Estudio sobre el libro del Génesis

Génesis 39 – Génesis 40 – Génesis 41 – Génesis 42 – Génesis 43 – Génesis 44 – Génesis 45

La elevación después de la prueba

Dios cumple siempre sus designios

Al leer estas partes interesantes del libro de Dios se halla una importante cadena de acontecimientos providenciales que conducen a un fin principal, a saber, la elevación del hombre echado en la cisterna y, al mismo tiempo, el cumplimiento de varios fines subordinados. “Para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones” (Lucas 2:35) era preciso que fuera elevado José. Entonces Dios “trajo hambre sobre la tierra, y quebrantó todo sustento de pan. Envió un varón delante de ellos; a José, que fue vendido por siervo. Afligieron sus pies con grillos; en cárcel fue puesta su persona. Hasta la hora que se cumplió su palabra, el dicho de Jehová le probó. Envió el rey, y le soltó; el señor de los pueblos, y le dejó ir libre. Lo puso por señor de su casa, y por gobernador de todas sus posesiones, para que reprimiera a sus grandes como él quisiese, y a sus ancianos enseñara sabiduría” (Salmo 105:16-22).

El principal fin de todo esto, nótese bien, fue el de elevar al rechazado por los hombres y hacer que estos mismos hombres sintieran remordimiento por el pecado cometido al desecharlo. Y todo esto se cumplió de un modo admirable. Las circunstancias menos importantes, así como las más solemnes, las que parezcan menos favorables como las más contrarias, sirven para el cumplimiento de los designios de Dios. Satanás, en el capítulo 39, se sirve de la mujer de Potifar para echar a José en la cárcel; y en el capítulo 40 se sirve de la negligencia e ingratitud del principal copero para hacerle quedar en la cárcel. Pero todo fue inútil. Dios estaba detrás de la escena, dirigiendo con su mano los resortes de todo el vasto encadenamiento de circunstancias, y en su día y hora hace salir a la luz al hombre de su consejo, estableciéndole en lugar espacioso. La prerrogativa de Dios es la de estar siempre por encima de todo, pudiendo hacer que todas las cosas concurran al cumplimiento de sus grandes e impenetrables designios. ¡Cuán dichosos somos de poder así seguir en todas las cosas la mano y el consejo de nuestro Padre! ¡Y cuán placentero saber que, cual Soberano, dispone de todos los medios! Ángeles, hombres, demonios, todos están bajo su poderosa mano, y él les emplea a todos a su gusto para la ejecución de sus planes.

Todo esto se nos presenta, de un modo muy notable, en el capítulo que meditamos. Dios visita el círculo doméstico de un capitán pagano, la casa de un rey pagano; también visita al rey en su cama y hace que las mismas visiones de su mente concurran al cumplimiento de sus designios soberanos. Y Dios no solo emplea a los individuos y las circunstancias, sino que aun a Egipto y a todos los países vecinos los hace aparecer en la escena; en una palabra, la tierra entera ha sido preparada por la mano de Dios para ser el teatro de la manifestación de la gloria y grandeza del “apartado de entre sus hermanos” (cap. 49:26; Deuteronomio 33:16). Tales son los caminos de Dios, y es meditación bendita y edificante para el hijo de Dios seguir así la obra maravillosa de su Padre celeste. ¡Cuánto se destaca la providencia de Dios en esta profundamente interesante historia de José! Detengámonos un momento en la prisión y contemplemos a la persona “con grillos” (Salmo 105:18), acusada por el crimen más terrible, rechazada y despreciada por la sociedad; contemplémosle luego elevado de repente a la mayor dignidad, ¿quién puede decir que no estaba Dios en todo eso?

La elevación de José sobre toda la tierra de Egipto

“Y dijo Faraón a José: Pues que Dios te ha hecho saber todo esto, no hay entendido ni sabio como tú. Tú estarás sobre mi casa, y por tu palabra se gobernará todo mi pueblo; solamente en el trono seré yo mayor que tú. Dijo además Faraón a José: He aquí que yo te he puesto sobre toda la tierra de Egipto. Entonces Faraón quitó su anillo de su mano, y lo puso en la mano de José, y lo hizo vestir de ropas de lino finísimo, y puso un collar de oro en su cuello; y lo hizo subir en su segundo carro, y pregonaron delante de él: ¡Doblad la rodilla!; y lo puso sobre toda la tierra de Egipto. Y dijo Faraón a José: Yo soy Faraón; y sin ti ninguno alzará su mano ni su pie en toda la tierra de Egipto” (cap. 41:39-44).

