Isaac e Ismael
El nacimiento de Isaac, el hijo de la promesa
Visitó Jehová a Sara, como había dicho, e hizo Jehová con Sara como había hablado” (v. 1). Aquí, pues, tenemos el cumplimiento de la promesa, el fruto bendito de la esperanza paciente. Nadie ha esperado en Dios en vano. El alma que por fe se apropia la promesa de Dios entra en posesión de una estable realidad que nunca le fallará. Así fue el caso con Abraham y con todos los creyentes, de siglo en siglo, y así será con todos los que en alguna medida confíen en el Dios viviente. ¡Qué dicha es hallar nuestro refugio y reposo en Dios, en medio de los amparos engañosos e ilusorios que ofrece el mundo; qué consuelo, qué tranquilidad para nuestras almas hallamos al podernos apoyar en esta “ancla del alma… que penetra hasta dentro del velo” (Hebreos 6:19) teniendo por sostén estas dos cosas inmutables: la palabra y el juramento de Dios!
Una vez que Abraham tuvo delante de sí la promesa de Dios cumplida, muy bien pudo comprender la nulidad de sus propios esfuezos para conseguir ese cumplimiento. Ismael era un ser absolutamente inútil en lo tocante a la promesa de Dios. Podía ser, y fue en realidad, un objeto de los afectos naturales del corazón de Abraham, lo que le hizo a este tanto más difícil su misión; pero para nada servía en cuanto al cumplimiento del designio de Dios ni al fortalecimiento de la fe de Abraham, sino todo lo contrario. La naturaleza nada puede hacer para Dios. Es preciso que Dios visite, que Dios haga; y es preciso que la fe espere y que la naturaleza se mantenga quieta; más aun, es necesario que se la deje a un lado como cosa muerta e inútil; así la gloria divina puede resplandecer y la fe puede hallar en esta manifestación su rica y excelente recompensa.
“Sara concibió y dio a Abraham un hijo en su vejez, en el tiempo que Dios le había dicho”. Existe un “tiempo señalado” (cap. 18:14), el “tiempo aceptable” de Dios, y es preciso que el creyente sepa esperarlo con paciencia. El tiempo puede parecer largo y la esperanza es sometida a prueba capaz de desanimar el corazón, pero el hombre espiritual será siempre consolado por la seguridad de que todo tiene por objeto final la manifestación de la gloria del Señor. “Aunque la visión tardará aún por un tiempo, mas se apresura hacia el fin, y no mentirá; aunque tardare, espéralo, porque sin duda vendrá, no tardará…; mas el justo por su fe vivirá” (Habacuc 2:3-4).
La fe es una cosa maravillosa: introduce en nuestro presente todo el poder del porvenir de Dios y se alimenta con la promesa de Dios como de una realidad presente. Por su potencia el alma pende de Dios, mientras que todo lo exterior parece estar en contra de ella, y en el “tiempo señalado”, Dios le llena la boca de risa. “Y era Abraham de cien años cuando nació Isaac su hijo” (v. 5). En este caso, pues, la naturaleza no tenía nada de que gloriarse. Cuando el hombre se halla absolutamente sin recursos, ha llegado la hora de Dios. Y dijo Sara: “Dios me ha hecho reír” (v. 6). Todo resulta gozo, gozo triunfante cuando Dios se puede manifestar.
El contraste entre dos naturalezas
Pero, si bien el nacimiento de Isaac llenó de risa la boca de Sara (v. 6), introdujo un elemento del todo nuevo en la casa de Abraham. “El hijo de la libre” precipitó el desarrollo del verdadero carácter del “hijo de la esclava” (Gálatas 4:30). En realidad, Isaac fue en principio, para la casa de Abraham, lo que es la introducción de la nueva naturaleza en el alma del pecador. No fue que Ismael cambió, sino que Isaac nació. El hijo de la esclava nunca pudo ser otra cosa que lo que en realidad era. Que resulte padre de una gran nación, que quede en el desierto, que sea tirador de arco, que sea padre de doce príncipes, pero no deja de ser hijo de la esclava. Por otro lado, por débil y menospreciado que fuera Isaac, era siempre hijo de la mujer libre: todo le venía del Señor, su posición, su categoría, sus privilegios y sus esperanzas. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6).
