentara a la diestra de Dios y que enviara al Espíritu Santo a fin de bautizarlos en la unión de un solo cuerpo. No queremos significar que no se salvaban las almas antes de la muerte de Cristo. Sin duda muchos fueron salvos. Adán fue salvo y miles de otros, de tiempo en tiempo, en virtud de ese sacrificio de Cristo que tenía que verificarse después. Empero hacemos aquí una distinción muy clara entre la salvación de individuos aislados y la formación de la Iglesia, como cosa distintiva, por medio de la obra del Espíritu Santo.
No se ha puesto bastante énfasis en esta distinción. Muchos que aceptan la interpretación como teoría no la llevan a sus resultados prácticos. El lugar particular de la Iglesia, es decir, su relación íntima con el Segundo Hombre –el Señor del cielo– y sus privilegios y prerrogativas distintivas, si son revestidos de poder por la presencia del Espíritu, tienen que producir los frutos más raros y más fragantes que se conocen en el mundo (Efesios 5:23-32).
En la figura que tenemos delante se nos presenta una galería de bendiciones que deben pertenecer a la Iglesia, si es en verdad la Esposa de Cristo como Eva lo era de Adán. ¡Qué cariño le debía tener, qué intimidad, qué comunión de espíritu! ¡Qué preciosa ha de haber sido para ella su participación en todos sus pensamientos! En toda su dignidad y en toda su gloria ella tenía parte igual. Él señoreaba, no sobre ella, sino con ella sobre toda la creación. Él y ella eran los señores de cuanto existía. Como hemos dicho, la bendición que recibió, se comunicó a ella. Es cierto que “el hombre” recibió la promesa, pero la mujer fue creada y le fue dada porque él necesitaba una ayuda idónea. Es imposible hallar un tipo más interesante que este. Primeramente el hombre fue formado, luego le fue hecho saber su destino en unión con la mujer; y en seguida ella fue sacada de su costado. Todo esto forma una figura muy significativa e instructiva. No es suficiente tener una figura para luego formar una doctrina sobre ella, pero, cuando los hechos subsiguientes concuerdan con el arquetipo, y la Palabra lo revela claramente, volvemos con sumo agrado al tipo para estudiar, apreciar y admirar más la realidad que se nos presenta.
El Salmo 8 es una hermosa declaración de la posición exaltada del hombre con todas las cosas sujetas a él. “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar; todo cuanto pasa por los senderos de la mar. ¡Oh Jehová, Señor nuestro, cuán grande es tu nombre en toda la tierra!” (v. 3-9).
La Iglesia no está revelada en el Antiguo Testamento
Aquí no se nos dice nada de la mujer, pero es claro que todo se refiere a ella igualmente como copartícipe en la dirección del señorío asignado al hombre. No hay ninguna revelación directa del misterio de la Iglesia en ninguna parte del Antiguo Testamento. El apóstol Pablo dice que “en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu” (Efesios 3:1-11). Por eso entendemos cómo es que en el Salmo 8 se refiere solo al hombre, aunque entendemos ahora que se refiere al hombre y a la mujer. Pero Pablo profetiza y nos da el cuadro como estará completo en las edades venideras. Entonces el verdadero Hombre, el Señor del cielo, tomará asiento en el trono y, en compañía de su esposa, se enseñoreará de la creación restaurada. La Iglesia es parte “de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Efesios 5:30). Él es la cabeza y ella es el cuerpo, haciendo un solo Varón, como lo leemos en el capítulo 4 de Efesios:
Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo (v. 13).
La Iglesia, siendo entonces parte de Cristo, tendrá una posición muy exaltada en la gloria. No hubo nadie tan cerca de Adán como Eva, porque ella era parte de él. Así se puede decir de la Iglesia, la que ocupará una posición muy cerca de Cristo en su gloria venidera.
Pero esto no es todo. Nos llama la atención no solamente lo que la Iglesia llegará a ser, sino también lo que ella ya es: el actual cuerpo de Cristo en la tierra, siendo Él su cabeza viva. Es el templo en el que Dios ahora tiene su morada. ¿Cómo debemos ser nosotros? Si esta es la dicha actual y la dignidad futura de la Iglesia, de la cual, por la gracia de Dios, nosotros formamos parte, entonces nos conviene llevar una vida santa, apartada y elevada en este lugar de nuestra peregrinación.
Nuestro ruego al Padre es que el Espíritu Santo nos revele estas cosas con más amplitud y poder, para que podamos comprender mejor la conducta y el carácter que son dignos de la alta posición a la cual hemos sido llamados, “alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos, y sentándole a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no solo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (Efesios 1:18-23).