Estudio sobre el libro del Génesis

Génesis 3

La caída

Esta porción de nuestro libro nos presenta la disolución de toda la escena que hemos venido contemplando. Está lleno de principios importantes que han sido naturalmente el tema fructífero, en todas las edades, para los que han deseado exponer la verdad en cuanto a la ruina del hombre y el remedio que Dios ha dado para su salvación. La serpiente entra con una pregunta atrevida acerca de la revelación divina, y así ha sido el modelo y el precursor de toda la familia de escépticos que han querido poner en duda la verdad. Todos estos han servido fielmente a la serpiente y han promovido su causa en el mundo por medio de preguntas vanas, las que realmente no deben ser contestadas sino con una firme contra-declaración acerca de la majestuosa autoridad de la Santa Escritura.

La serpiente introduce la duda sobre lo que Dios ha dicho

“¿Conque Dios os ha dicho: no comáis de todo árbol del huerto?” (v.1). La pregunta de Satanás es muy astuta, pero, si la palabra de Dios hubiera morado en abundancia en el corazón de Eva (Colosenses 3:16), su respuesta podría haber sido directa, sencilla y conclusiva. El mejor modo de hacer frente a las preguntas de Satanás es el de considerarlas maliciosas como él, y rechazarlas con una terminante negativa. Si las admitimos en el corazón, aunque sea por un momento, perdemos la única arma con que vencerlas. Notemos que el adversario no se presenta diciendo: «Yo soy el diablo, el enemigo de Dios, y he venido con el propósito de desvirtuar su autoridad y perderte». Eso no habría sido compatible con su carácter de serpiente; sin embargo, Eva debió haber advertido ese propósito al oír cómo él procuraba despertar en su mente una duda acerca del mandato de Dios. Si lo que Dios ha dicho lo recibo como cosa que puede ser discutida, cuando sé que Dios ha revelado claramente su voluntad en su Palabra, soy culpable de un acto de incredulidad. El hecho de admitir tal duda en la mente es una prueba de que no estoy capacitado para resistir su influencia malévola. En el caso de Eva, la forma de su respuesta es una evidencia de que ella ya había admitido la posibilidad de dar otra interpretación al mensaje divino. En lugar de repetir, al pie de la letra, la advertencia del Señor, ella agrega algo que revela la existencia de sus propios razonamientos sobre el asunto.

Cuando uno agrega algo a la Palabra de Dios, lo mismo que cuando quita algo de ella, da a entender que la Palabra divina no mora soberanamente en el corazón ni domina por completo la conciencia. Si el cristiano se complace en obedecer plenamente, si su alimento principal es hacer la voluntad divina, si vive diariamente de “toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4), seguramente procurará conocer y estudiar con todo esmero esa Palabra en su forma escrita. No le sería posible descuidarla ni olvidarla. El Señor Jesús, en su conflicto con Satanás, se valió de la Palabra tal como la halló escrita, porque era su costumbre alimentarse de ella y apreciarla como de más valor que su pan diario. No la citó a medias, ni la torció en su aplicación. Eva obra de otra manera. Agrega algo a lo que Dios ha dicho. El mandato era bastante sencillo: de tal árbol “no comeréis”. Eva agrega: “Ni le tocaréis”, para que no muráis. Estas son palabras de Eva y no de Dios. Él no había dicho nada respecto a tocar el árbol. No sabemos si ella torció el mandamiento porque ignoraba su importancia, porque le era indiferente, o porque le parecía injusto lo que Dios exigía, o si todos estos motivos obraban en ella. Pero es fácil ver que Eva se había apartado de una posición segura, basada en la confianza y la sumisión absoluta que merecía la Palabra divina.

Por la palabra de tus labios yo me he guardado de

las sendas de los violentos
 (Salmo 17:4).

El valor de la Palabra de Dios

No hay otra cosa que nos llame más la atención que la Escritura nos señala que ella es digna de la más profunda reverencia y de la obediencia más exacta. Debemos obedecer la Palabra de Dios simplemente porque es su Palabra. Dudar de ella, pese a saber que es el medio por el cual Dios nos habla, es lo mismo que blasfemar su nombre. Nosotros somos criaturas de su mano y él es el Creador. ¿Quién, mejor que él, tiene derecho a demandar obediencia? El escéptico puede decir, si quiere, que prestamos una obediencia ciega cuando no dudamos ni preguntamos, pero nosotros llamamos a eso obediencia inteligente, por cuanto se funda en un conocimiento seguro de que es la Palabra de Dios. Si no tuviéramos esa Palabra, andaríamos en medio de la oscuridad más densa, porque no hay ningún rayo de luz en nuestro corazón ni en el mundo que nos rodea que no emane directamente de esa Palabra pura y eterna. Lo más importante es preguntarnos: ¿Ha hablado Dios? Entonces la obediencia sin reservas se convierte en el acto de la más elevada categoría de que sea capaz la inteligencia, pues cuando el alma percibe que está en contacto con Dios no puede reconocer autoridad más elevada. En la esfera de las relaciones entre Dios y el hombre, ningún hombre o ningún cuerpo de hombres podrá legítimamente arrogarse una autoridad para imponer obediencia a sus decretos alegando como razón la eminencia de su índole personal. Por esta razón tenemos que rechazar las pretensiones de la iglesia de Roma por arrogantes e impías. Al demandar ella una obediencia a su autoridad, usurpa la prerrogativa de Dios, y todos los que le rinden lealtad, se la quitan a Aquel a quien en realidad le pertenece. La iglesia de Roma pretende tomar el lugar de Dios en la conciencia, y eso es blasfemia imperdonable. Cuando Dios habla, no le resta al hombre más que obedecer. ¡Dichoso si lo hace!, pues la incredulidad se esconde detrás de la duda con respecto al carácter de la Biblia como Palabra divina. La superstición se vale de la ignorancia acerca de la autoridad que se atribuye el hombre para esclavizar la conciencia. Las dos procuran quitar de la Palabra divina su derecho a servir al hombre como antorcha segura para dirigirle en el sendero de la obediencia.

