Moriah
Dios pone a prueba a su siervo Abraham
Abraham se nos presenta ahora en un estado espiritual que permite que su corazón se someta a una de las pruebas más penosas. Hemos visto en el capítulo 20 cómo confesó y juzgó el mal secreto que por mucho tiempo había abrigado en su corazón; y cómo en el capítulo 21 echó de la casa a “la esclava con el hijo” (Gálatas 4:30). Aquí se nos presenta en la condición más favorecida en que pueda hallarse un alma, pues le vemos puesto a prueba bajo la mano de Dios mismo. Hay pruebas de diferentes clases: pruebas cuyo autor es el diablo, pruebas que nacen de las circunstancias exteriores; pero la mayor de todas es, en su naturaleza, la prueba que viene directamente de Dios, cuando pone a su hijo amado en el horno para probar la realidad de su fe. Dios lo hace porque desea la realidad. No basta decir: “Señor, Señor” (Lucas 6:46) o “Sí, Señor, voy” (Mateo 21:30). Es preciso que el corazón sea probado hasta el fondo, a fin de que en él no se esconda algún elemento de hipocresía o de falsa profesión. Dice Dios:
Dame, hijo mío, tu corazón
(Proverbios 23:26);
no dice: «Dame tu cabeza, tu inteligencia, tus talentos o tu dinero», sino: “Dame… tu corazón”. Y, a fin de probar la sinceridad de nuestra respuesta a las órdenes de su gracia, pone su mano sobre lo que toca de más cerca el corazón. Dijo a Abraham: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré” (v. 2). Esto, por cierto, era tocar de cerca el corazón de Abraham; era ponerle en el mismo fondo del crisol. Dios ama “la verdad en lo íntimo” (Salmo 51:6). Puede haber mucha verdad en los labios de una persona y en su inteligencia; pero Dios la busca en el corazón. Las habituales pruebas de amor no le bastan. Él mismo no se contentó con darnos una ordinaria prueba de su amor, sino que nos dio a su Hijo. Y nosotros, ¿no deberíamos aspirar a dar notables pruebas de nuestro amor al que así nos amó, aunque todavía estábamos muertos en pecados y transgresiones?
De todos modos, es bueno que nos demos cuenta de que Dios, al probarnos así, nos honra grandemente. No leemos que Dios haya probado a Lot. No; pero Sodoma le puso a prueba. No llegó nunca a bastante altura para poder ser probado por la mano de Jehová. El estado de su alma era demasiado visible para que se necesitara el horno a fin de hacerle manifestar su carácter. Sodoma no hubiese ofrecido ninguna tentación a Abraham. Su entrevista con el rey de Sodoma (cap. 14) es manifiesta prueba de ello. Dios sabía que le amaba infinitamente más que a Sodoma, pero quería poner en evidencia que su siervo le amaba más que a toda otra cosa poniendo su mano sobre el objeto que a este le era más querido en la vida. “Toma tu hijo, tu único”. Sí, Isaac, el hijo de la promesa, Isaac, el objeto de la esperanza tan largo tiempo aguardado, el objeto del amor de padre, y ese en quien todas las naciones de la tierra iban a ser benditas. Es preciso que este Isaac sea ofrecido como holocausto. Eso sí que era poner a prueba la fe, para que esta prueba, “mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra” (1 Pedro 1:7). Si Abraham no se hubiera apoyado simplemente y de todo corazón en el Señor, no podría haber obedecido sin vacilar a un mandato que le sometía a una prueba profundísima. Pero Dios era el sostén vivo y permanente de su corazón; esta es la razón por la cual Abraham estaba dispuesto a abandonarlo todo por él.
El alma que ha encontrado en Dios “todas (sus) fuentes” (Salmo 87:7), puede, sin vacilar, abandonar todas las cisternas humanas. Podemos prescindir de la criatura solo en la proporción en que nos hayamos relacionado con el Creador, y no más allá. Querer abandonar las cosas visibles sin tener la energía de la fe que se apropia de las cosas invisibles, resulta el trabajo más estéril que se pueda imaginar ¡Es imposible lograrlo! El alma retendrá a su Isaac querido hasta que haya encontrado en Dios su todo. Pero cuando podemos decir por la fe: “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones”, entonces podemos añadir también: “Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar” (Salmo 46:1-2).