Esta elevación de José no fue una elevación ordinaria. La serie de acontecimientos que concurrieron a efectuarla demuestra claramente que la mano de Dios conducía todo. Al mismo tiempo, las diferentes circunstancias por las cuales pasó José son para nosotros un tipo conmovedor de los sufrimientos y de la gloria del Señor Jesús. Se sacó a José de la cisterna y de la cárcel –en las cuales la envidia de sus hermanos y el falso juicio de los gentiles le habían precipitado– para ser establecido como gobernador sobre todo el país de Egipto, y, además, a fin de ser el instrumento de bendición para Israel y el sostén de su vida, así como el de toda la tierra. Todo esto es figura de Cristo y, en verdad, no hay tipo que pueda ser más perfecto. Un hombre yace a las puertas de la muerte por la mano del hombre, después de lo cual resucita por la mano de Dios y se le eleva a la mayor dignidad y gloria. “Varones israelitas, oíd estas palabras: Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis; a este, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole; al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella” (Hechos 2:22-24).

Pero, fuera de los puntos que acabamos de indicar, hay dos acontecimientos más en la historia de José que hacen al tipo particularmente perfecto, a saber, su casamiento con una mujer extranjera (cap. 41) y la entrevista con sus hermanos (cap. 45). Estos acontecimientos tuvieron lugar en el orden siguiente: José se presenta a sus hermanos como enviado del padre; estos le desechan y, en cuanto de ellos depende, le hacen bajar al sepulcro. Dios le saca de la cisterna y le eleva a la mayor dignidad; en su elevación se casa con una mujer, y, cuando sus hermanos según la carne se prosternan delante de él, completamente humillados, se da a conocer a ellos, tranquilizándoles y bendiciéndoles; luego es constituido como instrumento de bendición para ellos y para el mundo entero.

Asnat, la esposa de José: una imagen de la Iglesia unida a Cristo

No serán superfluas aquí algunas observaciones respecto al casamiento de José y la restauración de sus hermanos. La mujer extranjera de José es un tipo de la Iglesia. Cristo se presenta a los judíos y, rechazado por ellos, toma su lugar en los cielos, desde donde envía al Espíritu Santo para reunir una Iglesia escogida, compuesta de judíos y gentiles, destinada a estar unida a él en la gloria celeste.

Ya hemos hablado de la doctrina de la Iglesia al considerar el capítulo 24; pero aquí encontramos algunos detalles que se refieren al mismo asunto, y en los cuales nos ocuparemos un poco. La esposa egipcia de José estaba íntimamente asociada con él en su gloria1 . Por estar tan unida a él, tenía parte en todo lo que le pertenecía; además, por su proximidad y su intimidad con él, ocupaba cerca de él un puesto que solo ella conocía. Tal es el caso de la Iglesia, la “esposa del Cordero” (Apocalipsis 21:9): está unida a Cristo para participar en su vituperio y en su gloria. La posición de Cristo caracteriza a la posición de la Iglesia, y es esta posición la que siempre debería caracterizar al proceder de la Iglesia. Si nos reunimos al Nombre de Cristo, es al Cristo exaltado en la gloria, y no en su humillación aquí abajo: “De manera que nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne; y aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así” (2 Corintios 5:16). El centro de la reunión es Cristo en gloria. “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). Hay mucho más valor práctico en el claro entendimiento de este principio que el que podría apreciarse a primera vista. El designio de Satanás, como también la tendencia de nuestros corazones, es hacernos quedar atrás respecto al objeto de Dios en todas las cosas y, sobre todo, en lo que concierne al centro de nuestra unidad como cristianos. Es un sentimiento popular el relativo a que «la sangre del Cordero es la unión de los santos», esto es, que la sangre constituye el centro de la unidad. La infinitamente preciosa sangre de Cristo es la que nos coloca individualmente cual adoradores en la presencia de Dios. Ella constituye el fundamento divino de nuestra comunión con Dios. Pero, tratándose del centro de nuestra unión como Asamblea, no se debe perder de vista que el Espíritu Santo nos reúne alrededor de la persona de un Cristo crucificado y glorificado. Esta gran verdad comunica a nuestra asociación como cristianos su carácter santo y glorioso. Si nos colocamos en algún terreno menos elevado, inevitablemente formamos una secta o determinamos un cisma. Si en su lugar nos reunimos alrededor de algún precepto –por importante que fuere– o de una verdad –por fundada que sea– constituimos por centro algo que es menos que Cristo mismo.