Como hemos visto, la bendición de Dios acompaña a todo acto de obediencia. Por otra parte, vemos cómo el alma que vacila en su lealtad a Dios le da ventaja a su enemigo, quien la usará seguramente para hacer que el alma se separe cada vez más de Dios. Por eso es que Satanás, después de sembrar la duda en la mente de Eva con la pregunta: “¿Conque Dios os ha dicho…?”, declara abiertamente: “No moriréis” (v. 4). Su primer punto de ataque fue plantear una cuestión que podría discutirse en cuanto a lo que Dios había dicho, o acaso si en verdad había dicho algo o no. El segundo punto es la abierta negación que hace a Dios mentiroso. Esta historia de la astuta táctica de Satanás nos prueba cuán peligroso es admitir en el corazón una duda en cuanto al carácter de la revelación divina o acerca de la plenitud o integridad de su inspiración. El racionalismo1  actual es un refinamiento de la indisculpable incredulidad del ateísmo, pero es igualmente peligroso, aunque parezca estar lejos de negar la existencia de Dios. Eva no habría admitido, sin protestar, semejante insulto hacia su Dios si no hubiera caído antes en cierta indiferencia y descuido en cuanto a su Palabra. Ella permitió que una criatura pusiese en tela de juicio la palabra de su Creador. La autoridad de esa palabra seguramente había visto menguado de alguna manera su poder sobre su conciencia y su entendimiento.

  • 1N. del Ed.: Doctrina que pretende aceptar de la revelación divina sólo lo que comprende la razón humana.

La plena inspiración de las Escrituras

Este caso sirve de solemne advertencia a todos los que se exponen al peligro del racionalismo impío de nuestros tiempos. La única protección adecuada contra él es una fe inamovible en la inspiración plena y la autoridad suprema de TODA ESCRITURA. El alma que se refugia detrás de este baluarte tiene una respuesta para toda clase de objeción, sea que provenga de Roma o del racionalismo de Alemania1 . “Nada hay nuevo debajo del sol” (Eclesiastés 1:9). El mismo mal que ahora corrompe las fuentes de las ideas religiosas en Inglaterra y en otros países protestantes es el mismo que derribó la fe de Eva en el huerto de Edén. El primer paso en su curso vertiginoso hacia el pecado fue la admisión de la duda encerrada en la pregunta: “¿Conque Dios os ha dicho…?” (cap. 3:1). De aquí siguió adelante gradualmente hasta que llegó a postrarse ante la serpiente y a reconocerla como su dios y como la fuente de toda verdad. Sí, lector, la serpiente toma el lugar de Dios y la mentira de la serpiente el lugar de la verdad divina. Así sucedió con el primer hombre y así ha sucedido siempre con toda su posteridad. La Palabra de Dios no halla cabida en el corazón no regenerado porque la ha sustituido la mentira de Satanás. Si examinamos todos sus escondrijos descubriremos que muy bien caben allí las especies de Satanás, pero no cabe la verdad de Dios. He aquí el solemne significado de la advertencia de Jesús cuando dice a Nicodemo:

Os es necesario nacer de nuevo
 (Juan 3:7).

Ahora debemos considerar la mentira de la serpiente y los medios que esta empleó para hacer vacilar la confianza de Eva en la verdad de Dios y para ponerla bajo el poder de la «razón» incrédula. Satanás procuró destruir la confianza de Eva en lo que Dios había dicho, haciéndole creer que Él no obraba con amor. Dijo: “Sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (v. 5). En otras palabras: «Hay una verdadera ventaja positiva para los que coman de este árbol, de la cual Dios os desea privar con sus amenazas. No debéis aceptar, pues, su testimonio, puesto que no es posible tener confianza en uno que no os ama, porque si os amara, ¿por qué prohíbe que gocéis de un privilegio positivo?».

La defensa que habría resistido la influencia de todo este raciocinio falso habría sido un firme reposo en la infinita bondad de Dios. Eva debió haber dicho a la serpiente: «Tengo toda confianza en la bondad de Dios y, por lo tanto, creo imposible que él me haya privado de algún bien. Si el fruto del árbol me fuera de provecho, Dios me lo daría. El hecho de que nos haya vedado el uso de ese fruto es la mejor evidencia de que, en lugar de mejorar, empeoraríamos nuestra condición al comer de ese fruto. No puedo dudar del amor de Dios y estoy persuadida de que ese amor no se esconde detrás de mentiras. Antes, tengo que creer que tú eres el falso, puesto que piensas desviarme de la fuente de toda bondad y verdad. ¡Véte lejos de mí, adversario mentiroso!». Esta habría sido una respuesta noble. Pero no fue dada. Cuando Eva perdió su confianza en la verdad y el amor, todo se había perdido. Así vemos que, como la mentira de Satanás usurpó el lugar de la verdad de Dios, ya no hay lugar para su amor. El corazón en su estado natural es extraño tanto al uno como a la otra, hasta que haya sido renovado por el poder del Espíritu Santo.