Abraham obedece en seguida
“Y Abraham se levantó muy de mañana” (v. 3), etc. No tardó, sino que obedeció en seguida. “Me apresuré y no me retardé en guardar tus mandamientos” (Salmo 119:60). La fe no se detiene a considerar las circunstancias y a calcular las consecuencias, sino que solo fija la mirada en Dios y dice: “Cuando agradó a Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia, revelar a su Hijo en mí, para que yo le predicase entre los gentiles, no consulté en seguida con carne y sangre” (Gálatas 1:15-16). Desde el momento que nos aconsejamos con carne y sangre, perjudicamos nuestro testimonio y nuestra obra, porque la carne y la sangre no pueden obedecer. Para vivir dichosos y para que Dios sea glorificado, es preciso que nos levantemos muy de mañana para cumplir sus mandatos mediante su gracia. Si la Palabra de Dios es la fuente de nuestra actividad, ella nos comunicará fuerza y firmeza para obrar, mientras que, si obramos solamente por impulso, desde el momento que cese el impulso, cesará también la acción.
Dos cosas son necesarias para una vida de acción consistente y estable, a saber, el Espíritu Santo, como el poder para la acción, y la Palabra como guía verdadera. Para usar una ilustración corriente, en el ferrocarril el vapor (o el motor) es de poco valor si los rieles no están firmemente asentados en la tierra; el primero es la potencia por la cual nos movemos, y lo segundo es la dirección que seguimos. Es innecesario añadir que los rieles serían inútiles sin el vapor. Abraham poseía las dos cosas: de Dios había recibido poder para obrar, y de Dios había recibido el mandamiento de obrar. Su obediencia era de naturaleza muy explícita, y esto es de gran importancia. Se halla con frecuencia lo que se parece a abnegación, lo que en realidad no es otra cosa que la actividad inconstante de una voluntad no sumisa a la poderosa influencia de la Palabra de Dios. Toda abnegación y devoción de esta clase no lo es más que en apariencia, y carece de valor, y el espíritu que lo produce se disipa muy pronto. Se puede establecer como principio general que toda vez que la abnegación pasa los límites trazados por la Palabra de Dios, es cosa sospechosa; si no llega a estos límites, es imperfecta, y si va más allá, yerra. Sin duda que hay modos de obrar extraordinarios mediante los cuales el Espíritu de Dios proclama su propia soberanía y se eleva por encima de los límites ordinarios; pero, en tal caso, la prueba de la acción divina es bastante poderosa para convencer a todo hombre espiritual. Estos casos excepcionales tampoco contradicen, de ningún modo, la verdad en cuanto a que la fidelidad y la verdadera abnegación siempre se fundan en un principio divino y se rigen por un principio divino. Se puede pensar que sacrificar a un hijo sea un acto de abnegación extraordinaria, pero es preciso acordarse que lo que dio a este acto su valor, a la vista de Dios, fue el hecho sencillo de que se fundaba en el mandamiento de Dios.
La adoración
Todavía hay otra cosa que se une a la verdadera abnegación, a saber, el espíritu de adoración: “Yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos” (v. 5). El servidor verdaderamente abnegado tiene la vista fija no en su servicio, por considerable que fuera, sino en el amo, y esto es lo que produce el espíritu de adoración. Si amo a mi dueño, según la carne, poco me importará que sea llamado a limpiar sus botas o a conducir su coche, pero si pienso en mí mismo más que en él, preferiré ser conductor más bien que lustrabotas. Precisamente lo mismo sucede en el servicio del Señor del cielo: si solo pienso en él, no habrá diferencia para mí entre fundar iglesias o fabricar tiendas. La misma observación podemos hacer respecto al ministerio de los ángeles. Poco le importa a un ángel ser enviado para desbaratar un ejército o para proteger a la persona de algún heredero de la salvación: es su Señor a quien él tiene ante sí. Si, como muy bien lo ha dicho alguien, dos ángeles fuesen enviados del cielo, el uno para regir un imperio y el otro para barrer las calles, no se pelearían acerca de su empleo respectivo. Y si esto es verdad en cuanto a los ángeles, ¿no debe serlo asimismo respecto de nosotros? El carácter de servidor y el de adorador siempre deberían ser unidos, como también la obra de nuestras manos siempre debería exhalar el buen olor de los fervientes suspiros de nuestros espíritus. En otras palabras, deberíamos poner manos a la obra con el espíritu de estas memorables palabras: “Yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos”. Así quedaríamos guardados de un servicio puramente rutinario en el cual somos tan propensos a caer, trabajando por amor al trabajo, viviendo más ocupados de la obra que del Señor. Es preciso que todo fluya de una fe sencilla en Dios y de la obediencia a su palabra.
