Estudio sobre el libro del Génesis

Génesis 17

Andar por la fe – La circuncisión

El Dios Todopoderoso

En este capítulo vemos cómo Dios remedia la falta de Abraham. “Era Abram de edad de noventa y nueve años, cuando le apareció Jehová y le dijo: “Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto” (v. 1).

Quiero explicar un poco la palabra “perfecto”. Si bien Abraham fue llamado a ser “perfecto”, esto no significa que debía ser perfecto en sí mismo –lo que es y ha sido siempre imposible– sino simplemente perfecto en cuanto al objeto de sus afectos, es decir, que su esperanza y su espera debían estar concentradas perfectamente y sin partición en el “Dios Todopoderoso”.

La palabra “perfecto” es empleada en el Nuevo Testamento por lo menos con cuatro sentidos diferentes. Leemos en Mateo 5:48: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”. Aquí el contexto nos enseña que la palabra “perfecto” se refiere al principio de nuestro andar, pues un poco antes, en el mismo capítulo, leemos: “Amad a vuestros enemigos… para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (v. 44-45). Ser “perfecto” en el sentido del versículo 48, significa, pues, obrar según un principio de gracia hacia todos, incluso hacia aquellos que nos injurian y que nos hacen daño. Un cristiano que litiga o disputa para sostener sus derechos, no es “perfecto” como su Padre, pues su Padre obra por gracia, mientras que él obra esgrimiendo la justicia.

No es cuestión de saber si es justo o injusto entrar en litigio con las gentes del mundo (por cuanto, si se trata de hermanos, 1 Corintios 6 es concluyente), sino que todo lo que queremos establecer es que todo cristiano que entra en pleito obra de una manera enteramente opuesta al carácter de su Padre; pues su Padre no pleitea con el mundo. Él no tiene ahora su sede en un trono de juicio, sino en un trono de misericordia y de gracia. Distribuye sus bendiciones sobre aquellos que, si fueran sometidos al juicio divino, ya estarían condenados. Es evidente, pues, que un cristiano que hace comparecer a un hombre a juicio no es “perfecto, como (su) Padre que está en los cielos es perfecto”.

La parábola que está al final de Mateo 18 nos enseña que aquel que quiere mantener sus derechos no conoce el verdadero carácter ni los efectos de la gracia. El siervo no era injusto al reclamar lo que se le debía, pero era despiadado. Era completamente diferente a su señor. Diez mil talentos1  le habían sido perdonados y, sin embargo, ¡podía ahogar a su consiervo por cien denarios! ¿Cuál fue la consecuencia? Fue entregado al verdugo; perdió el sentimiento bendito de la gracia y debió recoger los amargos frutos de su insistencia en sostener sus derechos, mientras que él mismo era objeto de la gracia. Obsérvese, además, que es llamado “siervo malvado” (v. 32), no porque debía diez mil talentos, sino porque no había perdonado la deuda de los “cien denarios”. Había suficiente gracia en el señor para perdonar diez mil talentos, pero en el siervo no había bastante para perdonar cien denarios. Esta parábola tiene una solemne advertencia para todos los cristianos que entran en juicio, pues bien lo dice la Palabra: “Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas” (Mateo 18:35); no obstante, el principio es de una aplicación general, y nos demuestra que aquel que recurre a la justicia pierde el sentimiento de la gracia.

El capítulo 9 de la epístola a los Hebreos nos presenta otro sentido de la palabra “perfecto”, y aquí también es el contexto el que determina ese sentido. Se trata de perfección “en cuanto a la conciencia” (comp. v. 9) y este empleo de la palabra “perfecto” es de gran importancia. El adorador sujeto a la ley jamás podía tener una conciencia perfecta, por la sencilla razón de que jamás había un sacrificio perfecto. La sangre de un toro o de un macho cabrío “nunca puede quitar los pecados” (Hebreos 10:11), y el valor que podía tener no duraba más que cierto tiempo, pero no para siempre; de forma que no podía dar una conciencia perfecta. Ahora el creyente más débil tiene el privilegio de tener una conciencia perfecta. ¿Por qué? ¿Es mejor que el adorador que estaba bajo la ley? De ninguna manera, pero tiene un mejor sacrificio. Si el sacrificio de Cristo es perfecto –y es perfecto para siempre– la conciencia del creyente es perfecta, y perfecta para siempre (comp. Hebreos 9:9-14, 25-26; 10:14). El cristiano que no tiene una conciencia perfecta, deshonra el sacrificio de Cristo, pues es como si dijese que ese sacrificio no ha quitado el pecado (cap. 9:26) y que los efectos del sacrificio de Cristo no son más que temporales y de ninguna manera eternos; pues, ¿qué es esto, sino poner el sacrificio de Cristo al mismo nivel que los sacrificios de la economía mosaica?

