Estudio sobre el libro del Génesis

Génesis 4

Caín y Abel: una diferente actitud de dos pecadores ante Dios

Un hombre mundano y un hombre de fe

Al abrir cada nueva porción de este libro del Génesis, se renueva en nosotros la idea de que estos capítulos son la sementera de todas las doctrinas bíblicas, y que ellos encierran a la vez los fundamentos de toda la historia de la humanidad.

Así, el capítulo 4 nos ofrece, con la historia de Caín y Abel, los primeros ejemplos del hombre mundano y del hombre de fe. Nacieron fuera de Edén y eran, por supuesto, los hijos de sus padres en su estado caído, y, por lo tanto, no hubo nada en sus condiciones naturales que distinguiera al uno del otro. Los dos eran pecadores y habían heredado una naturaleza pecaminosa. Es necesario admitir esto para ver con claridad la realidad de una operación de gracia en uno de los dos casos que no la hubo en el otro. De lo contrario, la historia no nos será inteligible. Si la diferencia entre las acciones del uno y del otro se explica por medio de alguna diversidad en sus temperamentos, entonces se debe entender que no eran participantes de la caída naturaleza de sus padres, ni participantes de las consecuentes circunstancias de esa caída, y, por lo tanto, no habría podido haber lugar para la manifestación de la gracia por parte de Dios ni para el ejercicio de la fe por parte de Abel.

Algunos enseñan que todo hombre nace con cualidades y facultades que, en caso de ser bien usadas, le capacitarán para volver a Dios. Esto lo dicen en contradicción directa con lo que se anuncia claramente en esta historia. Caín y Abel nacieron, no dentro, sino fuera del paraíso. Eran hijos, no de Adán en su inocencia, sino de Adán en su pecado. Habían entrado en el mundo hechos ya partícipes de la naturaleza de su padre, y poco importaba bajo qué faz de su naturaleza manifestaron sus caracteres particulares como individuos. No por eso dejaban de tener la naturaleza de Adán, la naturaleza humana corrompida que de por sí era incapaz de hacer el bien. “Lo que es nacido de la carne, carne es”; no una cosa carnal, sino carne en toda su esencia “y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”; no simplemente espiritual, sino espíritu en su esencia (Juan 3:6).

Si ha habido alguna vez una buena oportunidad para que todas las cualidades, capacidades, alcances y tendencias de la naturaleza humana tuvieran amplio lugar para su manifestación, las vidas de Caín y Abel contaron con ella. Si hubiera existido en la naturaleza algo con lo cual el hombre pudiera haber recobrado su inocencia perdida y logrado ganar otra vez la entrada al Edén perdido, este era el momento en que ello debía haberse desplegado. Pero no hubo ninguna indicación de esta clase. Los dos eran hombres perdidos, hombres carnales que habían trocado su inocencia por actos de transgresión. Adán perdió su inocencia y no la pudo recobrar. Es necesario contemplarlo como la cabeza caída de una raza caída, la que, por la desobediencia de él, fue hecha pecadora (Romanos 5:19). Llegó a ser en su persona la fuente contaminada de la cual han brotado todas las inmundas corrientes de la humanidad arruinada y culpable, el tronco muerto del cual han salido todas las ramas de una humanidad muerta, es decir, muerta en cuanto a las cosas morales y espirituales.

Es cierto que Adán mismo, como lo hemos dicho, fue objeto de la gracia, el poseedor y el demostrador de una fe viva en el Salvador prometido, pero no hubo en eso nada natural, sino algo que era enteramente divino.Y, por cuanto no era cosa natural, no le era posible comunicarla a su familia por los medios naturales. La gracia no es hereditaria. Adán no pudo legar ni engendrar su fe en Caín y Abel. Su propia posesión de fe era el fruto del amor divino, plantada en su corazón por el poder divino, pero no estaba en poder de la naturaleza para comunicarla a otro. Todo aquello que era natural en Adán, él lo pudo engendrar en sus hijos, pero nada más que eso, y, dado que él como padre estaba en una condición de ruina, sus hijos tuvieron que nacer en el mismo estado. Tal como sea el que engendra, así han de ser los engendrados. Era preciso que participasen de la misma naturaleza. “Cual el terrenal, tales también los terrenales” (1Corintios 15:48).