El sacrificio de Isaac: una imagen del sacrificio de Cristo
“Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía su unigénito” (Hebreos 11:17). Solamente cuando marchamos por la fe podemos empezar, continuar y acabar nuestras obras en Dios. Abraham no solo se puso en camino para sacrificar a su hijo, sino que prosiguió adelante hasta el lugar que Dios le había señalado.
Y tomó Abraham la leña del holocausto, y la puso sobre Isaac su hijo; y él tomó en su mano el fuego y el cuchillo; y fueron ambos juntos; (v. 6)
y más adelante leemos: “Edificó allí Abraham un altar, y compuso la leña, y ató a Isaac su hijo, y lo puso en el altar sobre la leña. Y extendió Abraham su mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo” (v. 6-10). En esto hubo un acto positivo, “obra de… fe” y “trabajo de… amor” (1Tesalonicenses 1:3), en el sentido más elevado, y no solamente como vana apariencia. Abraham no se acercó a Dios de labios, con el corazón alejado de él. No dijo: “Sí, Señor, voy”, y dejó de ir. Todo era profunda realidad, una de esas realidades que a la fe le place producir y que a Dios le place recibir. Es fácil hacer alarde de abnegación cuando no se pide manifestación positiva de la misma. Es fácil decir: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré… Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré” (Mateo 26:33, 35), sino que se trata de obrar y no de hablar de permanecer firme y soportar la prueba. Cuando Pedro fue puesto a prueba, quedó aplastado. La fe nunca alardea de lo que quiere hacer, sino que hace lo que puede mediante la potencia del Señor. Nada es más despreciable que el orgullo y las pretensiones; estas son tan miserables como la base sobre la que descansan; pero la fe obra cuando se halla puesta a prueba, y hasta ese momento se contenta con vivir en el silencio y en la obscuridad.
Así que Dios queda glorificado por esta santa actividad de la fe, siendo Dios el objeto de la misma, como también la fuente de donde ella emana. De todos los acontecimientos de la vida de Abraham, no hay ninguno por el cual Dios sea tan glorificado como lo fue por la escena del monte Moriah. Allí pudo Abraham rendir testimonio de que “todas sus fuentes” estaban en Jehová, que allí las había encontrado, no solo antes sino también después del nacimiento de Isaac. Este es un punto muy conmovedor. Descansar en las bendiciones de Dios es otra cosa que descansar en Dios mismo. Confiar en Dios al tener a la vista los conductos por los cuales debe venir la bendición, es otra cosa muy distinta que confiar en él cuando esos conductos están tapados. Abraham demostró la excelencia de su fe haciendo ver que había confiado en Dios y en la promesa de una posteridad innumerable, no solo en el momento de tener a Isaac a la vista, lleno de salud y fuerza, sino igualmente al verle como víctima sobre el altar. ¡Gloriosa confianza, confianza pura y sin mezcla, sin apoyo que estuviera en parte en el Creador y en parte en la criatura, sino fundado en fundamento sólido, en Dios mismo! Creía que Dios podía y no que Isaac podía. Isaac sin Dios no le era nada, Dios sin Isaac era su todo. En esto hay un principio de la más alta importancia y una piedra de toque para probar hasta el fondo los corazones. Cuando yo veo que los conductos visibles de la bendición se secan ¿disminuye mi confianza, o vivo lo bastante cerca de la fuente de donde ella emana como para que me sea posible ver, con un espíritu de adoración, cómo se secan todos los arroyos humanos? ¿Creo, con toda sencillez, que Dios basta para todo, de modo que yo pueda, de algún modo, dirigir mi mano y coger el cuchillo para degollar a mi hijo? Abraham fue capaz de hacerlo, porque tuvo la vista puesta en el Dios de la resurrección: “Pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos” (Hebreos 11:17-19).
En una palabra, tuvo que contar con Dios, y esto le bastaba. Dios no permitió que diera el golpe fatal. Le fue permitido llegar al extremo, pero el Dios de gracia no le dejó ir más allá. Le evitó al padre la angustia que Él no se evitó en su propio caso: el dolor de herir al Hijo. Él sí llegó al fin total, bendito sea su nombre.
El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros.
(Romanos 8:32);
“Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (Isaías 53:10). No se oyó voz ninguna del cielo cuando, en el Calvario, el Padre ofreció a su Hijo único. No; el sacrificio fue del todo consumado, y en su consumación fue sellada nuestra paz eterna.