  • 1N. del Ed.: Es decir del protestantismo sin vida.

Conocer a Dios

Será interesante pasar de este estudio de la mentira de Satanás en cuanto a la verdad y el amor de Dios a la misión de nuestro Señor Jesucristo, quien vino del seno del Padre a fin de revelarnos lo que él es en verdad. “La gracia y la verdad” –las mismas cosas que el hombre perdió en Edén al caer en el pecado– “vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17). La verdad revela a Dios tal como él es, pero esta verdad se revela en unión con la gracia perfecta, y así el pecador descubre, con gran gozo, que esta revelación, en lugar de amenazarle con destrucción, es la base para una “eterna salvación”.

Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado
 (Juan 17:3).

Es imposible conocer a Dios sin tener la vida. La pérdida del conocimiento de Dios determinaba la muerte, pero el conocimiento de él es vida. Según esta interpretación, la vida eterna nos es algo enteramente exterior y dependiente solo de Dios y de lo que él es. No importa que uno se conozca a sí mismo muy bien; eso no será la vida eterna. La Palabra no dice: «Esta es la vida eterna, que nos conozcamos a nosotros mismos». Es cierto que el conocimiento de Dios ayuda mucho a conocernos a nosotros mismos, pero la vida eterna depende de lo primero y no de lo segundo. Conocer a Dios, tal como él es, es la vida, y “los que no conocieron a Dios… sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor” (2 Tesalonicenses 1:8-9).

Es muy importante comprender que aquello que determina el carácter y la condición futura de cualquier hombre es el conocimiento que tenga de Dios o su ignorancia acerca de Él. Esto es lo que marca su carácter aquí y fija su destino en el mundo venidero. ¿Es el hombre malo en sus pensamientos, malo en sus palabras, malo en sus actos? Son los frutos de su ignorancia respecto de Dios. Por otra parte, si el hombre tiene pensamientos puros, practica una conversación piadosa y está lleno de gracia en sus actos, se sabe que todo esto es el resultado práctico del conocimiento que él tiene de Dios. Lo mismo pasa en cuanto a su porvenir. El hecho de conocer a Dios es un fundamento sólido de una dicha sin fin en su presencia gloriosa; ignorarle es abrir la puerta para la perdición eterna. Todo depende del conocimiento que tengamos de Dios. Vivifica el alma, purifica el corazón, tranquiliza la conciencia, eleva los afectos y santifica enteramente el carácter y la conducta.

No es de extrañar, pues, que el propósito principal de Satanás fuera privar al hombre de su conocimiento del verdadero Dios. Procuró trocar su imagen representándole como carente de bondad. De aquí nació todo el mal. El pecado puede manifestarse de mil formas y, como quiera que llegue o cualquiera sea el nombre o el disfraz bajo el que se esconda, emana siempre de la misma fuente: la falta de conocimiento acerca de Dios y de Su verdadero carácter. El hombre educado que se jacta de su elevada moralidad, el filántropo más benévolo y el ascético más devoto, si carecen de este conocimiento salvador de Dios, estarán tan lejos de la vida y de la santidad verdadera como la ramera y el publicano. El hijo extraviado había pecado tan abiertamente contra su padre y había perdido la comunión con él tanto en el momento en que cruzó el umbral de la puerta para partir del hogar como cuando se hallaba apacentando los cerdos en el país lejano (Lucas 15:13-15). Lo mismo sucedió con Eva: en el momento en que se desprendió de las manos de Dios y se separó de su posición de dependencia absoluta y de sumisión a su Palabra, se entregó al dominio de Satanás y se prestó a su manejo para perdición de la raza humana.

Deseos de la carne, deseos de los ojos y vanagloria

El versículo 6 nos enumera tres tentaciones: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida (1 Juan 2:16). Ellas abarcan todo cuanto hay en el mundo. Estas cosas se presentan tan pronto como Dios se retira del corazón. Si no permanezco en la feliz seguridad del amor y de la verdad de Dios, conociendo su gracia y gozando de su amor y fidelidad, me entrego al gobierno de una o todas aquellas fuerzas destructoras de la vida. Y todas estas son diferentes aspectos del mismo dominio de Satanás. No existe en verdad el libre albedrío del hombre. Si este piensa ser su propio amo, rompe unos vínculos para ponerse bajo el poder de Satanás, a no ser que haya aprendido a entregarse por completo a Dios y a su dirección infinitamente sabia.