Las dos naturalezas

Es de mucha importancia que se evite todo error al explicar esta doctrina de la responsabilidad de Adán. El lector debe leer con cuidado el pasaje de Romanos 5:12-21, en el cual verá que el apóstol dispone a toda la raza humana en dos categorías. No es mi propósito comentar el pasaje, sino simplemente referirme a él en conexión con lo expuesto. El capítulo 15 de la primera epístola a los Corintios nos enseña la misma doctrina. Del primer hombre tenemos, como frutos de la desobediencia, el pecado y la muerte. Del Segundo Hombre tenemos, como frutos de su obediencia, la justificación y la vida. Como se deriva la naturaleza del uno, también se deriva la del Otro. Sin duda cada naturaleza desplegará en los casos particulares sus propias energías, y manifestará en cada individuo que la posea sus poderes particulares. Sin embargo, no faltarán las evidencias positivas que determinen cuál de las dos naturalezas predomina.

Ahora bien; como el modo de derivar la naturaleza del primer hombre es el de la generación natural, de la misma manera se ha de derivar una nueva naturaleza del Segundo Hombre por medio de un nuevo nacimiento. Toda vez que hemos nacido en la carne como hijos de Adán, participamos de su naturaleza carnal. Al nacer de nuevo participaremos de la naturaleza del nuevo Progenitor. Un recién nacido, aunque es incapaz de realizar un acto semejante al que causó la caída de Adán, participa, sin embargo, de la misma naturaleza de él. Así también el recién nacido en Jesús –el alma regenerada–, aunque no toma parte alguna en la obra divina por medio de la cual el Salvador guardó una obediencia perfecta, llega a ser partícipe de su naturaleza divina. Así como es cierto que esa naturaleza humana produce inevitablemente el pecado, igualmente cierto es que la otra naturaleza obra la justicia. El pecado es del hombre, la justicia es de Dios. Pero en todo caso ese pecado y esa justicia se manifestarán como elementos inherentes a la naturaleza de la que emanan. El hijo de Adán participa de la naturaleza de su jefe (o cabeza) en todas sus maneras de pensar, sentir y obrar, y el hijo de Dios, de igual manera, participa de la naturaleza divina en sus modos de obrar, sentir y pensar. La primera naturaleza es así porque ha sido engendrada de la voluntad de hombre, la segunda obra de conformidad con la voluntad de Dios (Juan 1:13). Santiago nos dice que “Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad” (Santiago 1:18).

De todo esto se deduce que Abel no era diferente de Caín en su naturaleza moral. La distinción entre uno y otro no tuvo su origen en su naturaleza ni en las circunstancias que les rodeaban, pues en estas cosas no hubo diferencia (Romanos 3:22). ¿A qué se debió, pues, que hubiese tan grande contraste en sus obras? La contestación es muy fácil, porque el Evangelio de la gracia de Dios lo explica todo. La diferencia no estriba en la distinta naturaleza de los dos hombres, ni en la educación u otras circunstancias, sino solo en la naturaleza de las ofrendas que presentaron. Aceptará esta interpretación sin murmuración toda persona que sienta que ella misma es pecadora y que reconozca que participa de una naturaleza contaminada. Para todo hombre arrepentido, la historia de Abel señala claramente el único modo de acercarse a Dios y de tener relaciones con él. Le enseña que le es imposible tener acceso a Dios basándose en elementos que existen en su propia naturaleza, y que, en cambio, le es necesario buscar el medio de acceso en algo que está fuera de sí mismo, es decir, en la persona y la obra de Otro, la cual tiene que ser el único punto de contacto posible con un Dios santo, justo y verdadero. En el capítulo 11 de Hebreos hallamos este comentario que nos presenta el asunto con toda claridad:

Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo, dando Dios testimonio de sus ofrendas; y muerto, aún habla por ella
 (Hebreos 11:4).

Aquí se nos dice claramente que la diferencia entre los dos hombres no consistió en el carácter de cada uno de ellos, sino en el de sus holocaustos; no era una diferencia entre los adoradores, sino entre su modo de adorar. No necesitamos de sutilezas para comprender esta diferencia, y, si aceptamos el sencillo testimonio del texto sagrado, descubriremos una verdad cuya importancia es imposible exagerar.

La ofrenda de Caín: el fruto de la tierra

Vamos, pues, a examinar las cualidades de estas dos ofrendas. El texto dice así: “Y aconteció andando el tiempo, que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová. Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya” (Génesis 4:3-5). La diferencia entre la una y la otra es muy clara. Caín ofreció a Jehová el fruto de la tierra maldita, y eso sin ninguna sangre con que expiar esa maldición. Presentó un sacrificio incruento, simplemente porque no tuvo fe en otra clase de sacrificio. Si se hubiera posesionado de la doctrina divina habría sabido que desde el principio

Sin derramamiento de sangre no se hace remisión
 (Hebreos 9:22).

