Estudio sobre el libro del Génesis

Génesis 32

Los planes de Jacob a propósito de Esaú

La mala conciencia de Jacob

Jacob “siguió su camino, y le salieron al encuentro ángeles de Dios” (v. 1). A pesar de todo, la gracia de Dios acompañaba a Jacob. Nada es capaz de cambiar el amor de Dios, pues ama con amor invariable. A quien ama, le ama hasta el fin: como Él mismo su amor es

El mismo ayer, y hoy, y por los siglos
(Hebreos 13:8).

Pero igualmente podemos apreciar, por lo que este capítulo nos cuenta acerca de Jacob, cuán poco resultado produjo en él el “campamento de Dios” (v. 2). “Y envió Jacob mensajeros delante de sí a Esaú su hermano, a la tierra de Seir, campo de Edom” (v. 3). Evidentemente, Jacob siente remordimientos al pensar en su encuentro con Esaú, y tenía razón para ello. Había obrado muy mal para con él, y su conciencia no le deja tranquilo. Pero, en lugar de echarse en los brazos de Dios sin reserva, recurre de nuevo a sus medios acostumbrados para prevenir la ira de Esaú. Procura congraciarse con Esaú en vez de apoyarse en Dios.

“Les mandó diciendo: Así diréis a mi señor Esaú: Así dice tu siervo Jacob: Con Labán he morado, y me he detenido hasta ahora” (v.4). Todo esto revela a un alma alejada de su centro en Dios. “Mi señor” y “tu siervo” no es el modo de hablar de un hermano a otro, ni el de una persona cualquiera que conserve el sentimiento de la dignidad que otorga la presencia de Dios. Es este el lenguaje de Jacob, y de un Jacob con mala conciencia.

“Y los mensajeros volvieron a Jacob, diciendo: Vinimos a tu hermano Esaú, y él también viene a recibirte, y cuatrocientos hombres con él. Entonces Jacob tuvo gran temor” (v. 6-7). Y ¿qué quiere hacer ahora? ¿Abandonarse en los brazos de Dios? No. Empieza a hacer planes. “Distribuyó el pueblo que tenía consigo, y las ovejas y las vacas y los camellos en dos campamentos. Y dijo Jacob: Si viniere Esaú contra un campamento y lo ataca, el otro campamento escapará” (v. 8). El primer pensamiento de Jacob consiste siempre en algún plan, y de esta manera no es más que un verdadero ejemplo del pobre corazón humano. Es verdad que después de haber hecho su plan se vuelve a Jehová pidiendo auxilio, pero, apenas ha cesado de pedir, vuelve a sus cálculos. Pero orar y hacer planes son dos cosas distintas que no van juntas. Cuando trazo mis planes, descanso más o menos en ellos; cuando oro a Dios debo descansar exclusivamente en Dios. De modo que las dos cosas sean perfectamente incompatibles. Cuando mi vista es absorbida por mis propias operaciones no estoy presto a ver cómo Dios interviene en pro de mi causa. Entonces la oración no es la expresión de la necesidad en que me hallo, sino el ciego cumplimiento de algo que yo creo que debe hacerse, o tal vez la demanda a Dios para que santifique mis propios designios. Pero Dios no quiere que yo le pida que santifique y bendiga mis planes y mis medios sino que remita todo entre sus manos para que intervenga en mi favor.

Un plan humano para apaciguar a Esaú

Aun cuando Jacob había pedido que Dios le librara de su hermano Esaú, es evidente que no tenía confianza en Su intervención, pues procura apaciguar a Esaú mediante un regalo. Su confianza descansa en este regalo y no en Dios solo.

Engañoso es el corazón más que todas las cosas
(Jeremías 17:9).

A menudo es difícil descubrir cuál es el verdadero fundamento de nuestra confianza. Creemos que nos apoyamos en Dios –o querríamos persuadirnos de ello– cuando de hecho hemos colocado nuestra confianza en algún arreglo de nuestra propia invención. El que oyese a Jacob pedir a Dios: “Líbrame ahora de la mano de mi hermano, de la mano de Esaú, porque le temo; no venga acaso y me hiera la madre con los hijos”, podría imaginarse que añadiría: “¿Apaciguaré su ira con el presente?” (v. 20). ¿Ya había olvidado su oración? ¿Hizo un dios de su presente? ¿Puso más confianza en sus animales que en Jehová, en cuyas manos acababa de confiar su suerte?