Estas, pues, son las tres grandes agencias por medio de las cuales trabaja Satanás: “los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida” (1 Juan 2:16). Por medio de estas cosas el diablo procuró la derrota del Segundo Hombre Jesús en la tentación. Comenzó con la invitación a que se separara de la dependencia absoluta que debía a Dios diciéndole: “Dí a esta piedra que se convierta en pan” (Lucas 4:3). Esto lo pidió, no para que se elevara por encima de lo que era (como el primer hombre quiso hacerlo) sino para que probara la realidad de su naturaleza divina. Luego siguió con el ofrecimiento de todos los reinos del mundo y su gloria. Finalmente le condujo al pináculo del templo, donde le insinuó que se echara abajo repentina y maravillosamente, para admiración de toda la multitud congregada en el templo (Lucas 4:1-13). El objeto de cada una de estas tentaciones era persuadir al Hijo del hombre a que se separara de su actitud de dependencia y de sumisión absoluta a la voluntad de Dios. Todo era en vano. Escrito está fue el arma con la cual este Hombre consagrado se defendió de cada ataque, demostrando que la esencia de su victoria consistía en que se había anonadado a sí mismo. Otros, menos sabios, han pensado en escoger y dirigir sus propios destinos. Cristo entregó su vida, con todos sus destinos, en manos de su Padre.

¡Cuán útil es este ejemplo para los fieles en cualquier circunstancia! Jesús no se apartó de las Escrituras, y en esto consistió el secreto de su triunfo. Sin otra arma que esta misma espada del Espíritu, se puso firme en la lucha y obtuvo la victoria. ¡Pobre Adán! ¡Qué contraste nos ofrece! Todo obraba a su favor, mientras que Cristo halló todo en su contra. Los deleites del huerto, que no dejaban nada que desear, ayudaban a Adán a resistir. Las privaciones del desierto deberían haber obligado al Señor Jesucristo a ceder. El primero lloró después de una derrota que trajo una larga cadena de tristes consecuencias; el Otro “llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres” (Efesios 4:8). ¡Bendito sea el Dios de toda gracia porque puso nuestra causa en manos de Uno tan poderoso para vencer, tan poderoso para salvar!

La conciencia

Preguntémonos a continuación cuáles eran las ventajas que Adán y Eva pensaban recibir de su desobediencia. Esta pregunta nos conduce a un estudio de un punto muy importante en conexión con su caída. Dios había dispuesto que, con su caída en la desobediencia, al hombre se le despertara la conciencia, es decir, que tuviera un conocimiento del bien y del mal. Evidentemente, el hombre no tenía ese conocimiento con anterioridad. No pudo saber nada del mal porque no existía. Vivía en un estado de inocencia porque ignoraba la naturaleza del mal. Al hacer el mal, las conciencias de Adán y Eva se despertaron y su primer fruto fue que el hombre se llenara de temor. La conciencia nos hace cobardes. Satanás había engañado por completo a la mujer. Le había dicho: “Serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (cap. 3:5). Pero había suprimido una parte esencial de la verdad: que conocerían el bien sin poderlo hacer y conocerían el mal sin poderlo evitar. Este esfuerzo para mejorar su condición en el sentido moral les hundió en un abismo. Se hicieron esclavos de Satanás, humillados, impotentes y espantados. Sus ojos fueron abiertos, sin duda, pero para contemplar una situación lastimosa: descubrieron que estaban desnudos. Supieron que en su nuevo estado eran desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos (Apocalipsis 3:17). ¡Qué triste fruto del árbol de la ciencia! ¡Si hubiera sido algún nuevo conocimiento de la excelencia de Dios, alguna nueva luz sobre la maravilla de su bondad para con ellos! ¡Ay, nada de esto! La primera revelación que tuvieron acerca de su nueva condición fue esta amarga verdad: estaban desnudos.

Es bueno comprender esto y ver también a través de este caso el modo de operar de la conciencia, la que primeramente nos convierte en cobardes porque nos revela nuestro estado actual. Muchos están en un error sobre este punto: creen que la conciencia sirve para traernos a Dios. Pero ¿obró así en el caso de Adán y Eva? Seguramente que no. Ni lo hará tampoco en ningún caso mientras el pecado exista en el corazón. No, no obra ni puede obrar así. El conocimiento de lo que yo soy ¿puede traerme a Dios si no va acompañado del consolador conocimiento de lo que Dios es? ¡Imposible! No causará sino vergüenza, descontento con uno mismo, remordimiento, angustia. Podría impulsarle a uno a procurar de alguna manera poner remedio a su condición vergonzosa, pero todos esos esfuerzos, en lugar de ser algo capaz de acercarle a Dios, más bien son hojarasca, usada para ocultarle de nuestra vista. Así pasó con Adán y Eva. El descubrimiento de su desnudez les impulsó, no a buscar a Dios, sino a cubrir su vergüenza. “Cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales” (v. 7). Adán fue el primero en entrar en el largo sendero de la justificación de sí mismo, y un estudio atento de su fracaso nos proporciona mucha instrucción en cuanto al carácter de muchas de las religiones que han estado de moda en diferentes épocas de la Historia. En primer lugar, vemos en este caso, como en todos los demás, que el motivo que impulsa al hombre a procurar un remedio para su condición es el reconocimiento de su desnudez. Pero esa desnudez es el fruto de una condición moral en la que todos los esfuerzos para justificarse son inútiles. Al final uno tiene que presentarse ante Dios con toda la vergüenza de su triste condición y confesarle su absoluta ineptitud para hacer el bien. Nada de lo que hace tiene valor. Es necesario saber y sentir que se está revestido antes de poder hacer aquello que agrada a Dios.