Esta doctrina es fundamental. “La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Caín era pecador, y entre él y Dios se interponía la muerte. Sin embargo, en su ofrenda no confesó esa verdad. No presentó, en lugar de su vida, otra sacrificada en reconocimiento de las demandas de la santidad y en reconocimiento, también, de su propia falta en ese particular. Trató a Dios como si hubiese sido otro igual a él, que podría aceptar la ofrenda del campo maldito y pasar por alto el pecado no confesado de Caín.

Todo esto, y más aun, encierra el acto no autorizado de Caín al ofrecer su sacrificio incruento. Desplegó la más imperdonable ignorancia con referencia a tres cosas:

1.  las demandas divinas,
2.  su propio carácter y condición como pecador perdido y condenado, por lo que él no tenía nada de sí mismo para ofrecer,
3.  el verdadero estado de la tierra cuyo fruto trajo en ofrenda.

El razonamiento humano se puede resumir con esta pregunta: «¿Qué ofrenda mejor y más aceptable hay que el producto de la labor de las manos y del sudor de la frente?». Así, de veras, piensa el corazón humano y aun el ánimo religioso, pero Dios no razona así, y la fe procura ponerse de acuerdo con los pensamientos de Dios. Dios ha enseñado (lo que la fe acepta) que se necesita el sacrificio de una vida para abrir el paso hasta la presencia inmaculada. Así es que, cuando contemplamos el ministerio de nuestro Señor Jesús, vemos que, si no hubiera muerto en la cruz, todos sus servicios habrían sido inútiles para establecer en favor de la humanidad una base de comunión con Dios. Es cierto que “hacía bienes” (Hechos 10:38) durante toda su vida, empero solo por su muerte rasgó el velo (Mateo 27:51). Ninguna otra cosa podría haberlo hecho. Si hubiera seguido hasta el día de hoy yendo por todas partes “haciendo bienes”, el velo habría permanecido entero y habría seguido siendo una barrera infranqueable para el adorador que buscara el Lugar Santísimo. Así nos consta que Caín edificó sobre fundamento de arena cuando procuró acercarse a Dios por medio de sus ofrendas. Un pecador no perdonado que entra en la presencia de Dios trayendo su sacrificio vegetal se hace culpable de la más grande presunción. Es cierto que había trabajado para producir su ofrenda, mas ¿de qué le valió eso? ¿Podría la labor remover la maldad del pecado? ¿Podría el trabajo satisfacer las demandas de la santidad divina? ¿Podría ser la base para que Dios la aceptara? ¿Podría anular o expiar la pena que el pecado había merecido? ¿Podría quitarle a la muerte su aguijón y a la tumba su victoria? ¿Podría hacer una sola de todas estas cosas? ¡Imposible! “Sin derramamiento de sangre no hay remisión”. La ofrenda vegetal de Caín, como todo otro sacrificio incruento, no solamente no tenía valor, sino que en realidad era una abominación a los ojos de Dios. Su acto demostró su ignorancia, no solamente en cuanto a su propia condición, sino al carácter divino. Dios “no es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo” (Hechos 17:25). Pero Caín obró como si hubiera podido abrirse camino hacia Dios por medio del producto de la tierra. Hay muchos que piensan lo mismo todavía. Caín ha tenido sus millones de imitadores en todo tiempo. El culto de Caín es el culto universal. Es el culto de todos aquellos que no se arrepienten, de los inconversos que tienen la necedad de inventar otro sistema de religión fuera de aquel que Dios reveló.

El hombre natural piensa que Dios debe recibir algo de sus manos, olvidándose que para Dios también “más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35) y que sin duda Dios merece la posición de mayor bendición. “Sin discusión alguna, el menor es bendecido por el mayor” (Hebreos 7:7). ¿Quién ha dado a Dios primero (Romanos 11:35) para que Él tenga? Dios está dispuesto a recibir una ofrenda muy insignificante del corazón que ha aprendido antes el significado profundo de la verdad encerrada en la petición de 1 Crónicas 29:14 : “de lo recibido de tu mano te damos”. Empero, si el hombre pretende ocupar otra posición y dar a Dios de lo que llama suyo, se le responde: “Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti” (Salmo 50:12). Dios “no es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas” (Hechos 17:25). El gran Dador de todas las cosas no puede tener necesidad. La alabanza es la única ofrenda nuestra que le podemos traer, y esto solo después de un conocimiento bien fundado de que nuestros pecados han sido perdonados, y este conocimiento depende, a su vez, de una fe cierta en la eficacia de la expiación hecha a nuestro favor.