Estas preguntas nacen naturalmente de todo lo que aquí se nos cuenta de Jacob, y podemos leer la respuesta a ellas en el espejo de nuestro propio corazón. Este corazón nos enseña tan bien como la historia de Jacob nuestra disposición a apoyarnos más bien en las combinaciones de nuestra propia sabiduría que en Dios; pero así a nada bueno llegamos. Con frecuencia nos sentimos demasiado contentos de nosotros mismos después de haber orado acerca de nuestros planes o del uso de todos los medios permitidos y haberle pedido a Dios que les bendijera. Pero en tales casos nuestras oraciones no valen nada más que nuestros planes, ya que descansamos en estos más que en Dios. Es preciso que de hecho seamos llevados al total fracaso de todo lo que sea el producto del «yo», antes de que Dios se pueda manifestar. Y para que abandonemos nuestros planes, es necesario que crucifiquemos el «yo». Es absolutamente necesario que reconozcamos que “toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo” (Isaías 40:6).

Jacob a solas con Dios

A ello fue llevado Jacob en el capítulo que nos ocupa. Después de haber tomado todas las disposiciones prudentes, nos dice la Palabra: “Así se quedó Jacob solo; y luchó con él un varón hasta que rayaba el alba” (v. 24). Aquí principia un nuevo aspecto de la historia de este hombre notable. Es preciso que nos encontremos a solas con Dios para que lleguemos a un conocimiento justo de nosotros mismos y de nuestros caminos. Para conocer el valor de la naturaleza humana y de sus procedimientos, es preciso que les hayamos pesado en la balanza del santuario. Poco importa lo que pensemos de nosotros mismos o lo que los hombres piensen de nosotros. Para hacer que lo sepamos, es preciso que seamos dejados “solos”, lejos del mundo, lejos del «yo», lejos de todos los pensamientos, de todos los raciocinios y de todas las emociones de la naturaleza humana, solos con Dios.

Dios lucha con Jacob

“Se quedó Jacob solo; y luchó con él un varón”. La Escritura no nos dice –lo que es algo digno de notar– que Jacob luchó con un varón, sino que un varón luchó con Jacob. Esto se ha presentado frecuentemente como ejemplo de la energía con que oraba Jacob. Decir que yo lucho con un hombre o que un hombre lucha conmigo, son dos ideas muy diferentes. Si soy yo quien lucha con otro, ello indica que quiero conseguir algo de él; si otro, al contrario, lucha conmigo, será porque quiere conseguir algo de mí. Dios luchó con Jacob para hacerle comprender que no era más que una débil y miserable criatura. Luego, viendo que Jacob sostenía la lucha contra él con tanta tenacidad, “tocó en el sitio del encaje de su muslo, y se descoyuntó el muslo” (v. 25). Es preciso que se escriba la sentencia de muerte sobre la carne. Es preciso que nos hayamos apropiado el significado de la cruz de Cristo, antes de poder andar con Dios con firmeza y dicha. Hasta aquí hemos acompañado a Jacob a través de todas sus tortuosidades y de todos los procederes propios de su carácter extraordinario. Le hemos visto hacer planes y arreglos durante los veinte años de su vida en casa de Labán, pero hasta “quedar solo” no adquirió la idea justa de lo impotente y flaco que era cuando quedaba librado a sí mismo. Entonces, atacado el baluarte de su fuerza, aprendió a decir, rendido: “No te dejaré” (v. 26).

Desde entonces empieza una nueva era en la vida de Jacob. Hasta aquí había perseverado en sus propios caminos; ahora se ve obligado a decir: “No te dejaré”. Fíjate, querido lector, que Jacob no habla así hasta que se hubo descoyuntado su muslo. Este sencillo hecho nos da la clave de toda esta escena. Con este fin Dios lucha con Jacob. En cuanto a la potencia demostrada por su oración, ya hemos visto que después de haber dirigido algunas palabras de súplica a Dios, nos descubre Jacob el secreto de su confianza, diciendo: “Apaciguaré su ira con el presente”. ¿Habría hablado así si en realidad hubiera sabido lo que es orar o lo que es verdadera confianza en Dios? No, por cierto. Es preciso que Dios y la criatura conserven su puesto distinto, y así será en el caso de toda alma que conozca la santa realidad de la vida de fe.