En esto estriba la diferencia entre el verdadero cristianismo y las religiones que los hombres inventan. En aquel, todo procede del cambio efectuado en su naturaleza moral, en tanto que en las otras se comienza con la desnudez del hombre. El primero comienza donde las otras procuran terminar. Todo cuanto hace el cristiano como tal emana del hecho de que ha sido revestido, perfectamente cubierto. Todo lo que los otros «religionistas» hacen tiene por fin principal cubrir o disfrazar su desnudez. La diferencia es radical. Mientras más investigamos las bases de cualquiera religión humana, más claramente sobresale este punto y se demuestra la insuficiencia de ellas para mejorar el estado moral del hombre y aun de tranquilizar su conciencia. Servirán por algún tiempo como sustituto de la verdadera religión; servirán bien mientras puedan ser olvidados –o contemplados desde lejos– la muerte, el juicio y la ira de Dios; pero, cuando el hombre se encuentra cara a cara con estas terribles realidades, descubre, para su pesar, que la “cama será corta para poder estirarse, y la manta estrecha para envolverse” (Isaías 28:20) y que está procurando cubrirse con algún “trapo de inmundicia” (Isaías 64:6).

La desnudez del hombre ante Dios

En el momento en que Adán oyó la voz de Dios en Edén tuvo miedo porque, como él mismo lo confesó, “estaba desnudo” (cap. 3:10), y eso a pesar de haberse cubierto con el delantal de hojas. Es claro que ese abrigo no resultaba satisfactorio para su conciencia. Si se hubiera puesto un ropaje de hechura divina no habría tenido miedo. “Si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios” (1Juan 3:20-21). Ahora bien; si la conciencia humana no queda satisfecha con los esfuerzos artificiales de las religiones falsas, ¡cuánto menos ellos han de agradar a un Dios santísimo! El delantal de Adán no lo ocultó del ojo escudriñador de Dios, y, como no pudo estar en pie delante de él en su estado vergonzoso, huyó y procuró esconderse en el huerto. Así obra siempre la conciencia una vez despierta. Hace que el hombre huya de Dios y crea hallar un escondrijo seguro entre las marañas de una religión falsa, donde piensa que la vista de Aquel no penetra. Así se provee de una defensa miserable por un corto tiempo, pero tarde o temprano tendrá que presentarse ante Dios y, si no tiene otra protección que el conocimiento de su propia insuficiencia, no será librado del temor. Sí, tendrá que sentirse miserable, y solo le faltará gustar de los terrores del infierno para llegar al colmo de su miseria.

Si Adán hubiera conocido el perfecto amor de Dios no habría tenido miedo.

En el amor no hay temor
 (1 Juan 4:17-18).

Pero Adán no entendió esto porque había creído la mentira de la serpiente. Se dejó persuadir de que Dios era cualquier otra cosa menos amor y, por lo tanto, pensó en todo menos en buscar la presencia divina. No lo pudo hacer porque había pecado y sentía en su conciencia que Dios y el pecado no pueden conciliarse. Mientras existía el pecado como opresor de la conciencia, era imposible salvar el abismo de separación que le apartaba de Dios (Habacuc 1:13). La santidad y el pecado no tienen nada en común. El pecado, dondequiera que se halle, despierta la hostilidad y la ira de Dios.

Empero –¡bendito sea Dios!– hay algo que considerar además de lo que yo soy, y es la revelación de lo que Dios es, tal como se reveló después de la caída del hombre. Dios no hizo una plena revelación de sí mismo en la creación. En ella manifestó su eterno poder y deidad (Romanos 1:20), pero entonces no declaró todos los profundos secretos de su naturaleza y carácter, y, por lo tanto, se ve aquí el gran error que cometió Satanás cuando quiso vengarse de Dios perturbando su creación. Llegó a ser un instrumento para labrar su propia derrota y para traer confusión y ruina sobre su propia cabeza. La mentira de Satanás abrió la puerta para que se desplegara toda la verdad de Dios. Las obras de la creación nunca podrían haber demostrado esa verdad en cuanto a él, puesto que en él se halla infinitamente más que el poder y la sabiduría. Es el Dios de amor, de merced, de santidad, de justicia, de bondad, de ternura y de paciencia. ¿En qué esfera podrían desplegarse estos atributos sino en un mundo de míseros pecadores?

Dios busca al hombre

En el principio, Dios se dio a conocer en su obra de creación, mas cuando se entremetió la serpiente para manchar esa creación, Dios se reveló como Salvador. Esto se declara con toda sencillez en las primeras palabras que Dios dirige a Adán después de su caída. Y llamó Jehová Dios a Adán y le dijo: “¿Dónde estás tú?” (cap. 3:9). La pregunta demuestra dos cosas: primeramente, que el hombre se había perdido, y luego, que Dios había decidido buscarle. Demostró el pecado del hombre y, al mismo tiempo, la gracia divina. “¿Dónde estás tú?”. ¡Qué fidelidad y qué compasión! Fidelidad en el hecho de que Dios, por medio de esta pregunta, indica cuál era el estado del hombre; y compasión, porque al mismo tiempo revela, por medio de esta misma pregunta, la verdadera actitud y ánimo de Dios para con el hombre caído. El hombre se había perdido, pero Dios había bajado a buscarle para sacarle de ese escondite entre los árboles del jardín, a fin de que en la confianza gozosa de una nueva fe pudiera hallar otro refugio más seguro en Dios mismo. Esta es la gracia. Crear al hombre del polvo era una cuestión de poder; buscar al hombre en su estado de perdición y salvarlo era una obra de gracia. Aquí tenemos una maravilla: Dios buscando al pecador. ¿Qué puede haber visto el bienaventurado Dios en el hombre que le indujo a buscarlo? Lo mismo que vio el pastor en la oveja perdida, o lo que sintió la mujer cuando buscaba la dracma perdida, o lo que el padre vio en su hijo pródigo y extraviado (Lucas 15). El pecador tiene valor a los ojos de Dios, pero en qué consiste ese valor, solo la eternidad podrá revelarlo.

