La cueva de Macpela
La muerte de Sara
Esta pequeña sección de la Escritura inspirada proporciona muy dulce y útil instrucción para el alma. El Espíritu Santo nos dibuja en él un hermoso cuadro de cómo el creyente siempre debe comportarse para con los de fuera. Si bien es verdad que la fe hace al que la posee independiente de los hombres del mundo, no es menos cierto que también le enseña siempre a andar honestamente entre ellos. En la primera epístola a los Tesalonicenses (cap. 4:12) se nos exhorta a proceder honestamente para con los extraños; en 2 Corintios 8:21, a procurar “hacer las cosas honradamente, no solo delante del Señor sino también delante de los hombres”; y en la carta a los Romanos (cap. 13:8) a “no deber a nadie nada”. Estos son preceptos importantes, preceptos que debidamente han observado en todas las edades todos los siervos fieles de Cristo, aun antes de que estos preceptos fueran tan claramente expresados; pero ¡ay! en los tiempos modernos se les presta poca atención.
El capítulo 23 del Génesis merece, por lo tanto, atención especial. Este capítulo que se abre con la muerte de Sara, nos presenta a Abraham bajo un aspecto nuevo: el de quien lleva luto. “Y vino Abraham a hacer duelo por Sara, y a llorarla” (v. 2). El hijo de Dios también es llamado a pasar por el duelo, pero no como los demás. El gran hecho de la resurrección le consuela y comunica a su dolor un carácter muy especial. El creyente puede hallarse ante la tumba de un hermano o de una hermana con la feliz seguridad de que esa tumba no retendrá por largo tiempo al cautivo,
Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él
(1 Tesalonicenses 4:13-14).
La redención del alma es la garantía de la redención del cuerpo; poseemos la primera, esperamos la segunda (Romanos 8:23).
La fe en la resurrección
Al comprar Macpela para sepultura, nos parece que Abraham expresa con ello su fe en la resurrección. “Se levantó Abraham de delante de su muerta” (v. 3). La fe no queda por mucho tiempo contemplando la muerte, pues posee un objeto más elevado, gracias al “Dios viviente” que se lo ha concedido. La fe contempla la resurrección, su vista está absorta en ella. Y con fe en el poder de la resurrección se puede levantar “de delante de su muerta”. Este acto de Abraham es de gran importancia, y necesitamos comprender mejor su significado, ya que somos tan propensos a pensar en la muerte y sus consecuencias. La muerte es el límite de la potencia de Satanás; pero, donde acaba Satanás, Dios comienza. Lo había comprendido Abraham al levantarse y comprar la cueva de Macpela para hacer de ella un lugar de reposo para Sara. Este hecho era la expresión del pensamiento de Abraham respecto al porvenir. Sabía que en los siglos venideros la promesa de Dios en cuanto a Canaán se cumpliría, así que pudo depositar el cuerpo de Sara en el sepulcro con la segura esperanza de una resurrección gloriosa.
Los incircuncisos hijos de Het ignoraban estas cosas. Los pensamientos que llenaban el alma del patriarca les eran desconocidos. Para ellos era un asunto de poca importancia que Abraham enterrara su muerto en un lugar u otro; pero para Abraham era otra cosa. “Extranjero y forastero soy entre vosotros; dadme propiedad para sepultura entre vosotros, y sepultaré mi muerta de delante de mí” (v.4). Los heteos debían de encontrar extraño –y así evidentemente lo encontraron– que Abraham se hiciera tanto problema por una tumba; pero “el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él” (1Juan 3:1). Los rasgos más hermosos de la fe, y los más característicos, son los que el mundo menos conoce. Los cananeos no tenían idea alguna de las esperanzas que caracterizaban a los actos de Abraham en esta ocasión. Ni sospechaban que él, al buscar un rincón en el cual, cuando muriera al igual que Sara, pudiera esperar el tiempo preciso de Dios –es decir, la mañana de la resurrección–, tenía en vista la futura posesión del país. Abraham sentía que él no tenía nada que discutir con los hijos de Het, de suerte que estaba presto a reposar al igual que Sara en la tumba, dejando a Dios el cuidado de obrar para él, sobre él y por él.
“Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Hebreos 11:13). Es este un rasgo de la vida divina de hermosura exquisita. Estos “testigos” de los cuales habla la epístola a los Hebreos, capítulo 11, no solamente vivían por la fe, sino que probaron, además, que las promesas de Dios les eran tan reales y satisfactorias al fin de la carrera como les habían sido al principio. En la adquisición de un sepulcro en ese país nos parece ver una demostración del poder de la fe, no solo para vivir, sino también para la muerte. ¿Por qué era Abraham tan escrupuloso en la transacción de la compra de un sepulcro? ¿Por qué deseaba tan vivamente fundar sus derechos al campo y cueva de Efrón en los principios de la justicia? ¿Por qué estaba tan determinado a pagar todo el precio en plata de buena ley entre los mercaderes? La respuesta se halla en esta sola palabra: la “fe”. Fue por la fe que hizo todo aquello. Él sabía que el país le pertenecería en el porvenir y que, en la gloria de la resurrección, su posteridad todavía lo poseería, y hasta entonces no quería ser deudor de los que de todos modos habían de ser desalojados.
La conducta y la esperanza del cristiano
Este capítulo, por lo tanto, puede considerarse bajo un doble punto de vista: primero, como presentándonos un principio sencillo y práctico de conducta entre la gente del mundo; segundo, como explicación de la bienaventurada esperanza de la cual el creyente siempre vivirá animado. Si juntamos estos dos puntos tenemos un ejemplo de lo que el hijo de Dios debe ser siempre. La “esperanza propuesta” en el Evangelio es la inmortalidad gloriosa, que, al mismo tiempo que eleva el corazón por encima de las influencias de la naturaleza y del mundo, nos proporciona un principio santo y noble que debe regir toda nuestra conducta en orden a los de fuera. “Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”. He aquí nuestra esperanza. ¿Cuál será su fruto moral?
Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro
(1 Juan 3:2-3).
Si pronto seré semejante a Cristo, me esforzaré en ser tan semejante a él como me sea posible desde ahora mismo. Por ello, el cristiano debe ejercitarse en marchar constantemente con pureza, integridad y gracia moral delante de todos cuantos le rodean. Es esto lo que hacía Abraham en sus relaciones con los hijos de Het, demostrando en toda su conducta, tal como ella se nos presenta en este capítulo, gran nobleza y verdadero desinterés. Vivía en medio de ellos como “príncipe de Dios” (v. 6), y ellos se habrían sentido felices de poderle hacer un favor; pero Abraham había aprendido a no recibir favores sino del Dios de la resurrección, y, al pagar a los heteos por Macpela, esperaba de Dios la tierra de Canaán. Los hijos de Het conocían muy bien el valor de la “plata de buena ley entre los mercaderes” (v. 16), y Abraham sabía también lo que podía valer la cueva de Macpela. Tenía para él un valor mucho más grande que para los que se la cedieron. Si “la tierra valía” para ellos “cuatrocientos siclos de plata” (v. 15-16), para Abraham valía más que dinero, porque era las arras de una herencia eterna que, por ser eterna, no podía ser poseída sino por la potencia de la resurrección. La fe traslada al alma de antemano al porvenir de Dios; ve las cosas como Dios las ve, y las estima en su valor según “el siclo del santuario” (Éxodo 30:13). Fue, pues, en la inteligencia de la fe que Abraham se “levantó… de delante de su muerta” y compró un sepulcro, mostrando así su esperanza de la resurrección y de la herencia que depende de la misma.