Convendría que el lector se detuviese aquí para leer y meditar los pasajes siguientes: Salmo 1; Isaías 1:11-18, Hechos 17:22-34. En todas estas citas se nos presenta la verdad en cuanto a la verdadera posición del hombre delante de Dios y la única base para el culto.

El sacrificio de Abel: los primogénitos de sus ovejas

Vamos ahora a considerar el sacrificio de Abel. “Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas” (v.5). En otras palabras, comprendió la verdad gloriosa de que se había abierto un camino hasta Dios por medio de un holocausto; que Dios había convenido en que, por medio de la muerte de otro, se cubriese el pecado y sus consecuencias; y que las demandas de la naturaleza y el carácter del Dios santo fuesen satisfechas mediante la sustitución hecha por una víctima inmaculada, la que debía recibir en su persona la pena que el pecador merecía. Esta es la doctrina de la cruz, la única que Dios ha autorizado, en la cual la conciencia del pecador puede hallar reposo, y la única con la que Dios es glorificado.

Todo pecador cuyo corazón Dios ha tocado siente que tiene frente a sí la muerte y el juicio, justa recompensa de sus obras. Siente, al mismo tiempo, que no le queda ningún remedio que sea eficaz para cambiar la situación y su destino. Puede trabajar y afanarse hasta el extremo; puede producir con el sudor de su frente una ofrenda que le parezca digna; puede hacer votos y consagrarse de nuevo a una vida de obediencia; puede cambiar por completo su modo de vivir, modificando totalmente su conducta exterior; puede ser reservado, moral, y justo; puede llenar todas las condiciones de lo que llamamos una vida religiosa, aunque carezca de la fe salvadora; puede hallar placer en la lectura de la Biblia, en la oración y en los sermones; en fin, puede llegar a la altura de las hazañas más nobles en la vida moral y, sin embargo, permanecer bajo la sentencia de la muerte y del juicio. Todos sus esfuerzos no podrán remover de su horizonte esas dos nubes negras. Allí están y allí le esperan, y no le queda más recurso que aguardar que la terrible tempestad se desate sobre su cabeza. Es imposible que cualquier obra del hombre le haga triunfar sobre estos enemigos y le salve de sus demandas. Al contrario, todas sus obras solo sirven para amontonar sobre su cabeza las penas de sus faltas.

Pero en este trance fatal se le presenta una vía de escape por medio de la cruz. En ese sacrificio, el pecador arrepentido puede hallar un remedio que Dios mismo ha proveído para remover su pecado y su culpabilidad. En ese sufrimiento del sustituto puede ver una transformación admirable. La muerte y el juicio dan lugar a la vida y a la gloria. Cristo satisfizo por completo todas las demandas de la justicia divina. “El cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Timoteo 1:10). Glorificó a Dios al deshacer aquello que podría habernos separado de él para siempre. Quitó “de en medio el pecado” (Hebreos 9:26). ¿Dónde está este, pues? Quedó abolido, borrado. Todo esto se simbolizó en el holocausto “más excelente” de Abel. Este no hizo ningún esfuerzo para aminorar su culpabilidad u ocultar la verdad en cuanto a su pecado. No procuró desviar la espada llameante para forzar la entrada al huerto y llegar hasta el árbol de la vida. No pretendió agradar a Dios por medio de ofrendas vegetales con sus perfumes y colores delicados. Nada de eso. Se presentó delante de Dios como pecador y, reconociendo su culpabilidad, presentó la vida inocente de su víctima para que esta cubriera sus faltas y para demostrar su reconocimiento de la santidad absoluta de Dios, quien aborrece el pecado. Ninguna cosa podía ser más sencilla. Abel mereció la muerte y el juicio, pero se salva porque se vale de un sustituto.

De la misma manera toda alma débil y acongojada que reconoce su propia condenación busca un modo de escapar del juicio y lo halla en un Sustituto, Cristo, el sacrificio por excelencia, quien toma su lugar en todo sentido. El pecador, cual Abel, siente la impotencia y la nulidad de toda ofrenda vegetal, aunque sean los mejores frutos que la tierra haya producido, porque la conciencia dice que “la paga del pecado es muerte” y que “sin derramamiento de sangre no hay remisión”. Los frutos más ricos, las flores más fragantes, en la mayor profusión, no quitarán ni una sola mancha de la conciencia. Del mismo modo, nada, sino solamente el sacrificio inmaculado del Hijo de Dios, podrá traer reposo a la conciencia despertada. Todo aquel que por la fe echa mano de esta bendita realidad divina gozará de una paz que el mundo jamás podrá quitarle. Es el acto sencillo de aceptar esta verdad el que constituye el ejercicio de la fe, por medio del cual el alma se posesiona de la paz salvadora.

Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo
 (Romanos 5:1).

“Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín” (Hebreos 11:4)
No es, pues, una cuestión de sentimiento, como muchos desean considerarla. Es enteramente cuestión de creer y aceptar un hecho consumado, creencia que llega a arraigarse en el corazón por la operación del Espíritu Santo. Esta fe se debe distinguir de un sentimiento natural e impulsivo que pudiera conmover el corazón, como también se debe diferenciar de una conclusión lógica del entendimiento. Los sentimientos no son la base de la fe. Los actos de la inteligencia no lo son tampoco. La fe es algo más que una aprobación mental dada en apoyo de cierta proposición. Cuidémonos aquí de un error que podría ser fatal en sus consecuencias. No debemos reducir a elementos meramente humanos aquello que es, en su esencia, una obra divina. No rebajemos hasta el nivel del hombre una cosa que en realidad tiene su origen en Dios. La fe no es una cosa que pueda existir en el corazón hoy y desaparecer mañana. Es un principio imperecedero, que emana de una fuente eterna, de Dios mismo, puesto que depende de la aprehensión de una verdad divina que se revela y se desarrolla en el corazón bajo el influjo de su Espíritu, el que obra personalmente sobre nuestro ser por medio de todas sus facultades y que pone al alma en comunicación directa con Dios.

El mero sentimiento o emoción nunca podrá subir más arriba de su fuente, que es el alma humana. La fe salvadora tiene que ver con Dios y su Palabra eterna, sirviendo como una cadena viva que une el corazón que la abriga con el Dios que la inspira. Todos los sentimientos humanos, por más conmovedores que parezcan, todas las emociones humanas, por más intensas que sean, no nos pueden llevar a Dios. No son ni divinos ni eternos, sino que son humanos y pasajeros. Son como la calabacera de Jonás, que brotó en una sola noche y volvió a perecer en una noche. No es así la fe. Este principio vital, tan precioso para el bienestar del alma, participa de todo el valor, como también de toda la realidad y eficacia de la fuente de la que emana, y se arraiga una vez para siempre en el alma que es el objeto de sus propósitos. Esta fe justifica al alma (Romanos 5:1); purifica el corazón (Hechos 15:9); obra por medio del amor (Gálatas 5:6), y vence al mundo (1 Juan 5:4). Los sentimientos y las emociones nunca serían capaces de producir tales resultados. Pertenecen a la tierra y a la naturaleza humana. La fe pertenece a Dios y al cielo. Aquéllos se ocupan del yo mismo, mientras que esta se ocupa de Cristo. Aquéllos miran hacia abajo y hacia el interior del corazón, mientras que la fe nos hace alzar la vista hacia Dios. Aquéllos dejan el alma en la duda y la oscuridad; esta la conduce a la luz y a la paz. Aquéllos tienen que ver con una condición naturalmente vacilante e insegura; esta nos pone en contacto con la verdad inmutable de Dios y con el sacrificio perdurable de Cristo.

No queremos negar que la fe produzca sus sentimientos intensos, sentimientos espirituales y emociones sinceras, pero no hemos de confundir nunca los frutos de la fe con la fe misma. No me justifico porque tengo este o aquel sentimiento ni porque mi fe produce sentimientos, sino simplemente porque tengo fe. ¿Qué es, pues, la fe? La fe cree a Dios cuando habla, acepta su palabra como final y convincente, reconoce que es Dios el que se le revela en la persona y en la obra divina del Señor Jesucristo. Comprender a Dios tal como es, es la suma de toda bendición en la vida presente y en todo el porvenir. Cuando el alma busca y halla a Dios, ha descubierto todo lo que necesita en esta vida y en la venidera. Pero Dios puede ser conocido y hallado solo en la revelación que de sí mismo ha hecho y por medio de la fe que él mismo engendra y que se ejercita sobre esa revelación como el objeto de su creencia.

Un sacrificio más excelente

Todas estas consideraciones nos ayudan a comprender algo del significado y de la virtud de la declaración que hemos hecho: “Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín”. Caín no tuvo esta fe y, por lo tanto, no trajo sacrificio cruento. Abel tuvo fe y, por lo tanto, ofreció la sangre y la grosura que tipifican tanto la vida como la excelencia innata de la persona de Cristo. La sangre era tipo de la vida, y la grosura lo era de la perfección del gran arquetipo. Se prohibía comer tanto de la una como de la otra en la economía mosaica. La sangre era la vida, y el hombre bajo la ley no merecía ya la vida. Pero en Juan (cap. 6) se nos dice que, si no bebemos la sangre de Cristo, no tendremos vida en nosotros, pues Cristo es la vida. No hay ni una chispa de vida espiritual fuera de él. Todo lo que está fuera de Cristo está muerto. “En él estaba la vida” (Juan 1:4), y en ningún otro.