¿Cuál fue la respuesta del pecador a esta búsqueda fiel y compasiva del Dios bendito? ¡Ay! la respuesta solo sirve para revelar lo hondo del abismo en que el hombre había caído. “Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí. Y Dios le dijo: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comieses? Y el hombre respondió: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí” (cap. 3:10-12). Aquí le hallamos echando la culpa de su vergonzosa caída a las circunstancias en que Dios le había puesto, como si Dios mismo tuviera la culpa por haberle rodeado de ellas. Así ha hecho siempre el hombre no regenerado. A todo y a todos culpa, menos a sí mismo. Mas el hombre verdaderamente arrepentido manifiesta un espíritu muy contrario a ese: “Contra ti, contra ti solo he pecado” (Salmo 51:4), es el lamento del alma contrita. Si Adán se hubiera conocido bien, ¡cuán diferente habría sido su modo de responder! Pero no conoció a Dios ni a sí mismo y, por lo tanto, echa la culpa, no sobre sí mismo, sino sobre Dios.

Esta, pues, es la terrible situación en la que se halla el hombre. Había perdido todo: su dominio, su dignidad, su felicidad, su inocencia, su pureza y su paz. Todo se le había ido, y lo peor era que quiso hacer que Dios tuviese la culpa. ¡Allí está, un pecador perdido, arruinado y culpable y, sin embargo, lleno de excusas e injusto en su fingida defensa!

El hombre no solamente acusa a Dios de su caída, sino que también le reprocha el hecho de dejarlo en tal estado. Hay gentes que dicen que no pueden creer, a menos que Dios les dé la capacidad de creer; y además que, a menos de ser objeto de los eternos designios de Dios, no pueden ser salvados.

Ahora bien; es cierto que nadie puede creer el Evangelio si no es por medio del poder del Espíritu Santo; y es igualmente verdad que los que así piensan son bienaventurados objetos de los eternos consejos de Dios. Pero ¿esto excluye la responsabilidad del hombre en cuanto a creer el testimonio claro y simple que la Escritura pone ante él? No, seguramente; al contrario, todo manifiesta la maldad del corazón del hombre que lo lleva a rechazar el testimonio de Dios –claramente revelado– y a pretextar, como motivo de ese rechazo del decreto de Dios, que este es un profundo secreto, conocido solo por Dios. Pero esta excusa no aprovechará a nadie, pues está escrito que aquellos que no “obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo… sufrirán pena de eterna perdición” (2 Tesalonicenses 1:8-9).

Los hombres son responsables de creer el Evangelio, y serán castigados por no haberlo creído. No son responsables de conocer lo que, en los consejos de Dios, no ha sido revelado. El apóstol podía decir a los tesalonicenses en la carta que les dirigía: “Conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección”. ¿Cómo lo sabía él? ¿Porque había podido leer las páginas del secreto de Dios y de sus designios eternos? De ninguna manera; sino porque “nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder” (1 Tesalonicenses 1:4-5). He aquí lo que hace conocer a los elegidos; el Evangelio venido con poder es la prueba notoria de la elección de Dios.

Aquellos que toman los consejos de Dios como pretexto para rechazar el testimonio de Dios, no buscan en el fondo más que una miserable excusa para continuar viviendo en el pecado. De hecho, no se preocupan por Dios; mostrarían más rectitud declarándolo francamente que aduciendo este pretexto.

En vista de todo esto, Dios comenzó a revelar sus propósitos de amor y gracia salvadores, y en la acabada obra de Dios el hombre halla al fin la base para la paz y la bienaventuranza. Mientras el hombre no llegue al último de sus propios esfuerzos no puede Dios obrar en la revelación de su plan para salvarle. Es necesario que se limpie el terreno de todos los estorbos que constituyen estas inútiles tentativas humanas, de todas las jactancias y presunciones de los hombres y de todos sus blasfemos razonamientos antes de que Dios se manifieste en la operación de su Espíritu. Así fue que, bajo estas condiciones adversas, mientras el hombre se escondía entre los árboles del huerto, Dios puso en operación todo ese plan maravilloso de la redención apelando a la Simiente herida de la mujer. Aprendamos, pues, esta verdad tan vital para la conciencia: ningún medio humano tiene valor para abrirnos la puerta por la que podamos pasar con confianza y paso firme a la presencia de Dios.