La regeneración no es un cambio de la vieja naturaleza sino la introducción, en el hombre, de una nueva naturaleza; es la implantación de la naturaleza o de la vida del postrer Adán por la operación del Espíritu Santo, fundada en la redención llevada a cabo por Cristo, y en perfecto acuerdo con la voluntad o consejo soberanos de Dios. Desde el momento en que el pecador crea de corazón en el Señor Jesucristo y le confiese con su boca, entra en la posesión de una vida nueva, y esta vida es Cristo, ha nacido ya de Dios, es hijo de Dios, es “hijo de la (mujer) libre” (Romanos 9:9; Colosenses 3:4; 1 Juan 3:1, 2; Gálatas 3:26; 4:31).
La vieja naturaleza no puede ser cambiada
La introducción de esta nueva naturaleza no cambia en lo más mínimo el carácter esencial de la vieja naturaleza. Esta sigue siendo lo que ha sido, sin mejorar en ningún sentido; más aun, su mal carácter se manifiesta plenamente en su oposición al elemento nuevo.
El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí
(Gálatas 5:17).
Helos ahí en toda su distinción y uno puesto de relieve por el otro!
Yo creo que esta doctrina de la existencia de dos naturalezas en el creyente es generalmente poco comprendida. Y mientras permanezca ignorada, el espíritu no puede menos que errar en el vacío, en orden a lo que concierne a la verdadera posición y a los privilegios del hijo de Dios. Unos creen que la regeneración es un cambio gradualmente operado en la vieja naturaleza hasta que el hombre haya quedado totalmente cambiado. Por varios pasajes de la Escritura es fácil probar que esta opinión es errónea. Así, por ejemplo, leemos: “Los designios de la carne son enemistad contra Dios” (Romanos8:7). Lo que es “enemistad contra Dios”, ¿será capaz de mejora? Continúa diciendo, pues, el apóstol: “porque (los designios de la carne) no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden”. Si no pueden someterse a la ley de Dios, ¿cómo pueden sufrir cambio alguno? Y en otra parte está escrito que “lo que es nacido de la carne, carne es” (Juan 3:6). Así se someta la carne al tratamiento que se quiera, lo cierto es que siempre seguirá siendo carne. “Aunque majes al necio en un mortero entre granos de trigo majados con el pisón, no se apartará de él su necedad”, dice Salomón (Proverbios 27:22). En vano se trabaja para transformar la locura en sabiduría; es preciso introducir la sabiduría de arriba en el corazón que hasta la fecha solo se ha dejado gobernar por la locura. Y luego leemos: “Habiéndoos despojado del viejo hombre” (Colosenses 3:9). El apóstol no dice: habiéndoos mejorado, o procuráis mejorar “el viejo hombre”, sino os habéis “despojado”, lo que es algo totalmente diferente. Hay tanta diferencia como la existente entre el acto de remendar un vestido y el de tirarlo por viejo en un rincón. En el pensamiento del apóstol se trata, en realidad, de despojarse de un vestido viejo y vestirse con uno nuevo. Se podrían multiplicar citas para probar que la teoría del mejoramiento gradual de la naturaleza vieja es falsa y errónea, para probar que está muerta en el pecado, que es absolutamente incorregible, y, además, que lo único que podemos hacer con ella es meterla debajo de los pies mediante el poder de la nueva vida que poseemos por la unión con nuestro Jefe resucitado, en los cielos, el Cristo.
El nacimiento de Isaac no mejoró a Ismael, sino que tan solo puso en evidencia su real oposición al hijo de la promesa. Pudo haber habido en Ismael una conducta pacífica y ordenada hasta la llegada de Isaac; pero entonces aquel se mostró tal cual era, mofándose del hijo de la resurrección y persiguiéndole. ¿Dónde estuvo el remedio para un mal tan grande? ¿Acaso en el mejoramiento de Ismael? No, de ningún modo; estuvo en lo demandado por Sara: “Echa a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de esta sierva no ha de heredar con Isaac mi hijo” (v. 8-10). He aquí el único remedio. “Lo torcido no se puede enderezar” (Eclesiastés 1:15), y, por consiguiente, es preciso deshacerse de lo torcido para dar lugar a lo que es divinamente derecho. Es trabajo perdido empeñarse en enderezar lo que está torcido. Todo esfuerzo por mejorar la naturaleza es inútil en lo que a Dios concierne. Los hombres pueden hallar ventaja en cultivar y mejorar lo que a ellos mismos les sea útil, pero Dios ha dado a sus hijos algo infinitamente mejor para hacer, a saber: cultivar lo que es Su propia creación y los frutos de esta creación; con tal de que jamás favorezcan la carne, serán del todo para alabanza y gloria de Dios.