Él entregó su vida en la cruz, y a esa vida se le imputó, por la ley de la sustitución, el pecado del hombre, de manera que el pecado se clavó en la cruz juntamente con la Víctima bendita. Al entregar, pues, la vida, el Señor Jesús entregó al mismo tiempo el pecado que se le adjuntó, de manera que este fue deshecho eficazmente y quedó enterrado en la tumba que presenció su muerte. De ella se levantó triunfante y sin pecado, con el poder de una vida nueva, a la cual se vincula la justificación, como el pecado se había vinculado a la vida que se expió en la cruz. Así se nos facilita la explicación de aquella expresión que nuestro Señor usó después de la resurrección: “Un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lucas 24:39). No dijo: «carne y sangre», porque en la resurrección no volvió a tomar en su sagrada persona la sangre derramada en la cruz para expiar el pecado. “Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona” (Levítico 17:11). Un estudio de este punto sin duda aumentará en nuestra mente la convicción sobre lo completo de esa expiación por el pecado obrada en la muerte de Cristo, y bien sabemos que todo aquello que nos ayude a comprender mejor esta gloriosa realidad tendrá su efecto al afirmarnos más y más en la posesión de la paz y al hacernos capaces de propagar más eficazmente la gloria de Cristo, toda vez que esta gloria está ligada a nuestro testimonio y a nuestro servicio.

Hemos hecho referencia a un punto de interés y de mucho valor en esta historia de Caín y Abel, a saber, la completa identificación de cada uno con su respectiva ofrenda. El lector no debe pasar por alto este punto. En el caso de ambos no se consideró la persona del que adoraba, sino el carácter de su sacrificio. Por eso leemos en el comentario (Hebreos 11:4) que “Dios (dio) testimonio de sus ofrendas”. No dio testimonio en cuanto a Abel, sino acerca de lo que traía como ofrenda. Esto nos sirve para determinar aquello que ha de servir de base para que el creyente alcance la paz y la justificación delante de Dios.

En el corazón humano existe una constante tendencia a pensar que hay algo en nosotros que podría ser una razón para que seamos aceptos y que se nos conceda la paz de espíritu que anhelamos, aun cuando admitimos que ese algo es ayudado poderosamente por el Espíritu Santo. De esta tendencia resulta el mal hábito de inspeccionar el corazón en lugar de fijar la vista en otra cosa, como nos impulsa a hacerlo el mismo Espíritu. La gran pregunta a la que tenemos que responder no es: «¿Quién soy yo?» sino «¿Quién es Cristo?». Como el creyente ha venido a Dios en el nombre de Jesús, debe considerar que se ha identificado por completo con Cristo y ha sido aceptado en su nombre, y que de allí en adelante es tan imposible que sea rechazado como que el mismo Cristo lo sea. Antes que poner en duda la aceptación del más flaco de los creyentes, habría que poner en duda la aceptación de Cristo mismo. Como esto último es imposible, la seguridad del creyente descansa sobre un fundamento inamovible. El creyente, al reconocer que es un pobre y vil pecador, sin mérito alguno, se ha acercado a Dios en el nombre de Cristo y ha sido identificado con Él en su muerte como sustituto; ha sido aceptado en Él; se ha unido con todos aquellos que forman su cuerpo. Dios da testimonio, no con respecto a él, sino con respecto a su presente, puesto que no es otro que Cristo mismo. Todo esto le tranquiliza y le anima. Le queda el privilegio indeciblemente precioso de someter todo cuestionamiento y toda duda que se le plantee a la virtud de Cristo mismo y de su obra perfecta.

Todas mis fuentes están en ti
 (Salmo 87:7).

En él nos gloriamos todo el día. Nuestra confianza no está en nosotros mismos sino en él, quien supo comenzar y acabar. Dependemos de su nombre, nos fiamos de su obra, nos admiramos de su persona y vivimos en espera de su venida.