He dicho ya que la conciencia no tiene el poder necesario para traer al hombre a la presencia de Dios. La conciencia de Adán le hizo esconderse entre los árboles del huerto. La revelación del amor de Dios lo hizo salir y buscar su presencia. La conciencia íntima de su estado de desgracia le llenó de terror; el conocimiento de los propósitos de Dios le tranquilizó. Este es el único consuelo que puede traer paz a un corazón cargado de pecados. La comprensión desconcertante de lo que yo soy halla su respuesta de paz en la hermosa revelación de lo que Dios es, y esta es la salvación.

La revelación de la gracia de Dios

Hay dos lugares en los que Dios y el hombre tienen que hallarse cara a cara. Uno de estos lugares se encuentra en el terreno de la gracia y el otro en el del juicio, y en ese encuentro se revela claramente el carácter moral de ambos. ¡Felices aquellos que lleguen a ese punto en el terreno de la gracia! ¡Ay de aquellos que tengan que venir a ese encuentro bajo las negras sombras del día de juicio! Dios nos juzga tal como somos, pero su modo de proceder obedece a la ley de su propio carácter inmutable. En la obra de la cruz veo a Dios descender, por su gracia, no solamente hasta el nivel de la humanidad sino hasta el abismo de su estado de perdición, y es esta visión de su gracia la que inspira paz. Si Dios viene a mi encuentro en el lugar de mi desgracia y necesidad, y allí provee, él mismo, un remedio adecuado para mi mal, seguramente no me queda más que hacer sino aceptar su obra de gracia hecha a mi favor. Empero para todos los que no ven en la cruz ninguna manifestación de Dios ni creen en los propósitos de su gracia, queda otra clase de encuentro con él que tendrá irremisiblemente que experimentar los fallos de su juicio justo, en el que él se revelará como Dios santo, y ellos serán revelados también a la luz de la verdad, la que no deja nada encubierto.

Tan luego como el hombre tiene conocimiento de su verdadero estado, es víctima de un desasosiego eterno que puede dar lugar al descanso solo cuando el alma halla a Dios por medio de su revelación de amor en la cruz y se echa en sus brazos para conseguir perdón. Dios es en verdad el refugio y el consuelo de toda alma creyente. Las obras humanas y todo esfuerzo hecho para obtener una justificación propia quedan así excluidos. Podemos afirmar, sin hacer reserva alguna, que todos aquellos que buscan su descanso espiritual en estos sustitutos ilegales ignoran todavía la verdad acerca de su condición actual. Es imposible que una conciencia, una vez despertada por las acusaciones del Espíritu, se conforme con algo menos que el sacrificio perfecto que el Hijo de Dios le ofrece. Cualquier esfuerzo que tenga por objeto establecer la justicia del hombre nace de una ignorancia completa acerca del carácter de la justicia divina. El testimonio divino con respecto a la simiente de la mujer tenía que probar a Adán lo inútil e inservible que era el delantal de hojas. La grandeza del plan de Dios es la mejor evidencia de que ningún esfuerzo humano valdría para efectuar una cosa semejante. Era necesario que el pecado fuese deshecho. ¿Lo pudo hacer el hombre? Ahora no, porque él acababa de abrirle la puerta. Era necesario que la cabeza de la serpiente fuese herida. ¿Lo pudo hacer el hombre? No, porque acababa de hacerse esclavo de la serpiente. Era necesario que las demandas de la justicia divina fueran satisfechas. ¿Lo pudo hacer el hombre? No, porque acababa de pisotearlas sin excusa. Era necesario que la muerte fuera abolida. ¿Lo pudo hacer el hombre? Su desobediencia acababa de entronizarla y darle un aguijón con que azotar al hombre continuamente.

Así vemos que, desde cualquier lado que estudiemos la situación, no hallamos nada a favor del hombre; solo comprobamos que está enteramente sin recursos e impotente y, al mismo tiempo, y como consecuencia natural de ello, vemos también la insensatez y presunción de todo esfuerzo humano que procure ayudar a Dios en su estupenda obra de la redención. Entendámoslo bien: el único camino de la salvación es la gracia y la fe en Dios, quien lo hace todo.

Cristo, la simiente de la mujer

Sin embargo, aunque Adán comprendió por la gracia de Dios que nada de lo que él hiciera valdría para lograr la milésima parte de lo que se debía hacer, Dios quiso efectuar la salvación del hombre, en forma completa, por medio de la simiente de la mujer. Vemos en esta historia que Dios resuelve obrar independientemente del hombre. Entra en disputa directamente con la serpiente y, aunque no deja al hombre sin castigo, sino que le obliga a llevar la carga de su desobediencia y a segar como individuo el fruto amargo de su pecado, a la serpiente le pide cuenta, y le dice: “Por cuanto esto hiciste” (v. 14) serás castigada. La serpiente fue el origen de la ruina; la simiente de la mujer había de ser la fuente de la redención. Esto lo oyó Adán y lo creyó, y, conforme a la confianza de su nueva creencia, llamó a Eva “madre de todos los vivientes” (v. 20). Este fue el primer precioso fruto de la revelación divina. Si hubiera considerado la perspectiva que se abría en la tierra maldita a causa del pecado, bien podría haberla llamado «madre de los moribundos», mas, teniendo fe en la Palabra de Dios, ella llegó a ser “madre de los vivientes”. Otra mujer después llamó a su hijo “Benoni” (el hijo de mi dolor), empero su padre le llamó Benjamín (hijo de mi diestra) (Génesis 35:18).