Por ello es de gran importancia pesar bien las consecuencias prácticas que resultan de esta verdad. Reunámonos alrededor de un Jefe resucitado y glorificado en los cielos. Si estuviera Cristo en la tierra, nos reuniríamos alrededor de él; pero, ya que ahora está escondido en los cielos, la Iglesia toma su carácter de la posición de su Cabeza en las alturas. Por eso Cristo pudo decir: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo”; y otra vez:

Por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad
(Juan 17:16, 19).

Semejante a lo dicho es lo que está escrito en 1Pedro 2:4-5: “Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo”. Si nos reunimos al Nombre de Cristo, es preciso que estemos reunidos a su alrededor tal cual él es y donde él está; y cuanto más captemos, por la enseñanza del Espíritu, la comprensión de estas cosas, tanto mejor comprenderemos también cuál es el proceder que nos conviene observar. La esposa no quedó unida a José ni en la cisterna ni en la cárcel, sino en la dignidad y gloria de su posición en Egipto, y, por lo que a ella toca, es muy fácil comprender la inmensa diferencia que existe entre las dos posiciones.

Pero un poco más adelante leemos: “Y nacieron a José dos hijos antes que viniese el primer año del hambre” (cap. 41:50). Era preciso que viniera un tiempo de prueba; pero antes apareció el fruto de la unión, siendo llamados a la existencia los hijos que Dios le dio. Así sucederá en cuanto a la Iglesia: todos los miembros que la compondrán serán llamados, el cuerpo entero será completado y reunido a la Cabeza en los cielos antes de la gran tribulación que sobrevendrá a todo el mundo habitado. (Mateo 24:21).

  • 1N. del A.: La mujer de José representa a la Iglesia unida a Cristo en su gloria; la mujer de Moisés es imagen de la Iglesia unida a Cristo en su rechazo.

El encuentro de José con sus hermanos

Echemos ahora una mirada a la entrevista que tuvo José con sus hermanos. Esta entrevista nos presenta más de un rasgo de semejanza con la historia de Israel en los últimos días. Durante el período en que José estuvo escondido de sus hermanos, estos tuvieron que pasar por una prueba grande y profunda y por remordimientos de conciencia sumamente penosos. En uno de los momentos de su aflicción, derraman su corazón, diciendo: “Verdaderamente hemos pecado contra nuestro hermano, pues vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y no le escuchamos; por eso ha venido sobre nosotros esta angustia. Entonces Rubén les respondió, diciendo: ¿No os hablé yo y dije: No pequéis contra el joven, y no escuchasteis? He aquí también se nos demanda su sangre” (cap. 42:21-22).

Más adelante, en el capítulo 44, leemos: “Entonces dijo Judá: ¿Qué diremos a mi señor? ¿Qué hablaremos, o con qué nos justificaremos? Dios ha hallado la maldad de tus siervos” (v. 16). Nadie sabe enseñar como Dios. Solo él puede producir en el alma el remordimiento positivo a causa del pecado, conduciendo al hombre a tener conciencia de su estado culpable delante de Dios. Todo esto es obra única de Dios. El hombre prosigue indiferente su carrera de pecado hasta que las flechas del Todopoderoso traspasan su conciencia; y entonces le es preciso pasar por la penosa experiencia del corazón y la conciencia, los que no hallan consuelo fuera de las inmensas riquezas del amor redentor. Los hermanos de José no tenían ninguna idea de todo lo que había de resultar para ellos de su conducta para con él: “Y le tomaron y le echaron en la cisterna… Y se sentaron a comer pan” (cap. 37:24-25). ¡Malditos! “Beben vino en tazones y se ungen con los ungüentos más preciosos; y no se afligen por el quebrantamiento de José” (Amós 6:6).