La irritación de Caín y el homicidio de Abel

El hombre no regenerado se opone a esta verdad, tan consoladora para el creyente, y luego manifiesta su hostilidad. Así sucedió con Caín. “Se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante” (v.5). Lo que llenó a Abel de contento, despertó en Caín el enfado. A causa de su incredulidad despreció el único modo de tener acceso a Dios. Rehusó ofrecer sangre, sin la cual no puede haber remisión. Luego, cuando comprendió que Dios no le recibió en sus pecados, en tanto que Abel fue recibido por sus presentes, “se ensañó Caín en gran manera y decayó su semblante”. Pero ¿de qué otro modo podría haber sucedido? Dios tuvo que recibirle de una manera u otra, con todos sus pecados o sin ellos. Como lo primero era imposible y Caín no quiso valerse del único modo de deshacerse de ellos, Dios no pudo menos que desecharle. De este rechazamiento brotan luego todos los frutos de una religión falsa. Caín persigue y al fin mata al testigo fiel, al hombre que había sido aceptado y justificado, y, al hacerlo, se pone a la cabeza de una gran generación de religiosos que obran de la misma manera en defensa de sus falsas doctrinas. En todo tiempo y en todo lugar los hombres se han mostrado dispuestos a perseguir a los de la fe contraria, y su fanatismo hace muy amarga su hostilidad, más que cualquier otra pasión humana. En la justificación amplia y perfecta que Abel recibe, Dios es el todo y el hombre no es nada. Esta humillación no agrada al hombre natural, y luego se ve que se ensaña y que su semblante marca la desaprobación. No le sería posible explicar su enojo, porque no se presenta a la consideración alguna cualidad humana, sino solo la del terreno que ocupa delante de Dios.

Si Dios hubiera aceptado a Abel debido a algo que hubiese habido en sí mismo, con razón Caín habría podido indignarse y protestar. Pero sabemos que el agrado de Dios no se debió a la persona de Abel, sino que le aceptó en virtud del carácter de su ofrenda, y vemos luego que este testimonio de Dios deja a Caín sin excusa. Todo esto se aclara bien en lo que sigue, cuando Jehová le dice: “Si bien hicieres” –es decir, si presentares ofrenda adecuada– “¿no serás enaltecido?” (v. 7). El «bien hacer» se refiere no a su conducta anterior, sino a su modo de sacrificar. Abel hizo bien cuando se cobijó en su ofrenda aceptable. Caín hizo mal cuando trajo una ofrenda sin sangre, y toda su conducta subsiguiente correspondió a su mal comienzo y a sus falsos principios.

“Y dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos al campo. Y aconteció que estando ellos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel, y lo mató” (v. 8). Esta historia se ha repetido mil veces. En todas las épocas los hombres y las religiones humanas han demostrado la misma índole. También la fe y la verdadera religión han poseído los mismos caracteres que les han puesto en pugna con el mundo en el eterno conflicto suscitado entre ambos.

Nos conviene notar aquí, pues, cómo el acto homicida de Caín era un fruto natural y legítimo de su falsa religión. Puesto que comenzó mal con un fundamento falso, era natural que el edificio resultara defectuoso. Ni debemos suponer que la muerte de su hermano le podría haber detenido en su carrera de maldad. Al oír el juicio de Dios y recibir la sentencia, pensó luego que no había más perdón para él y que era inútil permanecer ya en la presencia de Dios. Sale, pues, de esa presencia bendita sin pedir perdón, construye una ciudad y educa a su familia en las artes y las ciencias, teniendo entre sus descendientes ganaderos, músicos y mecánicos. Como ignora por completo el carácter de Dios, declara que su pecado es demasiado grande para ser perdonado, no porque conozca realmente su pecado, sino porque no conoce a Dios. En su incredulidad demuestra los frutos maduros de su caída, en la que se ve que ha perdido todo justo concepto de Dios. No aspiró a tener perdón porque no quiso tener relaciones con Dios. Tampoco comprendió la verdad en cuanto a su propia condición, y lo fatal de esa ignorancia fue que ella ahogó en él toda aspiración a una reconciliación con Dios. Su único deseo fue alejarse de la presencia de Dios y estar libre para mezclarse con los asuntos del mundo. Creyó que podía vivir muy bien sin Dios, y, desde luego, se ocupó en mejorar sus condiciones materiales, rodeándose de adornos y de comodidades a fin de convertir el mundo en otro paraíso muy placentero y respetable, a pesar de la maldición que descansaba sobre la tierra y el hecho de que era un fugitivo y un vagabundo (v. 12).

El camino de Caín

Tal fue el “camino de Caín”, en el que andan millones de sus hijos. No son personas desprovistas de todo elemento religioso en su carácter. Es decir, no quieren vivir enteramente apartados de Dios, y de vez en cuando procuran traerle alguna ofrenda. Les parece justo manifestar su reconocimiento a Dios por medio de algún presente que simbolice el fruto de sus labores. Se desconocen a sí mismos y viven ignorantes del carácter de Dios. Pero su mayor afán es cómo mejorar las condiciones de vida en este mundo, llenándola de placeres y comodidades y procurando aumentar su belleza natural. El remedio de Dios para limpiar el mundo es rechazado y sustituido por el remedio del hombre. Este es “el camino de Caín” (Judas 11).