Abraham demuestra su fe por medio de sus obras
Sin embargo, la abnegación de Abraham quedó del todo demostrada y fue plenamente aceptada. “Porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único” (v. 12). Prestemos atención a esta palabra: “ya conozco”. Hasta ese momento no se había dado la prueba; la fe existía, sin duda, y, si estaba allí, Dios lo sabía; pero el punto importante aquí es que Dios hace depender el conocimiento que tiene de esta fe de la prueba palpable que Abraham dará de la misma delante del altar en el monte Moriah. La fe se manifiesta siempre por las obras, y el temor de Dios por los frutos que produce. “¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar?” (Santiago 2:21). ¿Quién soñará en dudar de su fe? Despojadle de la fe, y solo aparecerá en el monte Moriah cual asesino e insensato. Tomad en cuenta su fe, y se nos manifiesta cual adorador fiel y abnegado, cual hombre creyente en Dios y justificado por sus obras. Pero la fe tiene que ser probada. “Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras?” (Santiago 2:14). Una profesión de fe, sin poder y sin fruto, no satisface ni a Dios ni a los hombres. Dios busca la realidad, y le da honra donde la halla; y respecto a los hombres no comprende más que la expresión viva e inteligible de una fe que se manifiesta por las obras. Actualmente vivimos en una atmósfera de piedad de nombre, el lenguaje de la fe está en boca de todos; pero la fe misma es una piedra preciosa, una gema muy rara; esa fe que hace al creyente capaz de abandonar las orillas de las circunstancias actuales y embarcarse contra viento y marea, y no solo enfrentar la tempestad, sino resistirla, aun en los momentos en que el Señor parece estar durmiendo.
La enseñanza del Espíritu por medio de Santiago y de Pablo
No estará de más decir aquí una palabra acerca de la admirable armonía que existe entre la enseñanza de Santiago y la de Pablo respecto a la justificación. El lector inteligente y espiritual que se inclina ante la inspiración plenaria de las Sagradas Escrituras, sabe muy bien que en este importante asunto no tenemos que ver con Santiago y Pablo sino con el Espíritu Santo. El Espíritu Santo se ha servido misericordiosamente de cada uno de estos hombres honrados por Dios cual pluma para expresar sus pensamientos, precisamente como nosotros podríamos servirnos de la pluma de ave o de acero para expresar nuestros pensamientos sin que por eso se pueda –salvo que se quiera incurrir en un absurdo– hablar de contradicción entre las dos plumas, ya que el escritor es uno mismo. De igual modo es imposible que dos hombres divinamente inspirados se contradigan, como es imposible que dos cuerpos celestes, que se mueven cada cual en la órbita que Dios les ha fijado, se encuentren y choquen el uno contra el otro. En realidad hay, como era de esperar, la más completa y perfecta armonía entre los dos apóstoles. En orden a la justificación, el uno es el reverso y el intérprete del otro. El apóstol Pablo nos proporciona el principio interior, Santiago el desarrollo exterior del principio. El primero se refiere a la vida escondida, el segundo a la vida manifiesta. El primero considera al hombre en su relación con Dios, el otro le considera en sus relaciones con sus semejantes. Necesitamos tanto lo uno como lo otro, porque el principio interior no va sin la vida exterior, precisamente como esta no tiene valor ni poder sin el principio interior. Abraham fue justificado cuando “creyó… a Dios” (Romanos 4:3), y Abraham fue justificado cuando “ofreció a su hijo Isaac” (Santiago 2:23, 21). El primero de los dos casos nos explica el secreto de la posición de Abraham ante Dios, el segundo nos muestra a Abraham públicamente reconocido por el cielo y la tierra. Es bueno comprender esta diferencia. No hubo voz del cielo cuando “Abraham creyó a Dios”, aunque Dios le vio entonces y le tuvo por justo, pero cuando hubo ofrecido su Isaac sobre el altar, entonces Dios le pudo decir: “Ya conozco”, y el mundo entero tuvo la poderosa e irrefutable prueba del hecho de que Abraham era un hombre justificado. Siempre sucederá lo mismo. Donde exista el principio interior, allí también habrá el acto exterior, y todo el valor de este proviene de su relación con el primero. Separemos por un momento la obra de Abraham, tal como Santiago nos la presenta, de la fe de Abraham, tal como Pablo la explica, y preguntémonos ¿qué virtud justificante tendría esa obra? Ninguna absolutamente. Todo su valor, toda su eficacia, toda su virtud, radica en el hecho de que es la manifestación exterior de esta fe, en virtud de la cual Abraham ya había sido tenido por justo delante de Dios.
Tal es la perfecta armonía que existe entre Pablo y Santiago; o, más bien, tal es la unidad de la voz del Espíritu Santo, ya sea que se deje oír por medio de Pablo o por medio de Santiago.