Debemos entender que en la terrible lucha que Adán tuvo que librar, su fe en esta promesa le sostuvo constantemente. Dios le manifestó su misericordia permitiéndole que presenciara la condenación de la serpiente antes de oír el fallo contra él mismo. De otra manera no podría haber soportado su desesperación. Nos desesperamos cuando estamos obligados a contemplarnos a nosotros mismos sin que se nos permita a la vez mirar a Dios y conocerle tal como se ha revelado en la cruz para nuestra salvación. Ningún hijo de Adán podría comprender toda la realidad de su estado de perdición sin sentirse abrumado, a menos que quedara a su alcance el refugio de la cruz. De ahí que en aquel sitio al cual serán finalmente confinados todos los que rechazan a Cristo no habrá lugar para la esperanza. En esa región se les abrirán los ojos para contemplar la realidad de su estado pecaminoso y la fealdad de sus actos, pero entonces no les será posible hallar refugio y descanso en Dios. El carácter inmutable de Dios les envolverá en la perdición inevitable, así como ese mismo carácter ahora puede ser causa de la salvación eterna. La santidad de Dios se opondrá eternamente a ellos en aquel entonces, como se ofrece ahora cual segura base de regocijo para los que creen en él. Mientras más comprenda yo la santidad de Dios, más seguro debo estar de la eficacia de su remedio para mi pecado. Pero, en el caso de los perdidos, esa misma santidad será la razón inequívoca de su condenación. ¡Qué pensamiento tan solemne! ¡Ojalá todos lo meditemos!

Las túnicas de pieles

Consideraremos ahora brevemente la verdad presentada en el pasaje que dice:

Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió (v. 21).

Aquí tenemos tipificada la gran doctrina de la justicia divina. La ropa que Dios proveyó ofrecía un abrigo amplio, porque él mismo lo había hecho; el delantal de Adán no le servía, precisamente porque él mismo lo había confeccionado y se lo había puesto. Además, la ropa que Dios le dio resultó del derramamiento de sangre. No así el delantal de hojas. De igual manera, la justicia de Dios se manifiesta en la cruz, mientras que la pretendida justicia del hombre se manifiesta en las obras imperfectas y pecaminosas de sus propias manos. Al estar vestido con la ropa de piel, no le era posible decir: “Estoy desnudo”, ni había necesidad de esconderse. El pecador puede estar en paz si por la fe puede decir que Dios lo ha vestido. Contentarse de otro modo sin conocer por la experiencia personal esa obra divina, sería la presunción de la ignorancia. Tan luego como yo reconozca que el vestido con que he de presentarme delante de Dios es uno que él mismo preparó y me dio, puedo gozar de paz. Es inútil pensar en otro descanso, cualquiera sea su origen.

El inalcanzable árbol de la vida

Los últimos versículos de este capítulo están muy llenos de enseñanzas preciosas. El hombre caído tiene que ser privado del fruto del árbol de la vida, porque si de él comiera, sufriría miserias interminables. La prolongación de la vida física en la tierra por comer del árbol de la vida, sin poder escapar de las condiciones actuales que el pecado ha producido en nosotros, sería una maldición y no una bendición. El árbol de la vida puede ser gustado solo en la vida de resurrección; vivir para siempre en el débil tabernáculo de la carne, preso en un cuerpo corrompido por la maldad, sería un castigo demasiado grande para ser soportado. “Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida” (v. 24). Le echó de Edén al mundo de cardos y espinas, donde se veían todos los lamentables resultados de la caída. Los querubines y la espada encendida se interpusieron para impedir que el hombre extendiese la mano y tomase del árbol de la vida. Empero, la promesa divina servía de rótulo para indicar el camino que llevaría a Cristo, la simiente de la mujer, hacia la cruz y la resurrección, cuya obra abriría paso hasta aquel paraíso en el cual el hombre estará libre del poder del pecado y de la muerte.

Así sucedió, pues, que Adán fue un hombre más feliz y seguro fuera de los límites del paraíso de lo que lo había sido estando dentro de él. De modo que en la primera forma de vida –la inocencia– su felicidad dependía de su propio esfuerzo, mientras que en esta otra vida, fuera del paraíso, su felicidad dependía de Otro, quien no era sino el mismo Cristo prometido. Al dirigir la vista a los querubines con su espada de fuego, le era posible bendecir la mano que los había puesto allí “para guardar el camino del árbol de la vida” (cap. 3:24), por cuanto esa misma mano le había abierto “camino nuevo y vivo”(Hebreos 10:20) hasta el Lugar Santísimo:

Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí
 (Juan 14:6, y ).

Al conocer todo esto, el creyente ahora puede transitar confiado por este mundo que gime tristemente bajo la maldición y en el que se ven tantas huellas de pecado. Ya tiene abierto el camino hasta el seno del Padre, donde por la fe puede reposar íntimamente, consolado por la bendita seguridad de que Aquel que le ha conducido hasta este lugar prometido se ha adelantado para prepararle otro lugar entre las muchas moradas de la casa de su Padre, y que volverá para recibirle en la gloria del reino del Padre. Así, en el seno, en la casa y en el reino del Padre, el creyente halla ahora su descanso, su hogar futuro y su glorioso galardón.