Es necesario distinguir bien entre la perfección de la carne y la perfección de la conciencia. Pretender la primera es exaltar el «yo»; rechazar la última es deshonrar a Cristo. El que pertenece a Cristo debería tener una conciencia perfecta, mientras que Pablo no tenía ni podía tener una carne perfecta. La carne no es presentada en la Escritura como si debiera ser perfeccionada, sino crucificada. Es inmensa la diferencia. El cristiano tiene pecado en él, pero no sobre él. ¿Por qué? Porque Cristo, quien jamás tuvo pecado en él, llevó el pecado sobre él cuando fue clavado en la cruz.

Finalmente, en el capítulo 3 de la epístola a los Filipenses encontramos otros dos sentidos de la palabra “perfecto”. El apóstol dice: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto” y un poco más adelante añade: “Así que, todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos” (v. 12, 15). La palabra “perfecto” del primer pasaje se relaciona con la plena y eterna conformidad del apóstol con Cristo en la gloria, y la del último se relaciona con el hecho de que Cristo es el objeto exclusivo de nuestros corazones.

Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto”. Este pasaje tiene un significado de muchísima importancia. Es evidente que, cuando Abraham aceptó el recurso de Sarai, no marchaba ya delante de la faz del Dios Todopoderoso. Solamente la fe nos hace capaces de vivir libres delante del Todopoderoso. En cambio, la incredulidad siempre acepta más o menos del «yo», de las circunstancias, de las causas secundarias y de otras cosas de esta naturaleza. Así el alma es privada del gozo y la paz de la serena elevación y de la santa independencia que provienen de apoyarse en el brazo de Aquel que puede hacerlo todo. Pensémoslo bien: Dios no es para nosotros la constante realidad que debería ser, o que sería para nosotros si marcháramos por una fe más sencilla y una dependencia más completa respecto de él.

  • 1N. d. E.: Diez mil talentos valían unos noventa millones de denarios.

Dios solamente

Anda delante de mí”. El verdadero poder consiste en andar delante de la faz del Dios poderoso; y para ello es preciso que el corazón no esté ocupado con otro objeto que no sea Dios mismo. Si descansamos en la criatura, no andamos delante de Dios, sino delante de la criatura. Es de la mayor importancia que sepamos delante de quién andamos y cuál es el objeto que perseguimos. ¿A quién tenemos en perspectiva y sobre quién nos apoyamos en este momento? ¿Llena Dios por completo nuestro porvenir, sin que los hombres y las circunstancias intervengan en absoluto? ¿No concedemos lugar a la criatura en nuestro futuro? La única manera de elevarse sobre el mundo es andar por la fe, porque la fe llena la escena tan completamente de Dios que no queda lugar para la criatura y para el mundo. Si Dios llena todo el espacio que abarca mi vista, toda otra cosa desaparece, y puedo decir con el salmista:

Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza. Él solamente es mi roca y mi salvación. Es mi refugio, no resbalaré
(Salmo 62:5-6).

Esta palabra “solamente” es profundamente escrutadora. La naturaleza no puede decir lo mismo, no porque quiera excluir a Dios del todo –a no ser que se halle bajo directa influencia de la incredulidad audaz y blasfema–, sino que no puede decir con toda seguridad “Él solamente”.

Es bueno notar que, en lo que respecta a la salvación, así como en todos los detalles de nuestra vida diaria, Dios no comparte su gloria con la criatura. Desde el principio hasta el fin debe ser “Él solamente” y esto, también, de una manera real. No basta que dependamos de Dios de palabra, mientras nuestros corazones están descansando en algún recurso de la criatura. Dios sacará todo a luz, probará el corazón y pondrá la fe en el horno. “Anda delante de mí y sé perfecto”. Tal es el camino que conduce al término verdadero. Cuando, mediante la gracia, el alma cesa de confiar en la criatura, entonces –y solo entonces– se halla en condiciones debidas para que Dios obre; y cuando Dios obra, todo marcha bien. Él no deja nada sin acabar; ordena perfectamente todo lo que concierne a los que ponen en él su confianza. Cuando la inmutable sabiduría, la omnipotencia y el amor infinito obran en conjunto, el corazón confiado puede disfrutar de imperturbado reposo. A no ser que hallemos la circunstancia demasiado grande o demasiado pequeña para “el Dios Todopoderoso”, no tenemos motivo alguno por el cual inquietarnos; y es esta una verdad poderosa y muy a propósito para colocar a todos los que creen en la bienaventurada posición en que hallamos a Abraham en este capítulo. Después de haberle dicho Dios positivamente: «Confíame todo, y yo proveeré a todo, más allá de todos tus ambiciosos deseos y de tus más queridas esperanzas (la descendencia, la herencia y todo cuanto de ello depende), todo estará perfecta y eternamente arreglado según el pacto del Dios Todopoderoso», “entonces Abram se postró sobre su rostro” (v. 3). ¡Bendita posición! La única propia que un pecador débil, desnudo e inútil debe ocupar en la presencia de un Dios vivo, Creador del cielo y de la tierra, poseedor de todas las cosas, “el Dios Todopoderoso.”