Volvamos ahora al asunto del capítulo que nos ocupa. Es muy interesante ver cómo, por la prueba de la fe, Abraham es conducido a un conocimiento más profundo del que antes tenía acerca del carácter de Dios. Cuando tengamos que pasar por la prueba que Dios mismo nos envíe, estemos seguros de que haremos nuevas experiencias acerca del carácter de Dios y que aprenderemos así a apreciar el valor de la prueba. Si Abraham no hubiera extendido su mano para degollar a su hijo, no habría conocido nunca toda la excelsa grandeza de las riquezas del nombre que aquí da a Dios: “Jehová proveerá” (v. 14). Solamente cuando de verdad seamos sometidos a la prueba, descubriremos lo que es Dios. Sin pruebas no podremos ser más que conocedores teóricos; pero Dios no quiere que seamos tan solo conocedores; desea que penetremos en las profundidades de la vida que está en él mismo, en la realidad de una comunión personal con él. ¡Con qué convicciones y sentimientos diferentes debió de volver Abraham sobre sus pasos, de Moriah a Beerseba, del monte de Dios al pozo del juramento! ¡Cuán diferentes deben de habérsele presentado sus pensamientos respecto a Dios, a Isaac y a todas las demás cosas!
En verdad podemos decir: “Bienaventurado el varón que soporta la tentación” (Santiago 1:12). La prueba es honra conferida por el Omnipotente mismo, y sería difícil apreciar toda la bienaventuranza que resulta de la experiencia que produce. Cuando los hombres sean llevados a la experiencia que les hace prorrumpir con el salmista: “Toda su ciencia es inútil”, entonces descubren lo que es Dios (Salmo 107:27).
Quiera Dios que sepamos pasar la prueba, a fin de que se manifieste su obra y que su nombre sea glorificado en nosotros.
La promesa y el juramento de Dios
Antes de terminar este capítulo, fijemos todavía por un momento nuestra atención en la bondad con que Jehová rinde testimonio a favor de Abraham por haber cumplido la obra que se demostró tan presto a llevar a cabo. “Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar; y tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz” (v.16-18). Esto se corresponde de un modo admirable con la manera de referir el Espíritu Santo la obra de Abraham en el capítulo 11 de la epístola a los Hebreos y en el capítulo 2 de la carta de Santiago. Tanto en el uno como en el otro de estos textos de la Escritura, se considera a Abraham como el que ofreció a su hijo sobre el altar. El gran principio que resalta de todos estos testimonios es que Abraham demostró que estaba presto a abandonarlo todo, a excepción de Dios; y fue este mismo principio el que, al mismo tiempo, le constituyó justo y demostró que lo era. La fe puede sacrificarlo todo, excepto a Dios; ella tiene pleno conocimiento de que Dios basta para todo. Por ello pudo Abraham apreciar en su justo valor estas palabras: “Por mí mismo he jurado”. Sí; esta maravillosa expresión (“por mí mismo”) lo era todo para el hombre de fe. “Porque cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no pudiendo jurar por otro mayor, juró por sí mismo… Porque los hombres ciertamente juran por uno mayor que ellos, y para ellos el fin de toda controversia es el juramento para confirmación. Por lo cual, queriendo Dios mostrar más abundantemente a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su consejo, interpuso juramento” (Hebreos 6:13-17). La palabra y el juramento del Dios viviente deben poner fin a todas las objeciones y todas las operaciones de la voluntad del hombre y ser el ancla inamovible del alma en medio de la tempestad y el tumulto de este mundo borrascoso.
Es necesario que nos juzguemos sin cesar, a causa de la poca potencia que la promesa de Dios ejerce en nuestros corazones. Allí está la promesa, y hacemos profesión de creerla, pero ¡ay! no es para nosotros esa realidad inmutable y poderosa que siempre debería ser. Así es que no sacamos de ella esa firme consolación que ella tiene por objeto comunicarnos. ¡Cuán poco prestos estamos a sacrificar, por la potencia de la fe, nuestro Isaac! Pidamos a Dios que se digne concedernos un conocimiento más profundo de la bendita realidad de una vida de fe en él, para que así comprendamos mejor el significado de las palabras de Juan:
Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe
(1 Juan 5:4).
Solamente por la fe podemos vencer al mundo. La incredulidad nos coloca bajo el poder de las cosas presentes o, en otras palabras, da al mundo la victoria sobre nosotros, en tanto que el alma que, mediante la enseñanza del Espíritu Santo, haya aprendido a conocer que Dios le es del todo suficiente, se halla del todo independiente de las cosas de la tierra.
Quiera Dios, querido lector, que tengamos viva experiencia de esto para que disfrutemos de paz y gozo en el Señor y para que su nombre sea glorificado en nosotros.