De todos modos, Dios toca el corazón de los hermanos de José por medios maravillosos y produce en ellos remordimientos. Los años se habían sucedido el uno al otro, y los hermanos de José habrían podido imaginar que todo iba bien; pero el séptimo año de abundancia y los “siete años de hambre” (cap. 41:30) llegan, y ¿qué significan estos? ¿De quién vienen? ¿Para qué han de servir? ¡Providencia maravillosa! ¡Sabiduría incomprensible de Dios! Se siente hambre en el país de Canaán, y la necesidad lleva a los culpables hermanos de José a los pies de quien han ultrajado. ¡Cómo se manifiesta aquí la mano de Dios en todo! La espada de la convicción ha penetrado sus conciencias, y están allí en presencia del hombre al que con manos inicuas habían echado en la cisterna. Su pecado les había encontrado, pero esto sucedió en la presencia de José. ¡Bendita suerte!

La restauración del pueblo judío

“No podía ya José contenerse delante de todos los que estaban al lado suyo, y clamó: Haced salir de mi presencia a todos. Y no quedó nadie con él, al darse a conocer José a sus hermanos” (cap. 45:1). Ningún extraño fue admitido como testigo de esta escena sagrada; pues ¿qué extraño podría haberla comprendido o apreciado? Aquí se nos invita a ver, en cierto sentido, la verdadera y divina convicción de pecado en presencia de la gracia divina, y, cuando tal convicción y tal gracia se encuentran, toda dificultad queda pronto solucionada.

Y dijo José a sus hermanos: “Acercaos ahora a mí. Y ellos se acercaron. Y él dijo: Yo soy José vuestro hermano, el que vendisteis para Egipto. Ahora, pues, no os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros… Y Dios me envió delante de vosotros, para preservaros posteridad sobre la tierra, y para daros vida por medio de gran liberación. Así, pues, no me enviasteis acá vosotros, sino Dios” (cap. 45:4-8). Ciertamente, aquí tenemos la gracia concediendo perfecta paz a la conciencia convencida de pecado. Como los hermanos de José se habían juzgado a sí mismos, este no tenía más que hacer que derramar bálsamo en sus corazones quebrantados. Todo esto es una figura preciosa de la manera en que Dios obrará para con Israel en los últimos días, cuando “mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito”. Entonces experimentarán la realidad de la gracia divina y la eficacia del “manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia” (Zacarías 12:10; 13:1).

En el capítulo 3 de los Hechos vemos cómo el Espíritu Santo procura producir, por la voz de Pedro, esta convicción divina en la conciencia de los judíos: “El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis delante de Pilato, cuando este había resuelto ponerle en libertad. Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis que se os diese un homicida, y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de los muertos, de lo cual nosotros somos testigos” (v. 13-15). Estas palabras tuvieron por objeto hacer salir de la boca de los oyentes la confesión que hicieron los hermanos de José: “Verdaderamente hemos pecado” (Génesis 42:21). En seguida viene la gracia: “Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes. Pero Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus profetas, que su Cristo había de padecer. Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio” (v.17-20). Aquí vemos, pues, que, aunque los judíos hayan dado curso a la enemistad de su corazón matando a Jesús, como habían hecho los hermanos de José en su conducta para con él, no obstante, la gracia de Dios hacia cada uno de ellos aparece en que es evidente que todo era decretado y predicho por Dios para su bendición. Esta es la gracia perfecta, gracia que sobrepuja nuestro entendimiento; y todo lo que es necesario para disfrutar de ella es una convicción verdadera ejercida por la verdad de Dios en la conciencia. Los que pueden decir: “Verdaderamente hemos pecado”, pueden también comprender las palabras de la gracia: “No… vosotros, sino Dios” (cap. 45:8). Es necesario que siempre sea así: el alma que se ha condenado a sí misma se halla en condiciones para comprender y apreciar el perdón de Dios.