“Y Dios habló con él”. Cuando el hombre está humillado en el polvo, Dios, por gracia, puede hablarle. La posición que aquí toma Abraham es la expresión de la completa humillación en la presencia de Dios, en el sentido de entera flaqueza y anonadamiento delante de Él, y tal humillación es segura precursora de la revelación de Dios mismo. Cuando la criatura permanece así delante de él, Dios se puede manifestar tal cual es, en toda la refulgente gloria de su persona. Él no dará su gloria a otro. Se puede revelar y permitir que el hombre adore en presencia de esa revelación, pero hasta que el hombre ocupe el lugar que le corresponde, Dios no puede desplegar ante él Su carácter. ¡Cuánta diferencia hay entre la actitud de Abraham en el capítulo anterior y en este! En el uno tiene delante de sí la naturaleza humana; en el otro, está en la presencia del Dios Todopoderoso. En el uno se agita; en el otro adora. En el uno recurre a sus propias combinaciones y a los cálculos de Sarai; en el otro se abandona –con todo lo que le concierne, su presente y su futuro– en las manos de Dios, permitiéndole obrar en él y por él. Esta es la razón por la cual Dios puede decirle: Yo te haré… Yo te estableceré… Yo te daré… Yo te bendeciré. En una palabra, Dios solo y su obra son el asunto, y ahí está el verdadero descanso del corazón que ha aprendido algo de sí mismo.

La circuncisión

Ahora se introduce el pacto de la circuncisión. Es preciso que cada uno de los miembros de la familia de la fe, sin excepción alguna, lleve en su cuerpo el sello del pacto. “Será circuncidado todo varón de entre vosotros… el nacido en tu casa, y el comprado por tu dinero; y estará mi pacto en vuestra carne por pacto perpetuo. Y el varón incircunciso, el que no hubiere circuncidado la carne de su prepucio, aquella persona será cortada de su pueblo; ha violado mi pacto” (v. 9-14). En el capítulo 4 de la epístola a los Romanos vemos que la circuncisión era el “sello de la justicia de la fe” (v. 11). Abraham “creyó a Jehová, y le fue contado por justicia” (cap. 15:6). Como Dios le tenía por justo, puso su “sello” en él.

Sellados con el Espíritu Santo

El sello con el cual el creyente es sellado en la actualidad, no es, como entonces, una señal en la carne, sino que es

El Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención
(Efesios 4:30).

Y esto se funda en la relación eterna del cristiano con Cristo y en su perfecta identificación con él en la muerte y la resurrección, como está escrito: “Estáis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad. En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos. Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados” (Colosenses 2:10-13). Este pasaje glorioso nos explica lo que la circuncisión realmente representaba. Todo creyente es de “la circuncisión” en virtud de su asociación viva con Aquel que por su cruz y para siempre abolió todo lo que se oponía a la perfecta justificación de su Iglesia. No hay una sola mancha de pecado sobre la conciencia de los suyos, ni un principio de pecado en su naturaleza, cuya condenación no haya soportado Cristo en la cruz; y ahora los creyentes son considerados como muertos con Cristo, como sepultados con él en el sepulcro y como resucitados con él y hechos aceptos en él, siendo completamente quitados por la cruz sus pecados, sus iniquidades, sus transgresiones, sus enemistades y su incircuncisión. La sentencia de muerte está grabada en la carne; pero el creyente posee una vida nueva conjuntamente con su Jefe resucitado y glorificado.

En el pasaje que acabamos de citar, el apóstol nos enseña que la Iglesia ha salido vivificada del sepulcro de Cristo y, además, que el perdón de los pecados de la Iglesia es tan completo y tan enteramente obra de Dios como lo fue la resurrección de Cristo de entre los muertos. Pues, sabemos que la resurrección de Cristo fue el resultado de la intervención de la supereminente grandeza “del poder de Dios” o “según la operación del poder de su fuerza” (Efesios 1:19). ¡Qué expresión enérgica para poner de relieve la grandeza y la gloria de la redención, como asimismo el sólido fundamento sobre el que ella descansa!

¡Qué descanso, qué descanso perfecto encuentran aquí el corazón y la conciencia! ¡Qué salvación completa para el alma trabajada y cargada! Todos nuestros pecados quedaron sepultados en la tumba de Cristo. Ni uno, ni el más pequeño quedó fuera. Dios hizo todo esto por nosotros. Todo cuanto pudo descubrir en nosotros su ojo penetrante lo colocó en Cristo clavado a la cruz. De manera que en esa cruz Dios hizo pasar el juicio sobre Cristo, en lugar de hacerlo pasar sobre nosotros eternamente, arrojándonos a las penas del infierno. Tales son los preciosos frutos de los consejos maravillosos, insondables y eternos del amor redentor, y somos “sellados”, no con un sello exterior, en la carne, sino con el Espíritu Santo. Toda la familia de la fe está sellada con este sello. El valor y la eficacia invariable de la sangre de Cristo son tales que el Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad eterna, puede venir y hacer su morada en cada uno de los que han puesto en él su confianza.

¿Qué les queda por hacer, pues, a los que saben estas cosas, sino permanecer “firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre”? (1 Corintios 15:58). ¡Oh Señor, que así sea por la gracia de tu Espíritu Santo!