El error de las iglesias de Galacia fue la introducción de aquello que apelaba a la naturaleza. “Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos” (Hechos 15:1). Así derribaban el glorioso edificio de la redención, el que descansa exclusivamente sobre lo que es Cristo y sobre lo que él ha hecho. Hacer depender la salvación, en la más mínima medida, de cualquier cosa que sea del hombre o de lo que pueda hacer el hombre, equivale a hacer nula la salvación. En otras palabras: es preciso despachar a Ismael y que las esperanzas de Abraham reposen sobre lo que Dios ha hecho y lo que ha dado en la persona de Isaac. Esta salvación, huelga decirlo, no deja al hombre nada que añadir, nada de lo que se pueda glorificar. Si la bienaventuranza presente o futura dependiese de algún cambio, aun divino, operado en la vieja naturaleza, en la carne, el «yo» del hombre se podría glorificar y Dios no tendría toda la gloria. Pero, al ser introducido en una nueva creación, veo que todo es de Dios: el designio, la obra y su acabamiento. Es Dios quien obra y yo le adoro; es él quien bendice y yo recibo la bendición; él es “el mayor”, yo “el menor” (Hebreos 7:7); él es el dador, yo el aceptador. He aquí lo que hace el cristianismo, lo que es, y lo que además le distingue de todos los sistemas religiosos de invención humana que existen debajo del sol: romanismo, protestantismo falseado y todo otro sistema. Las religiones humanas conceden siempre mayor o menor figuración a la criatura, guardando en su casa a la esclava y a su hijo, dejando al hombre algo de que gloriarse. El cristianismo puro, en cambio, excluye la vieja naturaleza al no dejarle parte alguna en la obra de la salvación: echa fuera a la sierva con su hijo y da toda la gloria al único al cual esta le pertenece.
La esclavitud de la ley en oposición con la libertad cristiana
Veamos ahora qué son realmente esta sierva y su hijo y qué es lo que simbolizan. El capítulo 4 de la epístola a los Gálatas nos lo dice claramente, y el lector hallará provecho si lo estudia con atención. La esclava representa el pacto de la ley, y su hijo a todos los que se prevalen de las obras de la ley o se apoyan sobre el principio de la ley. La esclava solo engendra para la esclavitud, y no puede dar a luz hombre libre alguno. La ley nunca ha podido dar libertad a nadie, porque ejerce autoridad sobre el hombre mientras viva (Romanos7:1). Entretanto que viva yo bajo el dominio de otro, cualquiera que sea, no soy libre; así es que, mientras viva bajo la ley, esta tiene dominio sobre mí, y solamente la muerte me puede librar de su dominio, como lo sabemos por la bendita enseñanza del capítulo 7 de la epístola a los Romanos: “Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios” (v. 4). He aquí la libertad, porque
Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres
(Juan 8:36).
“De manera, hermanos, que no somos hijos de la esclava, sino de la libre” (Gálatas 4:31).
Merced al poder de esta libertad estamos en condiciones de obedecer al mandamiento: “Echa a esta sierva y a su hijo” (v. 10). Si no sé que soy libre, procuraré conseguir la libertad por los medios acaso más extraños; en otras palabras, si conservo la esclava en casa haré esfuerzos por conseguir la vida tratando de guardar la ley, procurando así establecer mi propia justicia. Para rechazar este elemento de servidumbre, se necesitará sin duda una lucha, porque el legalismo es natural al corazón humano. “Este dicho pareció grave en gran manera a Abraham a causa de su hijo” (v. 11). No obstante, por penoso que fuese el acto de que hablamos, es conforme a la voluntad de Dios que nos mantengamos firmes en la libertad con que Cristo nos ha libertado, no permitiéndonos ser cautivados de nuevo bajo algún yugo de servidumbre (Gálatas 5:1).
Quiera Dios que entremos por experiencia viva en la plena posesión de las bendiciones que él nos ha legado en Cristo, a fin de que estemos definitivamente divorciados de la carne y de todo lo que pueda ser, obrar o producir el «yo». En Cristo hay tal plenitud que hace completamente superfluo e inútil todo recurso de la naturaleza humana.