Basta mirar a nuestro alrededor para convencernos de la popularidad universal de tal “camino”. Aunque este suelo fue manchado con la sangre de uno “mayor que Abel”, esto es, con la sangre de Cristo, igualmente vemos cómo el hombre desea hacer de ese suelo un agradable escenario. Como en los días de Caín, se oye el sonido del arpa y del órgano, haciendo que el oído humano se vuelva sordo a ese clamor que subió primero del suelo pidiendo venganza y después de la cruz pidiendo perdón para ellos. Todos los recursos del genio humano se ponen en juego para que este mundo produzca sus más ricos y raros frutos, y se suplen no solamente todas las necesidades materiales del hombre, sino una multitud de otros deseos que el apetito depravado ha creado, hasta que la raza entera se ocupa a diario en la tarea de proveer cosas que hace algún tiempo eran desconocidas, y que parecen tan importantes que la vida sería desabrida e inaguantable si no las tuviera. Por ejemplo, hace solo algunos años1  que las gentes se conformaban con perder tres días en un viaje de cien millas, cosa que ahora pueden hacer en igual número de horas. Pero, en lugar de estar contentos con el cambio, se molestan sobremanera si el tren llega diez minutos atrasado. El hombre procura ahora vivir sin molestias. Tiene que viajar sin fatiga, tiene que recibir las noticias mundiales todos los días. Ha atravesado los continentes con sus rieles de acero, ha dominado las distancias de los océanos con sus alambres eléctricos, como una anticipación de la profecía que dice que “el mar ya no existía más” (Apocalipsis 21:1). Es cierto que el Señor permite que estas mismas cosas mundanas sirvan para adelantar los intereses del reino de Dios, pero esto no debe impedirnos reconocer cuál es el verdadero espíritu de desasosiego que impulsa al hombre natural a emprender estas obras.

Además de todo esto, existe una sobreabundancia de religiosidad. Pero aun el espíritu más caritativo tiene que confesar que es una religión solo en apariencia y que algún defecto radical –como algún tornillo que faltara de una máquina– impide la operación satisfactoria de aquello que se ha inventado y construido, no para agradar a Dios, sino para conveniencia o exaltación del hombre. Este –sea inteligente o ignorante– no desea estar sin religión. Ello no convendría a sus ideas de respeto de sí mismo, y, por lo tanto, acostumbra dedicar un día de cada siete a la religión, a fin de satisfacer su conciencia, con lo que –como él dice– se consideran debidamente sus «intereses eternos». Luego se siente libre para dedicar los restantes seis días de la semana a sus intereses temporales. Pero, tanto en un servicio como en otro, su afán está consagrado a promover su propio bienestar. Tal es el “camino de Caín”. Pesémoslo bien. Veamos por dónde comienza y adónde nos lleva, como así también cuál es el fin que nos propone.

¡Cuán diferente es el «camino de la fe»! Abel sintió el peso de la maldición y lo confesó. Vio la mancha del pecado y, con la energía de una fe santa, ofreció el único remedio que lo podía cubrir: un remedio divino. Buscó y halló refugio en Dios mismo y, en lugar de construir una ciudad en la tierra, halló una tumba en el seno de ella. La tierra, tan hermoseada y embellecida en la superficie con las creaciones ingeniosas de los hijos de Caín, estaba manchada con la sangre de un justo. Recuerde esto todo hombre del mundo. Recuérdelo también todo cristiano, cuyo ánimo sea carnal y no espiritual. Esta tierra que pisamos está manchada con la sangre del Hijo de Dios. La misma sangre que justifica a la Iglesia condena al mundo. La negra sombra de la cruz de Jesús se levanta muy alto para caer después sobre todo el fulgor y todo el oropel de este mundo efímero. La gloria de este mundo pasa y toda su soberbia. Pronto dejará de existir y la escena que ahora deleita al ojo se marchitará como una flor. El “camino de Caín” dará lugar al error de Balaam en su forma más consumada, y entonces vendrá “la contradicción de Coré” (Judas 11). ¿Y después? El abismo abrirá su boca para tragar a los inicuos y serán entregados eternamente a la obscuridad de las tinieblas (Judas 13).

  • 1 N. del E.: Estos libros sobre el Pentateuco fueron escritos entre 1860 y 1880.