Pero ¡ay! en esto precisamente pecamos, si en tal asunto se puede hablar de otros. Escondemos la positiva incredulidad de nuestros corazones astutos bajo la fórmula plausible, y en apariencia piadosa, según la cual es preciso emplear medios. Creemos confiar en Dios para que bendiga estos medios, cuando en realidad excluimos a Dios al apoyarnos en nuestros medios y no en él. Quiera Dios que comprendamos cuán malo es tal proceder y lo necesario que es descansar en Dios solo con más sencillez, para que nuestra vida esté más caracterizada por la elevación santa que nos mantenga por encima de las circunstancias que atravesamos. No es cosa fácil llegar a conocer la nulidad de la criatura hasta el punto de poder decir: “No te dejaré, si no me bendices” (v. 26). Decir esto de corazón y permanecer firme en el poder de lo que expresa esta frase es el secreto de todo poder verdadero. Jacob no hablaba así hasta haberse descoyuntado su muslo. Luchó mucho tiempo antes de ceder, porque su confianza en la carne era mucha. Pero Dios sabe encorvar hasta el polvo el carácter más obstinado. Él sabe herir la misma fuente de la fuerza natural y dictar sobre la misma la sentencia de muerte. Hasta entonces no se puede tener poder ante Dios y los hombres. Es necesario ser “débil” antes de poder ser “fuerte”. “El poder de Cristo” no me puede ser concedido sino en la proporción del conocimiento que yo tenga de mis debilidades (2 Corintios 12:9). Cristo no puede poner el sello de su aprobación sobre la fuerza de la naturaleza humana, sobre su sabiduría o sobre su gloria; es preciso que estas cosas mengüen para que él crezca. La naturaleza humana nunca servirá de base para el poder de la gracia de Cristo; si pudiera serlo, la carne tendría de qué gloriarse delante de Dios, y sabemos que esto es imposible. Así, pues, ya que la manifestación de la gloria de Dios y del nombre o del carácter de Dios está relacionada con la anulación de la naturaleza, es evidente que el alma no puede disfrutar de esta manifestación antes de que la naturaleza sea realmente puesta a un lado. Por esta razón, aunque Jacob sea llamado a declarar su nombre: “Jacob”, o sea “suplantador” (cap. 27:36), no consigue revelación alguna del nombre de quien había luchado con él, derribándole hasta el polvo. Para sí recibió el nombre de “Israel” (príncipe), lo que era un gran progreso; pero cuando Jacob dice: “Declárame ahora tu nombre”, recibe por respuesta: “¿Por qué me preguntas por mi nombre?” (v.29). Dios rehúsa decirle su nombre, aunque había llevado a Jacob al punto de decir la verdad respecto de sí mismo, y le bendice como consecuencia de ello. ¡Cuántos casos semejantes se hallan en los anales de la familia de Dios! El «yo» queda manifiesto en toda su deformidad moral, pero prácticamente no se llega a conocer lo que es Dios, aun cuando haya venido tan cerca de nosotros y nos haya bendecido según el descubrimiento que hayamos hecho acerca de nosotros mismos.

Jacob, el suplantador, se convierte en Israel, príncipe de Dios

Jacob recibió el nuevo nombre de “Israel” cuando fue tocado en el sitio del encaje de su muslo. Llegó a ser «príncipe» cuando supo y reconoció que no era más que un hombre débil. No obstante, Jehová tuvo que decirle: “¿Por qué me preguntas por mi nombre?” y no le reveló el nombre de quien había puesto en descubierto el verdadero nombre y la verdadera condición de Jacob.

De esto aprendemos que el hecho de ser bendecidos por Dios es otra cosa que recibir por el Espíritu la revelación del carácter de Dios. “Lo bendijo allí”, pero no le reveló su nombre. Hay siempre bendición en ser llevados al conocimiento de lo que somos, manera por la cual se nos lleva al camino que facilita un conocimiento más claro de lo que es Dios para nosotros en todo sentido. Así sucedió en el caso de Jacob; desde el momento en que fue tocado el encaje de su muslo, se vio en una condición en la cual solo Dios le era suficiente. Un pobre cojo no podía hacer mucho; por tanto, le era ventajoso estar supeditado al que era Omnipotente.

Para terminar este capítulo observaremos que el libro de Job es, en cierto sentido, un comentario de esta escena de la historia de Jacob que acabamos de considerar. De un extremo al otro de los 31 primeros capítulos, Job lucha con sus amigos y sostiene su tesis contra todos sus argumentos. Pero en el capítulo 32, Dios, valiéndose de Eliú, entra en batalla con él. En el capítulo 38 le ataca directamente en la manifestación de su grandeza y gloria, haciendo salir de su boca estas palabras muy conocidas: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:5-6). Dios le había tocado en el encaje de su muslo. Y nótese la expresión: “Mis ojos te ven”. Job no dice solamente: «Yo me veo a mí mismo», sino: “mis ojos te ven” (a ti). Únicamente la vista de lo que Dios es puede producir un verdadero arrepentimiento y aborrecimiento del propio «yo». Esto le sucederá al pueblo de Israel, cuya historia tiene mucho de semejante a la de Job. Cuando “mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito” (Zacarías 12:10), entonces Dios les bendecirá y les restaurará plenamente. Su fin, al igual que en la historia de Jacob, será mejor que su comienzo. Aprenderán entonces todo el significado de estas palabras: “Te perdiste, oh Israel, mas en mí está tu ayuda” (Oseas 13:9).